Lucien D’Artois salió de Francia como un hombre huyendo de un incendio, dejando atrás una casa que lo consumía con recuerdos de Amélie. Con ella se fue el Lucien de antes: un hombre destruido, donde los susurros de traiciones y rumores lo ahogaban. En aquella mansión, las paredes parecían cerrarse, el aire era un veneno que le robaba el aliento. No podía respirar, no podía vivir. Amélie se había ido y con ella, el hombre que una vez fue a su lado. Pero eso estaba bien. Porque ese Lucien—el que se ahogaba en luto, el que cargaba un apellido manchado—había muerto también. Lo mejor que hizo fue renunciar a él, subir a un barco hacia Inglaterra y transformarse. ¿Por qué arrastrar con un pasado que solo lo llenaba de dolor uy angustia? No pudo morir también… ahora debía vivir. Londres l

