La luz de la madrugada apenas comenzaba a bañar las calles de París cuando el hombre abandonó su alojamiento. La ciudad aún olía a pan recién horneado y a humedad de piedra, el aire fresco cortándole las mejillas mientras ajustaba la bufanda al cuello. No era un paseo, no era turismo; era trabajo. Un trabajo que lo había llevado hasta allí después de días de seguir indicios, testimonios y rastros débiles, todos apuntando a lo mismo: una mujer muda, joven y hermosa, y su criada. Y sin embargo, desde que había puesto un pie en París, todo se le había desvanecido entre las manos. Atravesó un bulevar estrecho, con farolas altas que aún titilaban, y se internó en una zona de tiendas que sabía abrirían pronto. Era temprano, pero él sabía que para observar había que llegar antes que el resto.

