Habíamos decidido ver el ático aprovechando la cercanía. Así que, cuando el ascensor se detiene con un leve zumbido y las puertas se abren, el silencio del vestíbulo me envuelve. No es un silencio vacío, sino uno cargado de presencia, como si las paredes mismas contuvieran un secreto. Azrael sale primero, sus pasos firmes y sin prisa, y yo lo sigo, sintiendo cómo la alfombra mullida amortigua el eco de mis botas. El vestíbulo es breve, y al fondo, unas puertas dobles de vidrio. Un reflejo perfecto de quién él es. Sobrio, preciso, con un toque de misterio que jamás se disipaba del todo. Abre las puertas con un gesto seguro y me hace un leve ademán para que entre. Lo primero que me golpea es el espacio. El ático se despliega frente a mí como un escenario bien diseñado: colores negros y gris

