El ático de Gedeón está en silencio, salvo por el murmullo lejano de la ciudad, filtrándose por los ventanales. Chicago se extiende más allá, gris y vibrante, como un mar inquieto de luces y acero. Yo llevo más de una hora revisando cada rincón, asegurándome de que nada quedara fuera de lugar. Las flores que he encargado ayer se encuentran en un jarrón sobre la mesa del salón, discretas, pero con un aroma fresco que se mezcla con el olor del café recién hecho. He repasado los cojines del sofá dos veces, movido una lámpara de sitio porque me parece que proyecta demasiada sombra sobre el asiento central, y comprobado que en el comedor todo estuviera dispuesto como he planeado. No era perfeccionismo —o quizá sí—, pero lo cierto es que necesitaba sentir que todo estaba en orden para lo que ve

