Bernadette bajó los escalones de la galería con la espalda recta y las manos entrelazadas sobre el vientre, como si todo en ella estuviera perfectamente en su sitio. Solo que no lo estaba. Por dentro, era una casa vacía con las ventanas abiertas, dejando que el viento lo desordenara todo. La brisa del jardín, cargada de rosas y glicinas, le golpeaba el rostro, pero no aliviaba el dolor que la desgarraba por dentro. La mirada de Silas hacia Amélie, ardiente, hambrienta, seguía quemándole el pecho, una verdad que no podía ignorar. Intentó sonreír, curvar los labios en una máscara de serenidad, pero sus ojos verdes, húmedos y traicionados, delataban su tormento. Los faroles del jardín titilaban, iluminando a los invitados que regresaban del juego. Camille, en su muselina burdeos, se acercó,

