El viento helado silbaba sobre un campo olvidado al borde de Évreux, un terreno pedregoso sin cruces ni lápidas, donde el suelo húmedo olía a hierba y abandono. Lucien, con el rostro pálido y los ojos castaños hundidos, caminaba hacia el lugar donde enterrarían a Amélie, su esposa, la mujer que se había quitado la vida. No habría misa, ni bendición, ni cánticos que guiñaran el alma hacia el perdón. En la Francia católica de Évreux, la Iglesia negaba toda gracia a los que se quitaban la vida. El s******o era un crimen espiritual, un acto de rebelión contra Dios, y Amélie había cometido no uno, sino dos pecados imperdonables: quitarse la vida y profanar el matrimonio con adulterio. Para el clero, era doblemente impura. El sacerdote del pueblo, con el rostro endurecido por la moral más que

