La chimenea aún ardía débilmente cuando Jules Dubois llegó a casa. Eran pasadas las siete y el crepúsculo teñía de malva los ventanales del salón. Se quitó el abrigo y el sombrero con la rutina de un hombre cansado, dejó la cartera de cuero sobre la mesita del rincón y se sirvió una copa de coñac sin molestar en encender más lámparas. —Has llegado tarde —dijo su esposa desde el sofá, donde leía bajo la luz de una vela alta. —Muchas cosas durante el día. Y esta mañana, muy temprano, alguien a quien no esperaba, no tenía cita. Una cliente inesperada. O mejor dicho, dos mujeres, pero una sola con voz —respondió él, tomando asiento en el sillón frente a ella. Madeleine Dubois cerró el libro con suavidad y lo dejó a un lado. —¿Mujeres? ¿Solas? ¿Un asunto grave? Él se llevó la copa a los la

