Marcel paseaba por el comedor de Villa Lys, el bastón golpeando el mármol agrietado.
La mesa estaba cubierta con un mantel de lino blanco, los cubiertos de plata dispuestos con precisión, y una lámpara de cristal arrojaba sombras sobre las paredes. Los sirvientes habían preparado una cena privada: faisán asado, sopa de castañas, y una botella de Burdeos. Pero Marcel no estaba tranquilo.
Silas Deveraux llegaría en cualquier momento, y su última visita había dejado un eco de duda. Marcel necesitaba saber si seguía dispuesto a casarse con Bernadette, o si su vacilación era una amenaza para el trato.
Bernadette estaba en su habitación, excluida de la cena. Marcel no quería distracciones. Había ordenado a Claire que la vistiera con un vestido sencillo y la mantuviera ocupada, lejos de los hombres.
Ella era su única moneda, y Silas tenía que comprarla. La cachetada que le había dado días antes aún lo incomodaba, pero no había tiempo para remordimientos. Si Silas se retractaba, todo estaría perdido.
El sonido de un carruaje rompió el silencio. Marcel se alisó el chaleco y salió al vestíbulo. Silas bajó, su traje n***o absorbiendo la luz de las farolas. Sus ojos grises eran fríos, y su inclinación de cabeza, apenas cortés.
—Monsieur Deveraux, bienvenido.
Silas asintió, entrando al comedor.
—Espero que esta cena valga mi tiempo, Laurent.
Se sentaron, Marcel a la cabecera, Silas a su derecha. Los sirvientes sirvieron la sopa, el aroma a castañas llenando el aire. Marcel alzó su copa, forzando una sonrisa.
—Un brindis por nuestra alianza. Y por Bernadette, que pronto será suya.
Silas dio un sorbo, pero su rostro no cambió.
—Hablemos claro, Marcel. ¿Por qué esta cena?
Marcel dejó la copa, sus dedos apretando el mango del bastón.
—Quiero saber sus intenciones. Usted parecía convencido, pero ahora… duda. Si hay algo que pueda hacer para asegurarme de que se case con mi hija, dígamelo. Llegó hasta aquí para conocerla… y casarse, no entiendo sus razones de huir de una boda con ella.
Silas se recostó en la silla, cruzando los brazos.
—No es tan simple. Su hija es hermosa, nadie lo niega. Pero una esposa muda no es un trofeo que pueda exhibir sin costo. La sociedad hablará. “Deveraux se conformó con una defectuosa.” No estoy seguro de que valga la pena.
Marcel sintió un nudo en el pecho, pero mantuvo la calma.
—La belleza de Bernadette callará cualquier crítica. Esos ojos, ese cabello, esa figura. Los hombres la envidiarán, Silas. Y las mujeres no se atreverán a hablar contra una joya así.
Silas alzó una ceja, escéptico.
—¿Y en los salones? ¿En las cenas? Una esposa debe conversar, recibir invitados, ser más que un cuadro. ¿Qué hará ella, tocar el piano toda la noche?
Marcel se inclinó hacia adelante, la voz firme.
—Ese piano es su voz. Lo vio usted mismo. Cuando toca, todos callan. Y no estará sola. Usted la guiará. Una mujer así, con su belleza, no necesita palabras. Su presencia basta.
Silas tamborileó los dedos sobre la mesa, mirando la sopa intacta.
—Quizás. Pero el riesgo sigue ahí.
Marcel carraspeó, señalando los documentos junto a la botella de vino.
—Hablemos de la dote, entonces. Las tierras que ofrecí son fértiles: tres granjas, doscientas hectáreas. Y la suma en francos, quince mil. Pero puedo añadir otra parcela, al norte de Villa Lys, y aumentar los francos a dieciocho mil. Es más de lo que cualquier otra familia ofrecería.
Silas tomó los documentos, hojeándolos con dedos precisos. Los mapas mostraban las tierras, los contratos detallaban los francos. Era una oferta sólida, mejor que la anterior. Pero no podía parecer ansioso. Su hermana, Camille, le había advertido: “No dejes que piense que estás desesperado.”
—Es generoso. Pero no borra el problema. Una esposa muda es una carga social. Si acepto, será por las tierras, no por ella.
Marcel apretó el bastón, conteniendo su furia.
—Entiendo el riesgo. Pero piense en lo que gana. Esas tierras devolverán su paz y alejarán su angustia. Y Bernadette, con su belleza, será un orgullo. Los chismes pasarán. La envidia no.
Los sirvientes retiraron la sopa, trayendo el faisán. Silas cortó un trozo, comiendo con calma, como si evaluara más que la comida. Marcel lo observó, el sudor brillando en su frente. No podía perderlo. Nadie más en Rouen tocaría a Bernadette.
—¿Qué necesita para convencerse? —preguntó Marcel, la voz tensa.
Silas dejó el tenedor, mirándolo fijamente.
—Garantías. Las tierras libres de deudas, los francos entregados antes de la boda. Y un contrato que asegure que no habrá sorpresas. Si su hija es como promete, si su belleza realmente calla las críticas, entonces aceptaré.
Marcel asintió, aliviado.
—Todo estará en orden. Las tierras son limpias, los francos serán suyos. Y Bernadette… ya la ha visto. Es perfecta.
Silas dio un sorbo al vino, sus ojos entrecerrados.
—Espero que tenga razón. Porque si los murmullos no cesan, no seré yo quien pague el precio.
Marcel forzó una sonrisa, levantando su copa.
—No lo decepcionará. ¿Qué dice, Silas? ¿Es usted su esposo?
Silas hizo una pausa, dejando que el silencio pesara. Luego, inclinó la cabeza.
—Está bien. Me casaré con ella.
Marcel exhaló, el alivio inundándolo.
—Excelente. Pongamos una fecha. ¿Dentro de una semana? La capilla de Villa Lys está lista.
Silas cortó otro trozo de faisán, sin mirarlo.
—Una semana es aceptable. Pero asegúrese de que todo esté preparado. No toleraré retrasos.
Marcel asintió, casi demasiado rápido.
—Será perfecto. La boda, la dote, todo.
Los sirvientes trajeron una tarta de peras, pero Marcel apenas la tocó. Silas comió en silencio, su rostro imperturbable. La conversación giró a detalles menores: la capilla, los invitados, el contrato. Marcel hablaba con entusiasmo, pero Silas respondía con frases cortas, su mente en otra parte. Cuando terminaron, se levantó, ajustándose el chaleco.
—Buenas noches, Laurent. Nos veremos en la boda.
Marcel lo acompañó al vestíbulo, donde un criado abrió la puerta. Silas salió sin mirar atrás, su figura desvaneciéndose en la niebla. Marcel cerró la puerta, el bastón temblando en su mano. Había ganado, pero a un costo. Silas no era un hombre fácil, y Bernadette no era una hija fácil. Pero el trato estaba hecho.