BLAKE ASHFORD
(15 AÑOS)
Valeria fue la primera zorra. Yo tenía 15 años, estaba en un internado, y ella tenía 19 era la mano derecha del profesor, la tutora, la profesora casi todo el tiempo.
La muy cabrona se creía la reina del salón, me corregía cada vez que abría la boca, me hacía quedar como un pendejo frente a todos, y lo disfrutaba. Yo lo veía en sus ojos: esa chispa de placer cada vez que me cortaba. Pensaba que tenía el control. Pobrecita.
El día que me pidió que me quedara después de clase, pensé que iba a intentar hundirme otra vez con su tono de sabelotodo. Pero lo que hizo fue cerrarnos en esa sala de estudio, subirse al escritorio y abrir las piernas como si no le quedara otra cosa que hacer. No me preguntó, no me explicó nada. Solo me miró como si ya supiera qué iba a pasar.
—Lee tu hipótesis en voz alta —ordenó.
Obedecí, como un idiota. Hasta que me quebré a mitad de frase porque la sentí detrás de mí, respirándome en la nuca. Ahí entendí: no quería corregirme. Quería provocarme.
La miré. Tenía esa sonrisa de zorra que sabe que te tiene atrapado. Y me salió sin pensarlo:
—Te encanta joderme, ¿verdad?
Le brillaron los ojos. Esa fue la llave.
No pasó un minuto cuando ya estaba de rodillas, mamándomela como la puta más hambrienta del campus. Y yo, que todavía jugaba a ser decente, me escuché decirle lo que siempre había pensado pero nunca me había atrevido:
—Trágatela, zorra. Eso es lo que sabes hacer bien.
Y lo hizo. Con las uñas clavadas en mis muslos, con lágrimas en los ojos, con el rimel corrido. La profesora estrella, la que todos temían en el aula, en el suelo como una cualquiera.
Ese fue el día que entendí que no eran sus palabras lo que importaban. Era mi v***a. Y más que mi v***a, era mi voz. Cuando le puse la mano en el cuello y vi cómo se estremecía entre miedo y placer, sentí un poder que ningún debate me había dado. Ese cruce sucio de gemido y queja me la puso más dura que cualquier pornografía.
Al día siguiente intentó interrumpirme en clase como siempre. Pero ya no sonó igual. Yo lo noté. Ya no tenía filo. Me miró y bajó los ojos por un segundo. Y en ese segundo yo supe: la zorra ya no mandaba.
Después de eso, se volvió mi juguete. Me rogaba en voz baja, me insultaba entre dientes, y yo aprendí la técnica más deliciosa: negarle el orgasmo. La dejaba temblando, al borde, llorando de frustración. Y cuando gemía “no pares, cabrón, haz que me corra”,
yo me reía en su cara:
—Te callas, puta. Terminas cuando yo lo diga.
Y lo mejor era verla obedecer. La zorra arrogante reducida a una perra rogona.
Valeria intentó jugar conmigo, claro. Creyó que porque se me arrodillaba en privado podía seguir tratándome como un pendejo en público. Un día me vio hablando con la porrista rubia esa, la del culo redondo y la risa de zorrita fácil, y se encendió. En clase me cortó con un comentario envenenado, y tres imbéciles rieron como si hubiera hecho un chiste brillante. Yo no dije nada, pero por dentro ya había decidido: esa noche se la iba a cobrar.
La cité en la misma sala. Ella entró con esa sonrisita de zorra orgullosa, pensando que podía tenerme de rodillas porque me había dejado en ridículo. No me tomó ni diez minutos ponerla en su lugar. La toqué apenas, lo suficiente para ponerla mojada, y cuando estaba temblando y suplicando con los ojos, me aparté.
—¿Qué haces? —me ladró, con la respiración entrecortada.
—Jugando contigo —le respondí, despacio, disfrutando cada palabra.
Volví a meter mano, la llevé al borde, la hice gemir como una puta, y otra vez me detuve. Golpeó la mesa con rabia.
—¡Eres un cabrón!
—Y tú eres mi zorra —le dije, sonriendo.
Se mordió el labio, furiosa y desesperada, rogándome con la mirada que no parara. Le acaricié el muslo, lento, hasta que vi cómo se arqueaba de nuevo. Cuando estaba a punto, la solté otra vez.
—Di “por favor”.
—Vete a la mierda.
—Dilo, puta.
—…Por favor.
Esa palabra, salida de su boca, me dio más placer que cualquier orgasmo. Porque ya no se trataba de correrse. Se trataba de controlarla, de verla rendirse, de hacerla rogar. Ahí descubrí que mi poder no era mi v***a, era mi capacidad de decidir cuándo la zorra podía correrse y cuándo no.
Desde entonces Valeria se volvió patética. Me buscaba después de clase, me felicitaba en público, hasta me rozaba los dedos como una colegiala. Yo la atendía cuando quería. A veces me la cogía rudo, insultándola, haciéndola gemir como puta barata. Otras, la ignoraba completamente y me iba con otra. Y esa indiferencia la volvía loca.
La porrista fue la siguiente. Esa no se hacía la difícil. Me miraba como si ya me tuviera desnudo. La invité a mi dormitorio y en menos de cinco minutos ya estaba encima de mí. No tuve que decir mucho. Era un culo fácil, unas tetas grandes y una boca útil. Lo interesante no fue follármela, fue darme cuenta de lo rápido que se abrió. Ni tuve que insistir. Entendí que había mujeres que no necesitaban control, porque ya nacían zorras dispuestas a abrir las piernas a la primera sonrisa.
Pero con Valeria aprendí lo más importante: no todas las mujeres querían amor. La mayoría solo quería un cabrón que les hablara sucio y las pusiera en su lugar.
Después vino una compañera de laboratorio. De esas que se creen intocables porque sacan buenas notas y fingen no mirar a nadie. Bastó con acercarme, decirle al oído “sé que te mojas cuando me ves, zorra” y verla temblar. Una semana después ya me estaba rogando como todas las demás.
Lo entendí rápido: todas las mujeres tenían un precio. A unas les bastaba con que las hicieras sentir deseadas. A otras, con que las
hicieras callar con una palabra. Y a todas, absolutamente a todas, las podías controlar si sabías cuándo darles el orgasmo y cuándo quitárselo.
El sexo dejó de ser placer para mí. Empezó a ser un tablero. Valeria me enseñó las reglas. Las otras confirmaron que no fallaba. Y yo me volví adicto. No al orgasmo, no al cuerpo. Me volví adicto a verlas abrir las piernas como si no pudieran evitarlo, a escucharlas gemir como putas mientras yo decidía si las dejaba terminar o no.
La primera vez que Valeria me dijo “te necesito” supe que ya no había vuelta atrás. Yo no necesitaba a ninguna. Ellas me necesitaban a mí.
Y ese, cabrón, fue el día en que entendí que el sexo no era amor, ni siquiera placer.
El sexo era dominación.
Y yo nací para mandar.