Mari. El trayecto hasta casa fue tranquilo. No hablamos mucho, pero no fue incómodo. Era ese tipo de silencio que se instala cuando ya se ha dicho bastante, cuando el cansancio empieza a pesar en los hombros y lo compartido vale más que lo que aún falta por decir. La ciudad empezaba a oscurecerse del todo, y por un momento, no nos sentí como policías regresando de una misión. Éramos solo dos personas. Dos personas normales, después de un día largo, que decidieron cenar juntas y que no querían que ese día se acabara del todo. William aparcó frente al portal de mi edificio. Reconocí el gesto sutil en su mirada: no tenía prisa por irse. Yo tampoco. Pero no sabíamos cómo estirar ese momento sin romperlo. Salió para abrirme la puerta, como un caballero de esos que ya no se ven. Pero yo ya la

