El murmullo del salón vibraba como un enjambre, pero el silencio entre los dos era un abismo. La mano enguantada sostenía una copa de vino, los dedos crispados alrededor del cristal, mientras los ojos grises buscaban los de la mujer a su lado. Amélie permanecía rígida, la mirada fija en un punto lejano, como si Silas Deveraux no existiera. No le había dirigido la palabra en toda la noche, ni un saludo, ni un gesto, y el peso de su ausencia cortaba más que cualquier reproche. La música del cuarteto de cuerdas llenaba el espacio, pero no podía cubrir la herida que palpitaba entre ellos. — ¿No piensas hablarme en toda la noche? —preguntó Silas, su voz baja, cargada de una preocupación que ya no podía ocultar. Había esperado con paciencia, pero según las horas pasaron se dio cuenta de que e

