13. DESCUBRIRLA - BUSCARLA - ENCONTRARLA - ¿RETENERLA?

1319 Words
LIAM Este es realmente un día especial para ella. Margareth se ve diferente... luminosa. Tan hermosa como nunca antes me lo había parecido. Siempre la consideré agraciada, una elección conveniente, una prometida adecuada para el heredero. Pero hoy... hay algo distinto. Una seguridad en su andar, una chispa en sus ojos que no recordaba. Por primera vez desde que este compromiso fue impuesto, empiezo a pensar que no lo cumpliré solo por deber, sino también por deseo. Escuchar los murmullos de otros hombres admirando su belleza me provocó una incomodidad que no supe disimular. Fingí cortesía, sonreí apenas, pero mis manos se cerraron con fuerza alrededor de la copa. La seguí con la mirada entre el gentío, intentando acercarme sin romper el protocolo, hasta que... desapareció. Busqué con disimulo, pero el salón parecía habérsela tragado. Y entonces Marian de Nolan me interceptó. Mi futura suegra sonrió con su habitual elegancia, esa sonrisa en la que uno nunca sabe si hay afecto o cálculo. —Príncipe Liam —dijo, inclinándose con la cortesía justa—. La velada ha sido espléndida. Una celebración digna de mi hija. Agradecí con un asentimiento. —Es un honor para la familia real. Ella me observó un instante más de lo apropiado. —Una pena —añadió— que la pequeña Lizzy no haya podido asistir. Le habría encantado ver a su hermana esta noche. Lizzy. El nombre me resultó ajeno. No recordaba que Margareth tuviera una hermana menor, y mucho menos sabía que no tenía permiso para entrar al palacio. Decidí ignorar el tema por el momento. Sobretodo porque noté otra ausencia: Riven tampoco estaba. Una sombra me recorrió el pecho. No era miedo, sino esa sensación incómoda de cuando los recuerdos se mezclan con las sospechas. Él estaba presente la primera vez que la vi, y fue claro para mi que ella lo prefirió en aquel entonces. No sé qué me inquieta más: no saber dónde está Margareth, o saber que, donde sea que esté, tal vez mi hermano ya la encontró primero. Sacudí la idea, intentando centrarme en lo importante. Y fue entonces cuando el mundo se quebró. Un estruendo atravesó el salón. El techo tembló, las lámparas estallaron y una ola de calor me golpeó el rostro. Actué por instinto. Extiendo mi magia, creando una barrera de contención justo antes de que una lluvia de cristales nos alcanzara. El hechizo resplandeció, dispersando las esquirlas, pero una me rozó la mejilla. Marian gritó. Y aunque no estaba herida sus manos se aferraron a mi brazo con fuerza. La ayudé a incorporarse, intentando calmarla, pero ella no preguntó por su Margareth. No. Solo repitió, una y otra vez, con la voz rota: —¡Lizzy! ¡Mi niña, Lizzy! A mi alrededor, el caos crecía. Mi padre rugía órdenes. Los escuadrones reales se desplegaban, los sanadores atendían a los heridos y los nobles corrían como si el protocolo ya no existiera. El aire olía a humo y magia rota. Y en medio de todo eso, solo pensaba en Margareth. Tenía que encontrarla. Porque soy su prometido. Porque se vería mal que no lo hiciera. Porque, en el fondo, quiero hacerlo. Mi hermano sabe cuidarse solo. Mi padre protege el reino. Y alguien debe protegerla a ella. Corrí por los pasillos, guiado por una intuición que no sé explicar. Cada paso resonaba entre los ecos de las explosiones lejanas. Pasé por corredores vacíos, tapices desgarrados y candelabros caídos, hasta que una sensación me detuvo. La biblioteca. La puerta estaba entreabierta. Entré. El olor a polvo y a papel quemado llenaba el aire. Los ventanales se habían hecho trizas, pero lo que realmente me heló la sangre fue lo que vi en el suelo: una circunferencia perfecta, limpia, sin un solo fragmento de vidrio dentro. Una barrera mágica. Mi corazón dio un vuelco. Esa magia... no era la mía. Y no había ningún mago de la guardia cerca. —¡Margareth! —la llamé, avanzando con el pulso acelerado. Ella estaba junto a una ventana rota, con algunos mechones en desorden y el vestido manchado de polvo. Aun así, parecía... ilesa. Demasiado ilesa. Giró hacia mí con una expresión de extrañeza. Sus labios se movieron, pero no salió sonido alguno. Una corriente de aire recorrió la habitación. La magia aún flotaba. Y, por un instante, tuve la sensación de que no estábamos solos. Quien sea que la protegió ya no estaba físicamente aquí, pero seguía en la mente de ella. Tragué saliva, intentando recuperar el control de mi voz. —Estás bien... —dije con esfuerzo, tragándome el reclamo. Margareth asintió lentamente. Pero había algo distinto en ella. Un brillo nuevo que no me gustó. —Estás sangrando —dijo de pronto Margareth, saliendo de su estupor y acercándose con rapidez. Sacó un pañuelo con manos que ya no me parecieron tan delicadas como antes; había en ellas decisión. Ese simple gesto me dio un hilo de esperanza. Tomó mi mano y tiró de mí hasta una silla. Me senté, aturdido por la conmoción y por su reacción. Con el ceño fruncido, limpió la herida de mi mejilla con delicadeza, presionando apenas para detener el sangrado. Sus dedos rozaron la piel y fue una buena sensación. —Estoy bien. Es solo un rasguño —murmuré, intentando quitarle gravedad. —Busquemos un sanador —dijo ella, como si hablara de una tarea doméstica—. No quiero que tu rostro quede marcado. La súbita preocupación en su tono me sorprendió. Sonreí con la punta de los labios y, sin pensarlo demasiado, puse la mano sobre la suya, apoyándola en mi mejilla. El contacto fue deliberado; quería ver su reacción. —¿Así que te gusta mi rostro? —pregunté en broma, notando cómo su desconcierto se marcaba en la nariz y en los ojos. Esa g****a era una oportunidad. Ella apartó la mirada un instante, con la compostura recuperándose rápido. Había en ella una fortaleza que no se dejaba ganar fácil, pero también una fragilidad sutil que me decía que, aunque su mente vagara en otros lugares, yo tenía posibilidades. La experiencia con las muchas jóvenes del séquito me había enseñado a leer esos pequeños vacíos; debía aprovecharlos con tacto. Poco después me soltó la mano con una excusa: tenía que averiguar por Marian y por mi madre, por cómo estaban fuera del salón. Entendí y no protesté. Sentí un ardor inesperado en el pecho al verla irse, una mezcla de orgullo y de deseo. —Igual tengo toda una vida para descubrir la ruta al corazón de mi reina —me dije en voz baja, más para mí que para nadie. La semana que siguió borró las huellas físicas de la tragedia. Los culpables fueron capturados: un pequeño grupo enviado desde Gaelia, especialistas en sabotaje cuya intención era sembrar caos y desestabilizar al reino. Admiré, a mi pesar, la precisión con la que habían llegado hasta el corazón de la corte: alguien muy bien entrenado y con recursos los había dirigido. Eso hablaba de un enemigo más organizado de lo que habíamos creído. La guerra, me quedó claro, se recrudecería. Y con ella vino la orden que esperaba y temía a partes iguales: debía adquirir experiencia en el campo. No por gloria —mi deber no es morir en la línea— sino porque un rey que no ha probado el olor del miedo no inspira a su pueblo ni a sus soldados. Si yo quería que mis hombres confiaran en mí, debía llevar la marca del fuego y el polvo con ellos. Pero antes de partir, hice un balance rápido en mi cabeza: debía aprovechar al máximo estos días con Margareth. No sabía cuánto tardaría en volver a verla; la guerra separa y cambia a quienes la viven. Si mis intentos torpes de cortesía y mis bailes practicados con cortesanas me habían dado alguna herramienta, la usaría ahora para acercarme a la indicada.
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