Mike se quedó mirando la bañera con patas más grande que jamás había visto. Mirando a Beth con ojos grandes, se metió de un salto y se tumbó en el fondo. Ni la cabeza ni los pies tocaron los bordes, y extendió los brazos. Estaban casi completamente extendidos antes de tocar los lados.
—Lo admito, el gusto de tu tía abuela en decoración es cuestionable en algunas zonas, pero esta es probablemente mi pieza favorita—. Beth se sentó junto a la bañera, mirando a Mike. Mike se incorporó, mirando por encima del borde de la bañera. El borde le llegaba a la barbilla.
—Me siento como si estuviera en un bote.— Mike centró su atención en el grifo. Dos grifos separados, hechos de una especie de bronce, alimentaban la bañera. —¿Aún funciona?
—Supongo que sí. Hicimos que inspeccionaran la casa por si la vendíamos. —Beth acarició uno de los grifos—. Ojalá pudiera probarlo.
—Sube. Hay mucho espacio.— Las palabras salieron de su boca antes de que su cerebro pudiera detenerlas. Apartó la mirada, fingiendo que manipulaba los grifos.
Beth se rió. —Me temo que estoy demasiado ocupada ahora mismo—. Extendió una mano y ayudó a Mike a levantarse. Tuvo que levantar las piernas para salir del lavabo. —Quizás pueda cuidar la casa algún día.
—Te dejaré unas cuentas de baño. —Mike retrocedió un paso para admirar la bañera—. Nunca me han gustado los baños, pero esto podría ser lo suficientemente grande como para hacerme cambiar de opinión.
Evitando la alfombra del dormitorio, Mike siguió a Beth por las demás habitaciones de la casa. Beth tomó varias notas en su portapapeles, anotando los ajustes necesarios. La tía abuela de Mike había dejado una gran suma de dinero, y su testamento estipulaba que su pariente más longevo tendría plena oportunidad de acondicionar la casa antes de venderla. Mike sabía perfectamente que ya había una oferta de compra sobre la mesa: un grupo de mujeres que querían convertir la casa en un museo local. Nunca había podido echar raíces, y rara vez vivía en un lugar más de seis meses.
Beth estaba en la puerta principal, repasando su lista. Mike miraba por la ventana, observando cómo la mecedora se balanceaba. Ella había dicho su nombre dos veces antes de que volviera a la realidad.
—Perdón, estaba absorto en mis pensamientos —se disculpó—. ¿Qué dijiste?
—Dije que puedo pasar mañana a llevarte de compras. Tu tía abuela tenía coche, pero no te recomiendo que vayas a ningún sitio en él. Vas a necesitar algunas cosas esenciales si quieres convertir este lugar en tu hogar. —Beth dejó que el portapapeles se relajara—. Y espero que así sea. Era su mayor deseo que la casa permaneciera en la familia. Sé que ya has expresado algunas preocupaciones sobre el mantenimiento de la propiedad, pero creo que deberías intentarlo.
—Sí, puede ser. —Mike le dedicó una leve sonrisa—. Después de todo, esta es una oportunidad única.
Bien. Tienes mi tarjeta de presentación, así que no dudes en contactarme para cualquier cosa. Beth cogió su bolso de la mesa de centro.
—En realidad, hay algo. —Beth esperó pacientemente mientras Mike se acercaba a la chimenea y retiraba la muñeca de porcelana—. No me importa cómo, solo deshazte de ella.
Beth miró la muñeca y se rió. —Me encargo. Que tengas buenas noches, Mike—. Salió por la puerta y bajó las escaleras. Mike la observó mientras se marchaba; el repiqueteo de sus tacones sobre el pavimento resonaba en la terraza. La saludó con la mano cuando subió a su coche en la calle y se marchó.
La mecedora crujió suavemente. Mike subió a la terraza, observando el mueble que le molestaba. Desató las cadenas y bajó el asiento hasta la terraza. Dejó que la puerta principal se cerrara suavemente tras él.
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La noche se abalanzó sobre Mike mientras pasaba la tarde en su portátil. Usando el wifi desprotegido de su vecino, revisó varios sitios que había estado manteniendo, respondió algunos correos electrónicos y revisó sus extractos bancarios. Aún no se había transferido el dinero que le dejó su tía abuela, pero se imaginó la nueva cantidad en lugar de la actual y se preguntó.
¿Qué haría con todo ese dinero? Si vendiera la casa, andaría por ahí con varios millones y sin nada en qué gastarlos. Había sido pobre de niño, tan pobre que, para cuando terminó sus estudios universitarios, ya estaba acostumbrado a la vida de un superviviente. Toda su ropa cabía fácilmente en dos maletas, y la mayor parte de sus pertenencias eran un par de ordenadores de sobremesa y una tableta en su apartamento.
Finalmente vio la hora cerca de la parte inferior de la pantalla y cerró la tienda. Eran casi las once y aún no había cenado. Una búsqueda rápida en su teléfono reveló una pizzería cercana y pidió una salchicha mediana con dos litros de Sprite. Deambuló por las habitaciones solitarias, y finalmente dejó su bolso en el dormitorio de su tía abuela. Deambuló por la casa, recogiendo pertenencias al azar, intentando imaginar a la mujer que era su tía abuela.
La había buscado en internet. Había heredado la casa de su tía (una famosa solterona) siendo joven, viviendo de varios bonos del ferrocarril que le habían dado grandes frutos en la década de 1940. Un trabajo como bibliotecaria complementó sus ingresos hasta los cincuenta, y luego simplemente se encerró.
Aunque no del todo. Mike notó que algunas de las compras en la casa debían de haberse hecho en los últimos dos años. Algunos libros de la biblioteca le habían dado una pista. Debía de salir en raras ocasiones, o al menos contratar a alguien para que comprara por ella. Siendo sincero, la idea le parecía bastante atractiva.
El timbre lo sacó de su ensoñación, y casi se le cae una figura de payaso que había sacado del estante que tenía delante. La guardó y se dirigió a la puerta principal.
—¡Hola!—El repartidor de pizza era, en realidad, una guapísima chica rubia, probablemente universitaria. Llevaba el pelo recogido en una coleta y unas elegantes gafas de montura negra. La etiqueta de su chaqueta decía "Dana". "¡Tu casa es preciosa!" Le entregó su refresco.
—Sí. —Se inclinó para ayudarla a sacar la comida de su hielera especial y, sin querer, le rozó el pecho con la mano a través de la chaqueta.
—No creo haber dado a luz aquí nunca—, añadió, mirando hacia la casa. —¿Eres nuevo en la ciudad?
—Primer día.—Le entregó un par de billetes de diez. Mientras ella buscaba cambio en su monedero, percibió un ligero aroma a su perfume. Su mundo empezó a cerrarse. —No te preocupes, ¿te lo quedas?
—¿En serio?— Sus ojos se abrieron de par en par mientras él asentía.
—Sí, no hay problema. —Dejó que la puerta se cerrara mientras ella le daba las gracias. Colocó la pizza en la mesa de centro y respiró hondo varias veces. La sensación de su pecho contra el dorso de su mano, su firmeza, acompañada del aroma de su perfume, le había provocado una erección sorprendentemente dura.
Corrió por la casa, encendiendo todas las luces. La voz de su madre intentó resonar en su mente, pero la acalló. Años de compartir cama con ella lo llevaron inevitablemente a un incidente, poco antes de cumplir once años, cuando despertó de repente con una bofetada. Mientras dormía, se las arregló para chocar con su propia madre mientras brotaba madera.
El abuso físico fue inmediato, pero el abuso verbal continuó. Siempre que se excitaba mientras dormía, su madre lo despertaba abofeteándolo o llamaba a otros para burlarse de él. A menudo, esto lo llevaba a un cambio repentino de dirección, ya que la mayoría de la gente normal consideraba su comportamiento atroz. Sus constantes bromas delante de cualquiera que quisiera escucharlo lo habían llevado a un estilo de vida mayormente célibe. Las pocas mujeres con las que había estado no habían comprendido sus ataques de pánico s****l, o sus problemas con su madre, como una de ellas los había llamado. Ahora, en un entorno desconocido, esas viejas emociones resurgieron, intentando romper la coraza protectora que se había creado.
Su imaginación era su peor enemiga. Imaginar su espectro escondido en las sombras, esperando para juzgarlo, simplemente había cerrado el trato. Ahora, sin embargo, con todas las luces encendidas, no podía permitirse salir a la superficie. Su ataque de pánico remitió, recogió su comida y se dirigió a la cocina.
Mike comió mientras veía una película en su computadora, dejando las últimas cinco rebanadas para mañana. El refrigerador estaba terriblemente vacío, ocupado solo por una caja de pizza y una botella de refresco. Mike regresó a la mesa, observando durante media hora más cómo la típica estrella de acción hacía algo para confundir al villano. Su mente no dejaba de dar vueltas entre la sensación del pecho de la pizzera y el recuerdo demoníaco de su madre.
Sacó su teléfono y buscó al Dr. Gorman en sus contactos. No había visto a su terapeuta en más de tres años, pero la necesidad de contactarlo había aflorado. Con las manos temblorosas, su pulgar se cernía sobre el botón de llamada.
—A la mierda.— Cerró su lista de contactos. Su madre había muerto, el pasado era el pasado, y necesitaba superarlo. Años de oír que la excitación era natural, que todo el mundo lo hacía, que estaba bien fantasear. Cerró los ojos, recordando la mona de Dana, la pizzera. Desató el recuerdo de su aroma, la firmeza de su pecho, la expresión de sorpresa que puso cuando le dio ocho dólares extra de propina. Probablemente era la misma cara que puso durante su primer orgasmo, o quizás cuando los labios de su amante rozaron por primera vez los pezones de su firme pecho...