Capítulo Dos: El viejo panzón

1162 Words
Bernadette Laurent se despertó con el frío de Villa Lys colándose por las rendijas de su ventana. La habitación era grande, con cortinas de terciopelo que bloqueaban el amanecer. Se levantó, el camisón de lino rozándole los tobillos, y caminó descalza hasta la palangana. El agua estaba helada, pero como cada día. Hoy llegaría Silas Deveraux, el hombre que su padre había elegido para ser su esposo. Todo en la casa giraba alrededor de ese momento. Claire, la criada, entró con una jarra de agua caliente y un montón de ropa doblada. No la miró a los ojos, como siempre. Bernadette se quitó el camisón y se metió en la tina de cobre que Claire había preparado. El agua tibia le erizó la piel. Se lavó con un jabón de lavanda, restregándose los brazos, las piernas, el cuello. Claire le cepilló el cabello rubio platino, largo y liso como un río de seda, hasta que brilló. Luego, le secó el cuerpo con una sábana áspera y comenzó a vestirla. Primero, el corsé. Era de ballenas, blanco, con cintas negras que Claire ató con fuerza. Bernadette contuvo el aliento mientras el corsé le apretaba las costillas, empujando sus pechos hacia arriba. Eran redondos, llenos, y el borde del corsé los hacía parecer aún más prominentes. Ella los miró en el espejo, sintiendo un nudo en el estómago. No estaba acostumbrada a que su cuerpo fuera tan visible, tan expuesto, a la única mirada a la que estaba acostumbrada era a esa que las personas le daban cuando decidían hablar de ella. Su corazón latía rápido, la ansiedad trepándole por la garganta. Este hombre, Silas, ¿qué esperaría de ella? ¿Qué querría? Claire le puso una camisa de lino, luego una falda de seda azul oscuro con enaguas que crujían al moverse. El vestido, de mangas largas y cuello alto, era elegante, pero dejaba los pechos al descubierto justo lo suficiente para no ser vulgar, aunque llamada demasiado la atención. Claire le recogió el cabello en un moño alto, dejando mechones sueltos que caían sobre sus hombros. Luego, le aplicó un toque de polvo rosado en las mejillas, aunque su piel ya estaba pálida de nervios. La puerta se abrió de pronto. Marcel Laurent entró, con la camisa a medio abotonar y el rostro tenso. Miró a Bernadette de arriba abajo, como si fuera un cuadro que no terminaba de gustarle. —Los pechos, Claire —dijo, señalándola con el bastón—. Más fuera. Que se vea que es una mujer. Y ponle color a esas mejillas, parece un c*****r. Claire asintió, temblando, y ajustó el corsé, tirando de las cintas hasta que Bernadette apenas pudo respirar. Sus pechos se alzaron aún más, casi desbordando el vestido. Claire le pellizcó las mejillas y aplicó más polvo, dejándolas rosadas. Bernadette se miró en el espejo, irreconocible. No era ella. Era lo que su padre quería que fuera. —Así está mejor —dijo Marcel, dando un paso atrás—. Ahora, siéntate en el salón y no te muevas hasta que lleguen. No quiero errores hoy. Bernadette bajó al salón principal, donde una silla de madera tallada la esperaba junto a la ventana. Se sentó, las manos en el regazo, el corsé clavándosele en la piel. La casa era un caos. Criadas corrían con bandejas de plata, limpiando polvo que no existía. Los sirvientes arrastraban muebles, puliendo candelabros y arreglando flores en jarrones. Nadie la miraba. Nadie le hablaba. Ella observaba, inmóvil, mientras el reloj marcaba las horas. Una hora. Dos. Sus piernas dolían, pero no se atrevía a moverse. Marcel no lo permitiría. El sol ya estaba alto cuando un grito llegó desde la entrada. —¡Han llegado! ¡Los caballos! Bernadette sintió un nudo en el pecho. Los sirvientes se alinearon en el vestíbulo, rectos como soldados. Ella se levantó, alisándose el vestido, y caminó hacia la puerta principal, donde Marcel ya estaba esperando. Afuera, los cascos de los caballos resonaban contra el camino de grava. Un carruaje n***o se detuvo, y cuatro hombres bajaron. Bernadette los observó, intentando adivinar cuál era Silas Deveraux. El primero era gordo, con la cara roja y el cabello ralo pegado al cráneo. El segundo, viejo, encorvado, con una barba blanca que le llegaba al pecho. El tercero, calvo, con un traje que le quedaba pequeño. El cuarto… el cuarto era diferente. Alto, joven, con cabello n***o y un rostro que parecía tallado en piedra. Pero Bernadette no pensó en él. Su mente se fijó en el viejo y el gordo. Uno de ellos tenía que ser Silas. Nadie joven y apuesto querría casarse con una muda. Ella solo servía para alguien que deseaba una esposa joven y bella, sin pensar mucho en los defectos que esta pudiese traer. Marcel salió a recibirlos. —Bienvenidos a Villa Lys. Los hombres se inclinaron, presentándose con formalidad. —Monsieur Roche, comerciante. —Monsieur Vigny, terrateniente. —Monsieur Dubois, abogado. —Silas Deveraux. Bernadette no supo cuál era cuál. Sus nombres se mezclaron en su cabeza, y sus rostros no le dieron pistas. Todos la miraron, sus ojos abriéndose al ver su rostro, sus pechos, su figura. El gordo silbó bajito. El viejo alzó una ceja. El calvo murmuró algo que no alcanzó a oír. El joven no dijo nada, pero su mirada era fría, como si estuviera tasándola. Marcel señaló hacia ella. —Mi hija, Bernadette. Ella hizo una reverencia, lenta, perfecta, como le habían enseñado. Los hombres inclinaron la cabeza, aunque sus ojos no se apartaron de ella. Era hermosa, y lo sabían. Pero para ellos, era una belleza desperdiciada, como una joya en una caja rota. Pasaron al salón, hablando entre ellos. Bernadette los siguió, manteniéndose a un lado, como una sombra. Pero el hombre joven se detuvo frente a ella. Tomó su mano, sus dedos fríos contra los de ella. Se inclinó y besó el dorso, un gesto lento, deliberado. Sus ojos grises se alzaron, encontrando los de ella. —Nunca pensé que mi futura esposa podría ser tan bella. Bernadette sintió que su cara ardía. El calor le subió desde el pecho hasta las mejillas, y por un segundo, no pudo respirar. Este hombre, joven, apuesto, con una presencia que llenaba el salón, iba a ser su esposo. No el viejo. No el gordo. Este era Silas Deveraux. No podía creerlo. Su corazón latía tan fuerte que temió que él lo oyera. Pero se recompuso. Bajó la mirada, asintió con cortesía y retiró la mano. No podía dejar que él viera su sorpresa, su miedo, su confusión. No podía dejar que nadie lo viera. Silas sonrió, una curva apenas perceptible en sus labios, y siguió a los demás al salón. Bernadette se quedó atrás, el corsé apretándole más que nunca. No sabía qué esperar de este hombre. Pero una cosa estaba clara: no era lo que ella había imaginado. ¿Cómo era posible que ese hombre quisiera casarse con ella? Parecía… mentira.
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