Lucien acariciaba el lomo del alazán con manos firmes, recorriendo con la yema de los dedos el pelaje brillante del animal. Hacía meses que no lo montaba, y aun así, el caballo lo reconocía. Murmuró algo sin importancia, una frase que en realidad no estaba dirigida al animal, sino al silencio que lo rodeaba. Fue entonces cuando escuchó pasos sobre la gravilla. Se giró. —¿Las flores? —preguntó Lucien sin apartarse del establo. —Las tiene en su estudio, señor. Pero he traído algo más. Lucien suspiró. No le gustaban los rodeos, apreciaba mejor ser directo, decir las cosas sin más. —Entonces dígalo ya. No estoy de humor para rodeos. —Y no, no estaba de humor, estaba al borde de la desesperación. El mayordomo se alisó el chaleco con discreción, respiró hondo y comenzó. —He recorrido el p

