El murmullo del gran salón se apagaba, las risas contenidas y el tintineo de las copas desvaneciéndose mientras los invitados se dispersaban. Bernadette, un paso detrás de Silas, sentía el peso de las miradas, su vestido azul noche rozándole los tobillos, los dedos entrelazados para disimular el temblor que no la abandonaba. Camille, a su lado, sonreía con una ligereza que contrastaba con la rigidez de su hermano, el burdeos de su muselina ondeando con cada movimiento. Silas, en frac n***o, mantenía la espalda erguida, su cortesía impecable al despedir al conde de Talleyrand con un leve asentimiento. Al fondo, Lucien y Amélie conversaban con el vizconde d’Étoile, ella en seda celeste, él en frac azul, sus ojos encontrando los de Bernadette en un instante que aceleró su pulso. El mayordo

