Capítulo 9 – Pólvora

2537 Words
Llega el esperado día. Es increíble que los nervios se vuelvan a apoderar de mí. Si no es la primera vez, ¿Por qué persisten? Las gemelas se fueron de pijamada con una de sus amigas del colegio. Conozco a sus padres y estoy segura de que las cuidarán. Se pusieron tan contentas de que les dimos permiso. No se imaginan el motivo que nos llevó a hacerlo. Veo a Benjamín hundido en sus pensamientos horas antes de irnos. Cuando sale de su habitación, suelto una risotada. Se ve tan gracioso con esa sotana negra. Yo todavía no me acomodo la parte de la cabeza del hábito. Debajo de toda la tela llevo un coordinado ne.gro de tanga y sostén casi trasparente. —Te vas a incendiar por pecador —le digo en broma. —Ni siquiera te sabes completo el Padre Nuestro, de monja no tienes ni el cabello —me rebate, pero en un mismo tono que el mío. Por primera vez en varias semanas no estamos atacándonos. Cuando salimos, lo hacemos solo nosotros. Les dejamos el resto de la tarde libre a los empleados. Benjamín conduce hacia la dirección que Sergio envió. No queda lejos. Solo demoramos cuarenta minutos en llegar, y eso por culpa del tráfico. Somos recibidos por un valet. El exterior de la propiedad cuenta con una piscina, un patio amueblado y un jardín cuidado. Se encuentra iluminada para que de noche resalte entorno. Una muchacha con vestido ne.gro entallado nos guía a la entrada principal. La casa cuenta con techos altos, grandes ventanales y lámparas de cristal que a mi gusto son pasadas de moda. El costo por formar parte del club solo lo conoce Benjamín. Sospecho que la suma es un tanto elevada. El espacioso vestíbulo da paso a varias áreas comunes, entre ellas una sala de estar principal decorada con muebles grandes y varias obras de arte colgadas. El comedor adyacente es largo, más que el mío. Ese no lo usaremos, por obvias razones. Logro ubicar la biblioteca. Cuento en silencio las puertas del pasillo. Se nota que hay varias habitaciones, listas para nuestra “reunión”. El cuerpo me vibra por lo que viene. Cruzamos por un espacio destinado para ejercitarse, hasta que llegamos a una sala de entretenimiento que es a la que ingresamos. Hay varios sillones color chocolate distribuidos alrededor. Se nota que los llevaron Mabel y Sergio porque desentona con el estilo antiguo. Solo se encuentran allí Mabel, Sergio, dos parejas y nosotros. El “anfitrión” nos pide esperar un poco más. Los siguientes en entrar son Cecilia y Darío. Mi amiga optó por un traje de monja de látex. La camisa de Darío es del mismo material. ¿Cómo no se me ocurrió a mí? Por eso no me lo quiso enseñar cuando le pregunté. Tres parejas más llegan y Sergio le ordena a la señorita que cierre la puerta y se retire. En total somos ocho. Todos de distintas edades, pero no tan alejados. Rondamos entre los treintas y los cincuentas. Lo que sí tengo claro es que parecen de nuestro mismo círculo, aunque no conozco a ninguno. Hay música suave y varios inciensos de jazmín prendidos sobre las repisas. La mayoría nos sentamos en los sillones. En medio hay una mesa amplia con copas, vasos, hielo y botellas de distintos tipos de bebidas alcohólicas. Por mi parte, toca empezar la cacería. Recorro uno a uno con la vista. El par prohibido me lo salto. Después de analizarlo cuidadosa, decido que dos de los caballeros me agradan. Uno tiene una sonrisa linda y el otro luce bien su disfraz de padrecito fitness. No me molestaría que fueran mi compañía de la noche. —En esta ocasión no llegaron singles, pero llegarán —comenta Sergio, aún de pie. Él optó por un disfraz, si se le puede llamar así, demasiado simple: pantalón y camisa negra con un pedacito blanco de tela en el cuello. Benjamín y yo no debimos ponerle tanto empeño. —Quiero pensar que no es necesario que les lea todas las reglas —continúa el anfitrión—. Esas ya se las envié. Recuerden, la comunicación es clave. Nadie está a la fuerza aquí. Si no se sienten cómodos, se pueden retirar. Todo lo que se haga debe ser con consentimiento. No es no. De reojo observo a Benjamín. No se le mueve ni un músculo. ¿Qué estará pasando por su mente? —¿Cuál es la dinámica? —pregunta uno de los miem.bros. —Para romper el hielo, y por ser esta la primera vez, propongo que se lo dejemos a la suerte. Mabel nos muestra una pequeña tómbola de acrílico. —Si después se quieren integrar a un trío o cambiar con otro, ya es su asunto —prosigue Sergio—. Levante la mano quien esté de acuerdo. Yo no la levanto, quiero tener la oportunidad de escoger, pero doce de los asistentes sí lo hacen. Al final acepto. ¿Qué más da? Me quedan cinco opciones, tampoco es que haya tantas. Si tengo suerte, me tocará con uno de los dos que llamaron mi atención. Es ese momento recuerdo que mi esposo también tendrá acompañante. Sin pensarlo, inspecciono a las mujeres. Son lindas, lo reconozco, pero solo Ceci y otra más son más que yo. Cada una anota su nombre en unos post-it. Antes de meter el mío le recuerdo a Mabel lo prometido, para que me ayude a cambiar si es necesario. A los caballeros les corresponde sacar los papelitos de la tómbola después de que Sergio la hace girar. —Tienen permitido irse a las habitaciones, al patio, a las áreas comunes, o hasta quedarse aquí. —Sergio hace un gesto de gusto—. No hay restricciones. Si desean privacidad, coloquen el aviso que se encuentra en los picaportes de las puertas, para que los demás lo sepamos. —Señala la tómbola y apunta al primer caballero. El que está más próximo. «Qué hombre tan irritante», pienso al ver a esposo de Mabel portarse así, altivo. Pasan uno a uno, hasta que es el turno de Benjamín. Nace en mí la curiosidad de ver el nombre en su papel, pero los abrirán hasta que pasen todos. Sergio saca el último post-it y vuelve a tomar la palabra: —Señores, lean el nombre en voz alta, uno por uno. Pasa el primero. No pronuncia el mío. El segundo es el de la sonrisa bonita, pero tampoco soy yo, por desgracia. El tercero es Darío, a él le toca con Cecilia. ¡Tremenda decepción se le dibuja en la cara a mi amiga! Sergio se apresura a pedirle a Darío que espere a ver si a otro le sale su esposa para que intercambie, o él mismo se lo cambiará. Va Benjamín y él se toma su tiempo para abrir el papel. Comienzo a percibir que el aire es escaso dentro de mis pulmones. «¡Que no sea la buenona! ¡Que no sea la buenona!», pido en mis adentros. Benjamín pronuncia: Melissa. Y sí, para mi desgracia Melissa es la del hábito entallado y pechos grandes. Ella se acerca a mi marido. Al verlos aproximarse siento una incómoda agrura. ¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que ser así el intercambio? ¡Estúpido Sergio! Me encuentro tan afectada que no escucho cuando sale mi nombre. Ceci es quien me avisa. Giro a ver al dueño de la voz. Se trata de un hombre al que le calculo unos treinta y dos años. ¡Ah! Otro más chico que yo. No es un sujeto espectacular, tampoco es uno de los dos que me gustaron, pero no lo considero una aberración. Servirá para enardecer a mi esposo. Sujeto la muñeca de mi compañero y lo jalo hacia la salida. —Vamos a una habitación —le digo en voz alta para que escuche Benjamín. —Estamos ansiosos —dice medio sorprendido el sujeto—. Pues vamos. Salimos juntos, unidos de las manos. Otro par va detrás de nosotros. No sé qué pasará entre mi esposo y esa mujer, pero quiero que él presencie mis ansias de estar con otro. Ambos entramos al primer dormitorio. Siento la euforia recorriéndome completa. Apenas y me doy cuenta que dentro hay un baño y el colchón es matrimonial. Nada de eso importa, ni siquiera encendemos la luz. Me quito el disfraz de una manera ágil porque solo tiene un broche atrás y es suelto. Este cae hasta el suelo y me apresuro a recostarme semidesnuda sobre la cama. Cogerme a hombres más jóvenes suena como algo que debía tachar en mi lista de mujer seductora, pero hasta ahí. Sospecho que me gustan más las arrugas que el colágeno. —Me llamo Manuel —dice él. Olvidé preguntárselo. Eso no me interesa, quiero ir a lo bueno. Manuel se acomoda sobre mí y me da un buen beso. Sabe besar, de eso no hay duda. Empezamos bien. Comienzo a encenderme de verdad. Él acaricia mis piernas mientras explica que él es un hombre abierto a ese tipo de prácticas y que su esposa es la más feliz cuando se van de “intercambio”. Me quito los tacones como puedo. Manuel pone sus manos sobre mis pies fríos y los masajea cuidadoso. Seguimos con los besos, muchos besos. Mientras, busco botones en su ropa, pero no los encuentro. Su disfraz es una bata similar a la mía. Es necesario despojarlo para ver qué se esconde allí. Lo hago ansiosa. Por suerte, él queda con ropa interior demasiado rápido. Lo observo en la oscuridad. ¡Nada mal! No hay músculos, pero tampoco una barriga sobresaliente. Si Manuelito besa tan bien, obvio lo demás promete. En la mente me ronda la idea de que voy a tener el mejor sexo de mi vida. Bajo la mano para meterla dentro de su bóxer y, ¡oh, sorpresa!, lo que siento es un pene chiquitito y flácido. No afecta que sea pequeño, creo. Dicen que el tamaño es lo de menos si sabe moverlo. Todavía animada, le doy unos jalones suaves por unos minutos y apenas y se le para a medias. Me ofrezco a ponerle el condón y en eso se la jalo un poquito más. Yo ya estoy calientísima, por eso me desespera que no levante. Le sugiero a Manuel que nos metamos a la regadera. A Benjamín le excita mucho hacerlo allí. Tratamos de lograrlo, pero es muy incómodo. No hay agua caliente y me entra a los ojos el agua fría. Se torna tan desafortunado el intento que hasta nos echamos a reír. Mejor salimos de la ducha. Es hasta ese punto donde logramos coger en el suelo. No sé, es que no siento gran cosa. Vamos del piso a la cama, pero no mejora. En cualquier posición, lo único en lo que me concentro es en que no se salga. Durante una hora y media ponemos empeño en tener sexo, ya no exijo buen sexo, al menos un poco de sexo. Por más que me empeño, no logro que se le pare bien. Mejor ni hablamos del orgasmo que creí que tendría. Como no funciona, optamos por acostarnos y platicamos un rato. Luego de una larga conversación de los viajes que hemos hecho, me da sed. Vacilo entre vestirme toda o ponerme solo la bata. No pasa nada. Sé que nadie se dará cuenta de que no llevo ropa interior. Regreso al mismo lugar donde vi las bebidas. Se me antoja un cóctel. Si no voy a tener sexo salvaje, aunque sea me voy a emborrachar. Así no me detengo a preguntarme sobre dónde está mi marido. Rebusco en las botellas, pero antes de que abra una, oigo una voz. Acaban de decir mi nombre. Volteo enseguida. Se trata de Sergio. Lleva puesto solo un bóxer y nada más. No sé qué pretende, pero se me acerca tanto que me intimida. —Mabel me ha dicho que le pediste que no te tocara conmigo —dice en forma de reclamo—. ¿Tanto miedo te doy? Estoy vulnerable y su torso desnudo me llama a posar los dedos sobre él, solo para confirmar que sí es real. Esto es culpa de Manuelín, bien que le calza el diminutivo. Si me hubiera complacido, no estaría todavía con las ganas. Sin detenerme a pensar, lo aviento hacia atrás con las palmas de las manos. —¡Ay, por favor, no entiendo cómo pueden ser tan creídos los argentinos! Siempre pensándose los reyes del mundo. Él luce asombrado, pero después muestra una sonrisa que va de oreja a oreja. —Tenemos ese toque especial que nos hace destacar. Dime, ¿has probado nuestros deliciosos asados? —Tan atrevido, vuelve a acercase, peor aún, ¡coloca la mano sobre mi cintura!—. Hasta nuestra carne es una delicia —la calidez de su voz llega a los oídos. Siento un escalofrío repentino. —¡Claro que sí! —Giro la cara—. Pero no todo en la vida es carne asada y tango. Sergio se ríe. Tiene una forma de hacerlo que es, para mí, ofensiva. Estoy diciendo tonterías con tal de zafarme. —Nosotros tenemos el verdadero baile de la pasión. —La mano en mi cintura me conduce hasta él. Choco contra un miem.bro presente. Luego de Manuelín, los demás parecen enormes. Trato de que me suelte sin portarme grosera, pero el muy atrevido me sostiene firme. —Pues con esos acentos tan exagerados que tienen, suenan sacados de telenovela. Cero pasión hay ahí. —¿Qué decís? Esa una de las cosas que nos hace irresistibles. —Su otra mano libre recorre mi cuello y baja despacio—. No como esa risa escandalosa que tienen ustedes. ¿Buscan despertar a todo el vecindario? Frunzo el ceño. Mi risa no es escandalosa, ¿o sí? —¡Ah, por favor! ¿Y qué me dices de esa obsesión con el mate? Son como adictos con su mate en mano. Sergio vuelve a reír otra vez, pero sí noto cierta molestia. —Bueno, al menos no tomamos tequila como si fuera agua. Siempre queriendo presumir de valientes por eso. Sus dedos pasan por encima de mis pechos. No hay duda de que se da cuenta de que no llevo nada abajo. Respiro con dificultad. Sin desearlo, la humedad entre mis piernas hace acto de presencia. —Te recuerdo que el tequila es lo que te da de comer. Además, la valentía no está en la bebida, somos valientes por naturaleza. —¿Tan valiente como para reconocer que quieres que te ponga en cuatro? Me sonrojo. ¡Es tan insolente! —No… —No sé ni qué más decir. Ya no solo su cuerpo está pegado al mío, también sus labios exhalan a pocos milímetros. —Una linda chica me espera de vuelta. Voy por la segunda ronda. Si se te antoja unirte, estás invitada. Por fin se aleja. Levanta una botella de agua de la mesa. Entrecierra un ojo y se va. —Idiota —digo en voz baja. El idiota que me prendió como pólvora, aunque me cae tan mal.
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