Cuando ella colocó su mano en la de él, todo el salón pareció contener el aliento. El lacayo se acercó desde una de las esquinas, vestido de oscuro, con el rostro también cubierto por una máscara veneciana. No dijo palabra. Solo se inclinó ligeramente y les indicó el camino. La Rose Noire y Le Chevalier Noir comenzaron a caminar entre los invitados. Nadie habló. Nadie se atrevió. Las cabezas se volvieron a su paso, los abanicos dejaron de agitarse, los vinos no llegaron a los labios. Los hombres los siguieron con miradas de deseo, de rabia, de frustración. Las mujeres, con una mezcla peligrosa de envidia y anhelo. Ella caminaba con la gracia de quien ya ha sido elegida, tomada, elevada por encima de los demás. Él caminaba con esa elegancia precisa que volvía inseguros a los demás hom

