La habitación de invitados en la casa de los D’Artois en Évreux era un refugio olvidado, las cortinas de terciopelo cerradas, la lámpara de aceite apagada, el aire cargado de un silencio que olía a cera y polvo. Amélie yacía en una cama estrecha, la sábana de lino arrugada bajo su cuerpo tembloroso, la bata de muselina empapada de lágrimas. Sus sollozos, rotos y ásperos, resonaban en la penumbra, cada gemido un eco de su vergüenza, un peso que la aplastaba. Había huido de su alcoba, de la carta que dejó a Lucien, de la verdad que había destrozado su matrimonio, su familia, y los apellidos que alguna vez llevó con orgullo. Évreux, con sus murmullos crueles, la había convertido en la esposa infiel, una mancha que deshonraba no solo a Lucien, sino a sus padres, a su linaje, a todo lo que er

