BLAKE ASHFORD
(15 años)
Valeria me evita al principio. Lo noto en sus pasos rápidos en el pasillo, en cómo gira la cara cuando nuestras miradas están a punto de cruzarse. Me sonrío por dentro. No me molesta: sé que lo hace porque no puede soportar el peso de lo que sintió en el ático. Se odia por lo que disfrutó, pero no puede borrarlo.
Yo, mientras tanto, no me detengo. No necesito su silencio para mantenerme ocupado. Hay más chicas, y lo saben. No me escondo. Una tarde, incluso, dejo que Valeria me vea con otra, apoyados contra la pared del pasillo, mis manos en su cintura, su risa resonando demasiado cerca. Y ahí está Valeria, fingiendo indiferencia, pero con los ojos llenos de fuego.
Me divierte. La rabia es solo otra cara de la excitación reprimida.
Los días pasan y su estrategia cambia. Empieza a buscarme. Primero con frases triviales, luego con sonrisas que antes no me dirigía. Yo la corto cada vez, con palabras secas, con gestos fríos.
—No tengo tiempo. —
—No me interesa. —
—Vuelve a tu mundo, Valeria. —
Ella insiste. Una semana entera la veo intentando recuperar lo que teníamos: roces en el pasillo, un “accidental” toque en mi brazo, miradas demasiado largas. Me río en silencio. Cuanto más me busca, más la alejo.
Hasta que un día, en las regaderas del gimnasio, la veo entrar. Cierra la puerta, su ropa cae al suelo y queda desnuda frente a mí, mojada por el vapor. Su respiración tiembla, pero sus ojos arden.
—No voy a seguir fingiendo —me dice, directa—. Quiero sentirte otra vez.
No respondo. La dejo acercarse, arrodillarse. Y cuando su boca me atrapa, cierro los ojos y dejo que lo haga. Su lengua desesperada, su ritmo entregado. La disfruto, sin decir palabra, con el agua cayendo como un telón que borra el resto del mundo.
Cuando se aparta, jadeando, me mira con furia y súplica.
—Fóllame, Blake. Ahora.
Sonrío. La rechazo con un simple movimiento, apartándome un paso atrás.
—No.
—¿Qué quieres de mí? —exclama, casi gritándolo.
Su desesperación me excita más que cualquier gemido. Me acerco a su oído, bajo la voz:
—Quiero ver cómo Peter te folla.
Ella me empuja de golpe, furiosa. Su cara mezcla vergüenza y rabia.
Yo me encojo de hombros, tranquilo, y me toco el m*****o lentamente, sin dejar de mirarla.
—Si quieres esto… —dejo que mis palabras floten entre nosotros— ya sabes lo que tienes que hacer.
Valeria gruñe, me fulmina con la mirada. Y entonces, con un susurro cargado de veneno y rendición, suelta:
—Está bien. Pero yo quiero verte a ti… tocándote mientras lo hace.
Su desafío me prende fuego por dentro. La rabia, el deseo, la sumisión disfrazada de condición. Exactamente lo que quería.
Sonrío con malicia.
—Hecho. —Me aparto, dejo que la lluvia del agua borre la tensión—. Te mandaré un mensaje con fecha y hora.
Valeria se queda quieta, jadeando, odiándome y deseándome a la vez. Yo recojo mi toalla, como si nada.
Por dentro, estoy eufórico. Ella cayó de nuevo. Y esta vez, será bajo mis reglas.
Peter no ha cambiado desde aquella noche en el ático. Lo veo en sus ojos cuando cruzamos el pasillo, en cómo evita mirarme directamente, como si yo cargara un secreto que lo desnuda. Lo noto en su forma de hablar, en la tensión de sus manos. Está marcado.
Y me encanta.
Lo cito en la azotea, lejos de los demás. El aire frío corta la piel, la ciudad se extiende como un manto de luces a lo lejos. Él llega nervioso, con esa mezcla de miedo y excitación que lo delata.
—¿Para qué me llamaste? —pregunta, intentando sonar seguro.
Lo miro un rato, sin responder. Me gusta que se retuerza en el silencio.
—Sigues pensando en ella, ¿verdad? —le digo al fin.
Peter aprieta la mandíbula, pero asiente. —No puedo sacármela de la cabeza. Cada noche, Blake… cada maldita noche.
—Lo sé. —Sonrío apenas—. Te conozco demasiado bien.
Él me observa, desconfiado. Yo doy un paso hacia él.
—¿Quieres tenerla?
La pregunta queda suspendida. Sus ojos se abren, traga saliva.
—¿Qué…?
—Lo que escuchaste. ¿Quieres follártela? —repito, calmado, casi como si hablara del clima.
Su respiración se acelera. Baja la mirada, como si admitirlo fuera un pecado.
—Sí —murmura al fin.
—Más fuerte.
—Sí. —Esta vez su voz tiembla, pero es firme.
Sonrío. —Bien.
Camino alrededor suyo, despacio, como un depredador midiendo a su presa.
—Pero escucha bien, Peter. Esto no es tu fantasía adolescente. No es un juego en el que haces lo que quieras. Aquí las reglas las pongo yo.
Él asiente de inmediato.
—Si quieres tenerla, tendrás que obedecer. —Me acerco a su oído, bajo la voz—. Yo decido cuándo, cómo, y hasta dónde. ¿Entendido?
—Entendido.
—No me sirve un entendido. —Le clavo la mirada—. Quiero que lo jures.
—Lo juro —responde, sin dudar.
Lo dejo unos segundos en silencio, mirando la ciudad. Luego suelto la verdad, como un golpe.
—Ella aceptó.
Peter me mira como si hubiera escuchado mal. —¿Qué?
—Valeria aceptó. —Repito, tranquilo, disfrutando del temblor en su cara—. Pero con condiciones.
—¿Qué condiciones?
—Que yo esté allí. Que yo observe. —Sonrío, malicioso—. Y que te vigile.
Su respiración se desordena. La idea lo asusta tanto como lo enciende. Lo sé.
—Entonces… —balbucea—. ¿Es real? ¿De verdad va a pasar?
—Sí. —Lo detengo con la mano en el pecho—. Pero escucha esto, Peter. Si la tocas antes de que yo lo diga, se acabó. Si haces un movimiento fuera de lugar, nunca más tendrás la oportunidad.
Asiente rápido, casi desesperado. —Obedeceré.
—No. —Le aprieto la barbilla, obligándolo a mirarme—. No es obedecer. Es someterte a mis reglas. Solo así la tendrás.
El silencio entre nosotros se carga de electricidad. Peter traga saliva otra vez, y yo puedo ver en sus ojos el hambre mezclada con miedo. Exacto como lo quiero.
Me aparto, dándole la espalda.
—Prepárate. Te mandaré un mensaje con fecha y hora.
—Blake… —me llama, la voz rota.
—¿Qué?
—Gracias.
Me río, sin girarme. —No me des las gracias todavía.
Y mientras bajo las escaleras, sonrío para mí mismo. Porque sé que ahora lo tengo en mis manos igual que a Valeria. Y la próxima escena, con los tres en el ático, no será un accidente. Será un ritual bajo mi control absoluto.
(...)
El ático vuelve a ser mi teatro. No hay polvo ni abandono que opaque lo que estoy a punto de orquestar. La lámpara baja, el espejo en ángulo preciso, la cinta marcando territorios. Todo colocado con la exactitud de alguien que sabe que el placer no nace del caos, sino del diseño.
Valeria se queda al centro, los ojos fijos en mí. No tiembla, pero su respiración la delata. Peter espera en la columna, obediente, ansioso. Yo soy el único que no aparenta nada: no necesito. Porque sé que todo —cada paso, cada mirada, cada gemido— me pertenece antes de suceder.
—Desnudate para mi—Le digo y ella se quita la ropa, giro un momento a Peter, y entiende que el también, yo hago lo propio... Cuando la tengo completamente desnuda frente a mi, tomo sus enormes tetas, las junto y las lamo, y mordisqueo un poco, me gusta provocarla. Jadea, y de reojo veo a Peter apretar la mandibula, su pene brinca, Peter tal vez aun no lo sabe, pero disfrta tanto de ver como yo.
—De rodillas —le ordeno a Valeria.
Ella obedece. El suelo cruje bajo su peso, el espejo devuelve su silueta inclinada. No aparta la vista de mí.
—Peter —digo sin girarme—, acércate.
Su sombra se mueve al borde del reflejo. Se queda a medio metro, conteniendo la respiración.
—Más —ordeno.
Avanza. El aire se espesa. Valeria gira apenas el rostro, intentando verlo. Le tomo la barbilla y se la devuelvo a mí.
—Solo a mí —susurro.
Asiente.
Me inclino y la beso. No con dulzura, sino con la precisión de un detonador: justo lo necesario para encenderla más. Ella gime contra mi boca. Cuando me aparto, su cuerpo vibra, preparado. Pongo mi m*****o, aun no del todo duro frente a su cara
—Chupala, ponmela a punto, reina—Valeria asiente, pero le da una mirada a la v***a de Peter—No, no... tus ojos en mi
Regresa su mirada a mi, o mas bien a mi pene frente a su cara, toma mi m*****o con su mano, saca la lengua y la pasa por mi glande, suave, delirante.
—Sin juegos, puta, chupala—Le digo tomandola de la cabeza, y empujando su cabeza y moviendo mi pelvis hacia delante, miro un segundo a Peter, para autorizarle que se puede tocar, ni tardo ni perezoso, comienza a deslizar su mano por todo su pene... Mientras guío la cabeza de Valeria al ritmo que quiero— Mientras Peter te folla—Le comienzo a decir con una sonrisa maliciosa, mirandola a los ojos, que bien se ve con mi m*****o en su boca, y esa sumisión... es alusinante como una chica de 19 años, con poder dentro de la escuela, tan autoritaria, me deja hacerle esto... —Me voy a masturbar frente a ti—Ella asiente conmigo embistiendo su cara—Y me voy a correr en tu cara... al mismo tiempo que Peter dentro de ti, y tu gimes como la puta que eres...
De nuevo asiente y un escalofrío recorre mi cuerpo, la anticipación de lo que va a suceder me tiene al cien, mas duro que cualquier otra vez. Con la mirada le señalo a Peter el condón a su lado, de inmediato lo toma, con torpeza se lo pone, tarda mas de lo que esperaba, es medio idiota para ponerselo, pero cuando por fin lo logra, yo salgo de la boca de Valeria, solo un paso atras, y el otro espejo que coloque detras de ellos, donde veo perfectamente como la va a penetrar Peter. Sonrío.
—Ahora —marco.
Peter la toma desde atrás, la toma de la cintura con una mano, con la otra toma su m*****o, mis ojos van desde los oos de Valeria, hasta el espejo, y de un solo golpe Peter entra, haciendola jadear, gemir... yo sonrío al ver como las pupilas de Valeria se dilatan, muerde su labio conteniendose, si lo esta disfrutando, y yo tomo mi m*****o, solo lo acaricio aun con la saliva de Valeria, Peter sale un poco y vuelve a entrar, con torpeza primero, con hambre después. Yo observo. El espejo me regala la escena entera: Valeria en cuatro, su espalda arqueada; Peter empujando con jadeos torpes; y yo, al borde, erguido, dueño de todo
Me excita más de lo que esperaba. No solo verla a ella perdida en el vaivén, ni a Peter devorado por la lujuria, sino saber que nada de esto existiría sin mí. Que yo lo permití. Que yo lo decidí.
Valeria gime fuerte, pero sus ojos me buscan en el vidrio. Le devuelvo la mirada y me acerco, me inclino, tomo su rostro con firmeza y la beso otra vez, profundo, justo cuando Peter embiste con más fuerza. Su gemido se rompe contra mi lengua. Perfecto.
Me aparto, limpio, sereno. Le sujeto el cabello con la mano, tirando lo justo para arquearla más, para darle a Peter el ángulo exacto.
Ella gime, él gruñe, y yo disfruto la música de ambos, como un director que sabe cuándo debe entrar cada instrumento.
—Más lento —ordeno.
Peter baja el ritmo, obediente.
—Ahora más profundo. —Obedece.
Valeria grita mi nombre, no el suyo. Y eso me incendia aún más.
El espejo me devuelve una imagen que parece irreal: ella perdida en placer, él reducido a ejecutor, yo en control absoluto. La mano en mi m*****o acompasa la escena, pero no soy esclavo de ella: soy su maestro.
Me inclino otra vez a Valeria, le beso el cuello. —Mírame —le ordeno.
Ella abre los ojos, vidriosos, clavados en mí a través del reflejo. En ese instante sé que no importa quién la penetre: soy yo quien la posee, porque todo sucede bajo mis reglas, en mi escenario.
El poder me corre por la sangre como un veneno dulce. No necesito más. No necesito ser el centro físico. Soy el dueño del cuadro completo, del espejo, de la respiración de ambos. Y eso me da un placer más hondo que cualquier clímax.
Cuando el ritmo de Peter se vuelve frenético, la acerco de nuevo, le muerdo el labio, y le susurro al oído:
—Recuerda… esto pasa porque yo lo digo.
Me paro justo frente a su rostro, y comienzo a jalarme, al ritmo de Peter, mirandola a ella, el choque de su cuerpo me excita, el juego que estoy jugando me vuelve loco, me da placer
—Abre la boca—Le ordeno pero ella no obedece perdida en el placer de sentir a Peter, y de verme a mi masturbandome, la tomo de las mejillas con mis dedos y la hago abrir la boca, sin dejar de tocarme—Te dije que abras la puta boco, zorra
Le digo con enojo, ella abre la boca por si misma, sonrío cuando obedece, y con gran placer, expulso ese chorro caliente, llenando su rostro, ella cierra los ojos, y yo apunto para que cada disparo, le llene partes pacias del rostro, algunas le caen en la lengua, y sin ordenarselo lo traga...
Ella se quiebra en un grito ahogado, un orgasmo que sacude todo su cuerpo. Peter jadea detrás, desbordado, casi cayendo. Y yo me quedo con la sonrisa tranquila del que sabe que la verdadera cima no está en el cuerpo, sino en el poder de gobernarlo todo.
El ático arde de respiraciones, el espejo aún devuelve la imagen de Valeria arqueada, jadeante, y Peter doblado detrás de ella, perdido en su propio frenesí.
Yo observo un segundo más. El cuadro entero me enloquece: la piel húmeda, los sonidos, el poder absoluto de haber diseñado esto.
Y entonces no aguanto más.
—Basta.
Empujo a Peter con el antebrazo. Cae hacia un lado, jadeando, confundido. No protesta. Sabe que no tiene derecho a hacerlo.
Saco un condón lo abro con un movimiento preciso, y me lo pongo sin apartar la mirada de Valeria.
—Mi turno —digo, con voz áspera.
Ella aún tiembla, perdida en los espasmos que la recorren. Sus mejillas húmedas, su respiración quebrada, el cuerpo sensible y desbordado. No necesita palabras: me deja tomarla.
La giro boca arriba, el suelo duro bajo su espalda. Su cabello se esparce como un abanico oscuro sobre la madera. Sus labios entreabiertos todavía gotean jadeos.
Entro en ella con fuerza, con una hambre distinta a la que suelo controlar. Esta vez no soy el estratega frío; soy la consecuencia de todo lo que planeé. El fuego que provoqué ahora me consume.
Valeria gime, un grito que vibra entre dolor y placer, pero no me detiene. Sus manos me sujetan los brazos, sus ojos buscan los míos. El reflejo en el espejo me devuelve no a un director distante, sino a un hombre poseído por lo que él mismo encendió.
Cada embestida es más fuerte, más rápida. No hay pausa, no hay cálculo. Solo la certeza de que este es el final natural del espectáculo: yo cerrando el círculo, reclamando lo que es mío.
Su cuerpo vibra otra vez, atrapado entre el agotamiento y la nueva ola que la arrastra. Su rostro se contorsiona, su respiración se rompe en sollozos de placer. Y yo, encima, pierdo el control como nunca.
No pienso en suavizar, no pienso en sostenerla: pienso en tomar, en marcar, en hundirme en el placer que me da verla entregada después de haber sido el centro de mi escenario.
El poder de lo que vi —Peter jadeando, Valeria arqueada, el espejo devolviéndomelo— se mezcla con la carne caliente bajo mí. Y me rompo en un frenesí que ya no puedo ni quiero controlar.
El ático se llena de nuestros sonidos, de madera que cruje, de la respiración que se vuelve grito. Y en ese instante entiendo que no solo soy voyerista, no solo soy director: soy parte del ritual, soy su clímax inevitable.
Cuando me desplomo sobre ella, aún dentro, ambos jadeamos como si el aire se hubiera extinguido.
Valeria tiembla bajo mí, sin fuerzas. Peter, a un lado, aún en shock, nos observa en silencio.
Yo cierro los ojos, sonrío por primera vez sin disfrazar nada. Porque el guion fue mío desde el inicio, pero el desenlace… el desenlace lo escribí en el calor del momento.
El ático huele a sexo, sudor y madera vieja. El aire está espeso, casi irrespirable. Valeria yace un instante bajo mí, aún temblando. Su pecho sube y baja con violencia, sus manos se aferran a la toalla como si pudiera rescatarla del vacío.
Me incorporo despacio, la miro sin decir nada. Ella aparta los ojos, respira hondo y, temblando, se incorpora también.
—Ustedes… —su voz se quiebra. Mira a Peter, luego a mí, con rabia y con miedo, pero también con algo que no logra ocultar: deseo.
Busca su ropa casi a tientas, se viste deprisa, los movimientos torpes. Se limpia con la toalla como si quisiera borrar lo que acabamos de hacer, pero la humedad en sus mejillas, el temblor en sus piernas, la delatan.
—Esto no debería haber pasado —escupe al aire, pero sin mirarme.
No respondo. Sé que no lo dice para mí, sino para convencerse ella misma.
—Están enfermos… —añade, apenas audible.
Y entonces, como si la realidad pesara demasiado, sale casi corriendo, bajando las escaleras con pasos que resuenan como latigazos en la madera.
El silencio que queda es brutal.
Me dejo caer de espaldas en el suelo, mirando el techo. El sudor me enfría la piel, pero mi mente ya está ordenada.
Peter aún está a un lado, sentado, jadeando, con los ojos abiertos como si hubiera visto un milagro. Pasa la mano por su rostro y se ríe entrecortado.
—Blake… —dice, incrédulo—. No sé qué carajos fue eso.
No contesto de inmediato. Lo dejo procesar, lo dejo hablar.
—No puedo creerlo —suelta, riendo nervioso—. Verla así, verte a ti entrar al final… Fue como… —sacude la cabeza, sin palabras
—. Fue lo más jodidamente intenso de mi vida.
Se queda en silencio un segundo, y añade en voz baja:
—Creo que ya no voy a poder follar normal nunca más.
Eso me arranca una sonrisa leve.
—Ese es el punto —respondo al fin.
Peter me mira, confundido y fascinado al mismo tiempo. Su risa se corta, y la tensión del aire se convierte en algo diferente: complicidad. Como si el secreto del ático hubiera sellado entre nosotros un pacto tácito.
Se tumba también, los dos mirando el techo, respirando el mismo aire denso.
—Somos unos cabrones —dice, medio riéndose.
—Sí —respondo, tranquilo—. Pero al menos no somos aburridos.
El silencio regresa, pero ya no es incómodo. Es el silencio de dos que comparten algo demasiado oscuro para confesarlo afuera. Algo que no tiene nombre, pero sí peso.
Y mientras Peter cierra los ojos, todavía con esa sonrisa incrédula, yo calculo.
Valeria saldrá corriendo, intentará huir de lo que siente. Lo sé. Se odiará por lo que disfrutó, y esa lucha interna la traerá de vuelta tarde o temprano. Porque nadie olvida un vértigo así.
Peter está atrapado ya. Fascinado. No necesitará que lo convenza; buscará más por sí solo.
Yo solo tengo que esperar. Esperar y diseñar. Porque el verdadero poder no está en follar más fuerte, ni en besar más profundo. Está en mover las piezas al ritmo justo, hasta que ni Valeria ni Peter puedan distinguir si juegan porque quieren… o porque yo lo decidí.
Cierro los ojos, respiro hondo y sonrío.
La próxima jugada ya empieza a tomar forma.