La alcoba de Bernadette en la casa Deveraux de Évreux estaba envuelta en un silencio pesado, el vapor de la tina de cobre perfumando el aire con lavanda, la luz de las velas titilando en las paredes. Silas caminaba de un lado a otro frente a la puerta, las botas crujiendo en el suelo de madera, las manos crispadas en los bolsillos, el corazón latiendo con una mezcla de frustración y ansiedad. Quería que Bernadette escribiera, que explicara cómo había desaparecido desde el desayuno, cómo terminó en el bosque, sucia, con el corsé roto, como si hubiera sido atacada. La imagen de su cuerpo frágil bajo el sauce lo perseguía, pero su furia por su desafío—huir, desobedecer—quemaba más que su preocupación. Detrás de esa puerta, Adele le daba un baño caliente a su esposa, quien había sido hall

