El cielo clareaba en el bosquecillo de Évreux, la niebla disipándose, el amanecer frío cortando la piel. Silas apretaba una pistola, los ojos grises fijos en el sendero, el silencio pesando como un yugo. Se preguntaba lo mismo que el resto. ¡¿Dónde estaba Lucien?! El doctor Moreau, junto a un roble, revisaba su maleta de cuero, los bisturíes reluciendo. Pierre de Lussac, el testigo, marcaba los pasos en la grava, la linterna apagada bajo la luz tenue. Lucien no llegaba, los minutos alargándose como una condena. Silas, con los puños crispados, maldijo entre dientes, la furia creciendo. —¡Perro cobarde! —siseó, la voz cortante—. Lucien D’Artois, huyendo como rata. ¡Dios! Jamás lo imaginé de él… y ahora esto. Maldito cobarde. El doctor y Pierre intercambiaron miradas, aliviados por la ca

