LIAM
No pude dormir.
El recuerdo de esa noche —la voz dulce de Lizzy, el vapor del té, sus ojos brillando a la luz de la luna— seguía dándome vueltas en la cabeza.
No debería pensar en ella, no así.
Mi mente me dice Margareth, pero mi cuerpo, mis pensamientos... no obedecen.
Cierro los ojos e intento recordar a la verdadera.
Margareth, altiva, de palabras medidas y mirada orgullosa.
La que me retó, la que ocultaba algo detrás de cada palabra.
Esa mujer me fascinaba.
Y, sin embargo, cuando trato de ver su rostro, aparece otro:
la sonrisa cálida de Lizzy.
Su voz temblorosa cuando me dijo que su hermana no acudiría.
Su gesto amable al ofrecerme el té, sus dedos rozando apenas mi mano.
Respiro hondo.
No tiene sentido.
Quizá sea cansancio.
Quizá el peso de tantas formalidades, de tantos compromisos falsos.
Pero... siento algo distinto.
No es deseo ni admiración, sino una especie de calma.
Me levanto, cruzo la habitación y abro las cortinas.
El amanecer tiñe el horizonte con un leve matiz dorado.
Por un instante, creo ver su figura —Lizzy— entre los árboles del jardín.
Una ilusión, sin duda, pero me sorprendo sonriendo.
Sus ojos... eran tan claros.
Tan puros.
No.
No, Liam, basta.
Margareth.
Ella es por quien debes luchar.
Ella es la que te inspira, la que guarda ese poder misterioso que juras proteger.
Y aun así... algo en mí se resiste.
Como si el perfume de Lizzy aún flotara en el aire, dulce y persistente.
Toco mis labios sin pensarlo.
Recuerdo el borde del vaso, el calor del té... y un ligero sabor a miel y menta.
Quizá no fue solo un gesto de cortesía.
Quizá ella también siente algo.
Y si es así...
Cierro los ojos.
Por un instante, imagino otra escena: Lizzy caminando por los jardines, riendo bajo el sol, llamándome Liam, sin títulos, sin protocolo.
Y la sensación que me invade es cálida, familiar... demasiado real.
—¿Qué me pasa? —susurro al aire.
Quisiera pensar que fue solo el té, que estoy cansado, confundido...
Pero mi corazón late más rápido cuando la recuerdo, y eso no se debe al cansancio.
Quizá la vida me está mostrando algo que no quiero aceptar.
O quizá estoy cayendo en una ilusión.
Una que me sonríe y viste en tonos claros.
LIZZY
Tengo la certeza de que la poción surtió efecto.
Lo vi en los ojos del príncipe Liam cuando se despidió anoche.
No era la misma mirada que le dirigía a Margareth... pero era parecida.
Y eso basta.
Espero que con el pasar de las horas su efecto se asiente más en él, que su mente se nuble con mi rostro y al final... ya no piense en ella.
—Mientras consigues al príncipe, no está mal aprovechar los galanteos de un conde —comentó mi madre, asomándose a mi habitación.
Su voz sonaba divertida, y la forma en que me examinó de arriba abajo, con aprobación, ya no me da la misma sensación cálida de antes.
Yo solo sonreí.
Había hecho un esfuerzo esta vez. Intenté usar tonos vivos, como Margareth, pero eso no funcionó.
Después del baile, todo empeoró:
decían que mi intento de imitarla había sido vergonzoso, que la celebración parecía una parodia de su elegancia.
No fue mi culpa.
No pedí que mi fiesta fuera en el palacio, ni que mi vestido se pareciera al de ella.
Yo solo quise que fuera especial y todo parecía serlo.
Pero... yo no asistí a la fiesta de quince de mi hermana. No podía entrar, así que no tenía forma de saber que los arreglos de todo eran casi idénticos.
Y cuando escuché los cuchicheos, sentí algo que no había sentido nunca a ese nivel: humillación.
Por eso decidí seguir siendo "la muñeca", como me llama mi hermana.
Los tonos claros, las arandelas, la inocencia.
Ella podrá reírse, pero yo sabré cuándo y cómo cambiar.
Poco a poco.
Hoy solo un detalle: un lazo rojo en el cabello.
Sutil, pero vivo.
—El conde acaba de llegar. Espera un momento antes de bajar —me avisó mamá, antes de desaparecer tras la puerta.
Mi corazón dio un pequeño salto.
El príncipe me nota.
Y hoy, además, asistiré a un recital de piano.
¿Podría sentirme más afortunada? Lo dudo.
Cuando entré al salón, el conde se levantó al instante.
Su sonrisa era cortés, pero sincera, y la forma en que me observó... me hizo sonrojar.
—Luce usted encantadora, señorita —dijo, con una reverencia.
—Gracias, mi lord.
—¿Nos vamos?
Tomé su brazo. Mi madre nos acompañó, caminando unos pasos detrás, vigilante.
Yo, en cambio, sentía que flotaba.
♥♪♫♥♪♫♥♪♫♥♪♫
El teatro era hermoso.
Nunca había estado en un lugar así: techos altos, luces cálidas, un perfume a madera barnizada y flores frescas.
El murmullo del público se apagó cuando el primer pianista se sentó al instrumento.
El sonido del piano llenó la sala.
Era... hipnótico.
Por un momento, olvidé mis planes, mis ensayos mentales, todo.
Solo escuché.
Pero entonces recordé lo que me propuse hacer.
Respiré hondo, bajé un poco la mirada y me giré apenas, la mirada del joven conde.
Sus ojos estaban cerrados.
Concentrado.
Totalmente absorto en la música.
Fallé en mi primer intento. Tenía que vencer mi verguenza para interactuar con hombres. El príncipe Liam aprecia a una mujer que sea capaz de hablarle de frente, y en mi estado actual, solo era capaz cumplir con las cortesías. El conde Renard es sin duda el hombre indicado para practicar y adquirir esa confianza.
Esperé un rato y lo intenté de nuevo: dejé que mis dedos rozaran levemente los suyos sobre el apoyabrazos.
Una chispa de contacto.
Pero él no se movió, ni siquiera pareció notarlo.
Solo exhaló, siguiendo el ritmo de la pieza como si el resto del mundo no existiera.
Fruncí los labios.
Qué hombre tan... diferente.
Fue recién cuando el público aplaudió que volvió a mí, sonriendo con entusiasmo.
—¿No le parece sublime, señorita? El segundo movimiento... fue casi celestial.
Asentí, aunque apenas entendí de qué hablaba.
Su pasión por la música era genuina, y eso... me gustó.
No porque lo entendiera, sino porque me hizo verlo de otra manera.
Por primera vez, alguien no me miraba como a una hermosa muñeca de exposición, quería conversar conmigo de cosas reales, apreciables, de sus intereses.
Me descubrí feliz.
Verdaderamente feliz.
Nunca me habían llevado al teatro; mis padres decían que era "aburrido para una niña".
Pero ahora entendía que este tipo de aburrimiento... era hermoso.
Tal vez podría abrirme un poco con él y dejarme ver.
Amo el piano, las únicas clases que realmente disfruté fueron esas, pero mis padres se negaron a que avanzara en ello. Mamá se burló diciendo que yo no necesitaría de eso en la vida, que con mis otros atributos serían suficientes para atraer a un buen marido.
En esa época, yo no pensaba en maridos... pero guardé silencio.
♥♪♫♥♪♫♥♪♫♥♪♫
Cuando la función terminó, el conde nos acompañó hasta la mansión.
Mi madre insistió en que pasara a tomar algo, pero él declinó con cortesía.
—Espero que me permita seguirla visitando —dijo, haciendo una ligera reverencia.
—Será todo un honor, Conde Renard.
Él soltó una pequeña risa.
—Por favor, dígame Luis.
No me acostumbro a que me llamen así.
Así era como todos llamaban a mi padre... y me resulta extraño oírlo en mí.
Lo miré sorprendida.
Había algo en su voz, un peso, una tristeza contenida.
Quise preguntar más, saber sobre ese padre, sobre la historia detrás de sus ojos castaños.
Pero mi madre se adelantó para despedirlo, y tuve que conformarme con observarlo alejarse, bajo la luz de las farolas.
"Luis", repetí en mi mente.
Sonaba cálido. Humano.
Mientras subía las escaleras, una idea me atravesó fugazmente.
Algún día hará feliz a una mujer. Y la idea me disgustó, pero no entendí el motivo.