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Rechazando a mi esposa muda

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—¿No tienes nada que decir? —preguntó él, arrodillado ante ella, sus labios rozando el hueso fino de su tobillo. Bernadette no se movió. Ni siquiera parpadeó. Silas levantó la mirada, lento, como quien mide el efecto de su propia crueldad—. Ni un gemido, ni un temblor… Qué manera tan elegante de castigarme. —Le besó la piel otra vez, esta vez más arriba, con la boca apenas entreabierta—. Me pregunto qué pasará cuando decidas usar tu voz. Porque si esto es silencio... no estoy seguro de poder sobrevivir al sonido.

***

En una Francia donde el silencio de una mujer es más valioso que su voz, Bernadette Laurent ha sido criada para obedecer, no para elegir.

Muda desde la infancia, es entregada en matrimonio como una ofrenda elegante: hermosa, educada, y perfectamente callada. Su padre la exhibe con orgullo y desprecio a la vez, convencido de que, aunque no hable, al menos servirá para restaurar el prestigio de la familia antes de morir.

Su esposo, Silas Deveraux, es todo lo que la sociedad admira y teme: un noble caído en desgracia, arrogante, culto, peligrosamente encantador. Acepta casarse con ella porque no espera resistencia, porque cree que el silencio será sinónimo de sumisión, entre otras ocultas intensiones.

Pero bajo esa fachada obediente hay una mente viva, una voluntad intacta, y una dignidad que nadie le ha permitido ejercer.

Consumado el matrimonio, Bernadette debe enfrentarse a un nuevo mundo donde las miradas la reducen, los rumores la diseccionan y su belleza es vista como su único mérito.

A su lado, un hombre que todos desean y que ella no termina de comprender.

La sociedad la quiere invisible. Él la quiere quieta.

Pero ella está decidida a recuperar algo que nunca le permitieron tener: el control de sí misma.

Y no necesita hablar para hacerlo.

***

La puerta del vestidor se abrió sin aviso.

Bernadette levantó la vista y lo vio.

De pie, sin prisa, sin vergüenza.

Desnudo como una estatua, pero demasiado vivo para ser arte.

—Si no vas a hablar —dijo Silas, mientras se acercaba con lentitud—, al menos mírame como si entendieras lo que estás viendo. —Ella no retrocedió. Él sonrió—. Eso es.

Las palabras sobran.

Pero la mirada...

La mirada puede gritar.

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Capítulo Uno: Prometiendo a mi hija muda
Bernadette Laurent estaba de pie en una esquina del salón de Villa Lys, con la mirada fija en el suelo de mármol agrietado. Su vestido de seda gris, elegido por su padre, le apretaba la cintura, pero ella apenas lo sentía. Lo que sí sentía eran los ojos de los tres hombres sentados a la mesa, aunque ninguno la miraba directamente. No todavía. Las copas de vino brillaban bajo el candelabro, y el humo de sus cigarros flotaba en el aire, denso como la niebla que cubría los jardines al amanecer. Su padre, Marcel Laurent, estaba a la cabecera, con el rostro pálido y los dedos huesudos sosteniendo una copa. A su derecha, su primo, Étienne, un hombre flaco de treinta años con una sonrisa torcida. A la izquierda, Monsieur Giraud, un comerciante rico con bigote espeso y una risa que sonaba como un ladrido. Los tres hablaban de ella como si fuera un mueble viejo que había que vender antes de que se rompiera. —He encontrado un hombre para casarla —dijo Marcel, dejando la copa en la mesa. Su voz era fría, sin un ápice de emoción—. Silas Deveraux. Un noble de fuera. Antes de que ya no valga nada para un hombre, porque, seamos honestos, ya vale la mitad que una mujer normal. Étienne soltó una risita, inclinándose hacia atrás en su silla. —¿La mitad? Tío, eres generoso. Una muda no vale ni un cuarto. Los tres rieron, el sonido rebotando en las paredes altas del salón. Bernadette mantuvo la mirada baja, los dedos apretados contra el vestido. No era la primera vez que escuchaba esas palabras. Desde que su madre murió, cuando ella tenía once años, su voz se había ido con ella. No fue una elección. Fue un peso. Pero también un escudo. Ellos pensaban que su silencio era debilidad. Ella sabía que era lo único que la mantenía entera. Giraud dio una calada a su cigarro, el humo saliendo de su boca como un dragón gordo. —¿Quién es ese tal Deveraux? ¿Por qué un hombre de fuera? ¿Tan desesperado estás, Marcel? Marcel se enderezó, apoyándose en su bastón, aunque no lo necesitaba. —En esta ciudad, nadie sería tan tonto como para tomarla de esposa. Todos saben lo que es. Un hombre de fuera no tiene por qué saberlo todo. Deveraux necesita una esposa, y yo necesito que el apellido Laurent no muera conmigo. Étienne tamborileó los dedos en la mesa, su sonrisa más desagradable. —¿Y por qué no mandarla a un convento? Una monja muda encaja mejor que una esposa muda, ¿no? Giraud soltó otra carcajada, golpeando la mesa con la mano. Marcel no rio. Sus ojos se estrecharon, y su voz bajó, dura como una sentencia. —No quiero que sea la última de la familia. Quiero nietos. Que lleve el apellido. Que cumpla su deber. Giraud alzó una ceja, inclinándose hacia adelante. —¿Y puede? Tener hijos, digo. Una mujer como ella… ¿está bien? Marcel dio un sorbo al vino, como si la pregunta no mereciera más atención. —Los doctores la revisaron. Todo está en orden. Puede cumplir. Los tres rieron de nuevo, un sonido que hizo que Bernadette apretara los dientes. Era como si hubieran estado preocupados por comprar un caballo cojo y ahora estuvieran aliviados de que aún podía correr. Ella no levantó la mirada, pero sintió el peso de sus ojos. No era admiración. Era algo más sucio, como si estuvieran tasando una joya que alguien había tirado al barro. —Levanta la cabeza, Bernadette —ordenó Marcel, su voz cortante—. Y enderézate. No eres una criada. Ella obedeció, alzando la barbilla lentamente. Sus ojos verdes, grandes y claros, se encontraron con los de los hombres. Su cabello rubio platino, lacio como un velo, brillaba bajo la luz del candelabro. Era hermosa, lo sabía. Pero para ellos, esa belleza era un desperdicio. Un cuadro colgado en una pared que nadie visitaba. Giraud silbó, recostándose en su silla. —Vaya desperdicio. Con ese rostro, podría haber tenido a cualquier hombre. Si tan solo hablara. Étienne se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con malicia. —Quizás el tal Deveraux no quiera charlas. Solo una cara bonita para mirar. Marcel no dijo nada, pero su boca se torció en una mueca que podía ser una sonrisa. —Toca el piano, Bernadette. Muéstrales lo que puedes hacer. Ella cruzó el salón, el vestido rozando el suelo. El piano n***o estaba en una esquina, cubierto de polvo que nadie se molestaba en limpiar. Se sentó, las teclas frías bajo sus dedos. Tocó una pieza de Chopin, lenta al principio, luego más rápida, las notas llenando el salón como un grito que no podía salir de su garganta. Era perfecta. Siempre lo era. El piano era su voz, la única que ellos respetaban. Cada nota era precisa, cada acorde cargado de una furia que nadie más oía. Los hombres dejaron de hablar. Incluso Étienne, que siempre tenía un comentario listo, se quedó callado. Cuando terminó, el silencio fue más pesado que antes. Nadie aplaudió. Marcel dio un sorbo a su copa y asintió, como si hubiera pasado una prueba. —Esa puede ser la mejor bienvenida que le des a tu futuro esposo —dijo, su voz teñida de burla—. Es lo mejor que puedes hacer. Giraud soltó una risita, pero Étienne fue más cruel. —Esperemos que Deveraux no espere una canción de cuna. Porque no va a tenerla. Bernadette se levantó del piano, las manos temblando en su regazo. No los miró. No necesitaba hacerlo. Sabía lo que pensaban. Una mujer rota, un objeto que había que vender antes de que se estropeara más. Pero en su pecho, algo ardía. No era miedo. Era rabia. Marcel se puso de pie, apoyándose en su bastón. —Suficiente por hoy. Mañana viene Deveraux. Quiero todo listo. Los hombres se levantaron, sus sillas raspando el suelo. Giraud y Étienne salieron del salón, sus risas apagándose en el pasillo. Marcel se quedó un momento, mirándola. No dijo nada. Nunca lo hacía, rara vez se dirigía a ella a menos que fuese necesario. Luego salió, dejándola sola. Bernadette se acercó a la ventana, apartando la cortina pesada. Afuera, la niebla cubría los jardines de Villa Lys, y el río susurraba en la distancia. La casa era una jaula, hermosa pero fría. Siempre lo había sido. En esa charla donde solo fue invitada para ser criticada, fue la manera en la que ella se dio cuenta de que la iban a casar. Del pueblo era de las pocas de su edad que aún estaba soltera, pero a diferencia de las demás, ella era la única que nunca tuvo ningún pretendiente. Se iba a casar. Todavía no lo asimilaba. Pero se iba a casar. En el fondo siempre supo que su padre la casaría con un hombre muy mayor, que la llevarían lejos y ya no regresaría más allí… pero cuando cumplió los 19 años, creyó que se quedaría soltera para siempre, no es que tuviera deseo alguno de casarse, pero no le gustaba como su padre se avergonzaba de ella. Ahora… había un hombre que pronto se convertiría en su esposo. Ella no esperaba más que un hombre mayor, con una casa en el campo, una criada y puede que un gallinero. No podía aspirar a mucho más, porque cualquier hombre tenía mejores opciones que ella.

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