19. POSESIÓN

1617 Words
MARGARETH Algo del teatro de Liam logró tocarme. No fue su mirada —esa mezcla de arrogancia y deseo que parece robar el aire a su paso—, ni su sonrisa, pulida y peligrosa, capaz de arrancar suspiros a media corte. Tampoco fueron esos rizos rebeldes que, por un segundo, me hicieron imaginar lo que sería deslizar mis dedos entre ellos. No. Lo que me perturbó fue una sola línea, dicha con voz grave, casi íntima: "No permita que nadie más le diga quién soy. Deje que se lo demuestre." Admito que sonó encantador. En teoría, tiene razón. Este príncipe es diferente al del libro. Más vivo, más atento... y desde que nos reencontramos, casi obsesionado conmigo. El primero apenas dedicaba un par de palabras corteses a su prometida; esta versión, en cambio, parece dispuesto a demostrar que su encanto no es mera reputación. Y sin embargo, no me fío. Nada garantiza que no acabe traicionándome igual, ni que sus besos no se tornen dagas el día que el destino reclame su guion. Por ahora, me mantendré donde soy más fuerte: en el terreno de la observación. Silenciosa, neutra... alerta. El salón está repleto. Los acordes del cuarteto llenan el aire, los candelabros brillan, y los murmullos se mezclan con el suave perfume de las flores. Avanzamos por el corredor principal, y, como era de esperarse, las miradas se vuelven hacia nosotros. O mejor dicho, hacia él. Un grupo de señoritas —hijas de nobles menores, todas vestidas con más ilusión que gusto— se agrupan cerca de la entrada. Ríen con esa risa estudiada que se ensaya frente al espejo, lanzando miradas en dirección al príncipe. Una incluso se atreve a inclinarse demasiado al hacerle una reverencia. Liam, por supuesto, devuelve el gesto con una sonrisa amplia, impecable. Una de esas sonrisas que bastan para que las muchachas se sonrojen y comiencen a murmurar entre sí. Él lo hace por costumbre, lo sé. Pero aun así... algo dentro de mí detesta eso. Y lo peor es que él se da cuenta. Puedo sentir su atención volverse hacia mí, como si esperara una reacción. Pensé en nodarle el gusto, pero entonces sus palabras retumbaron nuevamente en mi cabeza y decidí dejarle ver un poco de la nueva Margareth. Camino un par de pasos más, en silencio, y solo cuando pasamos frente a una columna adornada con rosas blancas, hablo sin girar el rostro: —Tendrás muchos problemas si llegamos a casarnos —digo con tono tranquilo, casi indiferente—, porque soy muy territorial. No me gusta que estén mirando, y mucho menos tocando lo que es mío. Mi voz no se eleva, pero se que cada palabra la escucha nitidamente. Liam se detiene, sorprendido. No lo esperaba. Si él quiere que lo juzgue por sus acciones, entonces tengo curiosidad por lo que tiene para mostrarme. Por un instante, reina el silencio. Lo suficiente para que pueda sentir su respiración alterarse levemente, como si buscara una respuesta que no llega. Yo, por mi parte, sigo avanzando. Dejo que mi falda se deslice al ritmo de mis pasos, que mi perfume quede suspendido entre nosotros como un desafío. Me uno con naturalidad a un pequeño grupo de damas y caballeros que conversan cerca del arco principal. Sonrío, comento algo trivial sobre la decoración y las flores, mientras escucho de fondo la música seguir su curso. Pero sé —lo siento— que él sigue allí, mirándome. Inmóvil. Y aunque no lo vea, puedo imaginar su expresión: mezcla de desconcierto, deseo... y una chispa de respeto. Porque por primera vez, el príncipe Liam acaba de entender que esta Margareth no será un trofeo, ni un adorno a su lado. Será su igual. O su ruina. LIAM Sus palabras me golpearon con una fuerza que no esperaba. "No me gusta que estén mirando, y mucho menos tocando lo que es mío." No fue solo lo que dijo. Fue cómo lo dijo. Con la voz baja, firme, casi ronca, como si cada palabra hubiera pasado por su garganta con el peso de algo más que celos. La imaginé diciéndolo en otro contexto, con otro tono, con esa mirada ardiendo entre mis sábanas. Y maldición... tuve que apretar la mandíbula para contener la sonrisa. No me disgustó. En absoluto. Esa mujer acaba de decir que podría pertenecerme entera. Podría entregarse con una intensidad que devorara todo lo demás. No por sumisión —Margareth no se sometería sin dar guerra, si no por estar enamorada. Y ese resultado, es lo que deseo de ella. No teme reclamar. No pide permiso. Sin duda la convivencia con su abuela la cambió mucho, pues ahora se muestra mucho más fuerte. Muy lejos de la actitud de las señoritaas de ciudad. Pero también sé lo que significa: una mujer así puede destruirte. Por eso solo respiré hondo y dejé que se alejara. La observé caminar con la espalda recta, el cuello erguido, el paso seguro. Cada movimiento era un desafío. Y lo peor... es que mi cuerpo lo entendía antes que mi mente. Por los dioses, Margareth Nolan me trastorna. Pensé en provocarla. En acercarme, decirle al oído que me gusta la idea de ser "suyo". Que me encantaría que lo demostrara. Pero no sería prudente. No ahora. La verdad es que la idea de una sola mujer para toda la vida me parece absurda. ¿Quién ha visto a un rey fiel? Los reyes tienen esposas, concubinas, amantes discretas y herederos en distintos lechos. Así ha sido siempre, y así nací yo. No fue mi culpa ocupar el lugar de quien no supo proteger su trono. Y aun así, por algún motivo, ella me hace desear algo más... peligroso. Algo que no debería querer. No, no es momento para eso. Primero debo ganarme su favor, su confianza, su deseo. Después, cuando esté enamorada —cuando su cuerpo y su voluntad sean míos—, podré moldear nuestra historia como me plazca. Todo eso lo pensé en segundos, mientras ella se alejaba hacia el grupo de nobles que la rodeó enseguida. Yo solo la miraba, inmóvil, bebiéndomela con los ojos. Cada gesto suyo, cada curva bajo ese vestido azul oscuro, cada sonrisa medida. Hasta que recordé que debía recomponerme. El príncipe heredero no se queda mirando a su prometida como un muchacho excitado. Así que alisé el cuello de mi chaqueta y la seguí, con paso tranquilo, fingiendo compostura. Los músicos comenzaron a tocar. Las copas tintinearon. Las risas se mezclaron con el perfume del vino y el calor de las luces. Y entonces las luces se atenuaron. Todo el brillo se concentró en la gran escalera. Lizzy apareció. La multitud contuvo el aliento. Era... preciosa. Su piel parecía luz líquida, su vestido flotaba a cada paso, y esa mezcla de inocencia y sensualidad la hacía hipnótica. Tuve que reconocerlo: es una joven hecha para el escenario. Me sentí afortunado. Esa noche bailaría con las dos mujeres más hermosas del reino. Mi prometida y su hermana. La reina y la flor. La ceremonia fue perfecta. Lizzy bajó los escalones con su padre, quien luego le cambió los zapatos en el gesto simbólico que marcaba el final de su infancia. Las manos del padre temblaban un poco, y los aplausos llenaron el aire. Yo no aplaudí. Solo observé. Y lo noté enseguida: había demasiados hombres observándola. Ricos, jóvenes, incluso viejos herederos de casas influyentes. Y todos, sin excepción, devorándola con la mirada. Así que entendí. Margareth no me pidió el primer baile con Lizzy por falta de pretendientes. Lo hizo porque sabía que la atención de los hombres sería peligrosa. La protegía con mi presencia. Quien se acerque a ella con malas intenciones sabrá que ella cuenta con mi simpatía y les haré pagar su falta. Eso me hizo sonreír. Porque hasta para cuidar a otros, Margareth lo hace con frialdad, con esa autoridad que la vuelve tan... ella. Cuando llegó mi turno, me acerqué a Lizzy y le tendí la mano. El contacto fue suave, la danza perfecta. Ella sonreía, y sus ojos brillaban con la ingenuidad de quien aún cree en los finales felices. Por un segundo, un pensamiento cruzó mi mente: ¿no sería más fácil quedarme con alguien así? Alguien dulce. Maleable. Dispuesta a complacer. Pero entonces Margareth entró en mi campo de visión durante un giro. A unos metros, entre un grupo de invitados, reía.El hombre a su lado era alto, de hombros anchos, rostro curtido. Lo recordaba. Aldrick. Un soldado veterano, un noble,con quien realicé algunas campañas en el norte. Quizás sea un poco mayor que mi hermano Y ella... estaba sonriéndole. No esa sonrisa de etiqueta que me dedica a mí. Una sonrisa abierta. Cálida. Humana. El ritmo del baile se me volvió insoportable. La música se estiraba, las notas parecían burlarse de mí. Lizzy hablaba, pero yo ya no escuchaba nada. Solo podía ver a Margareth. Y al hombre que la hacía reír. Un calor seco me subió por el pecho. No era enojo. Era otra cosa. Posesión. Porque ella puede decir que no me pertenece, pero todos lo saben: este compromiso es un hecho. Una alianza sellada entre nuestras familias, una transacción casi concluida. Y tarde o temprano, deberá cumplir. Aun así, prefiero que nuestra unión no se base solo en el deber. Deseo que se dé en buenos términos —por conveniencia, por paz... y, si el destino lo permite, por placer también. Una convivencia estable. Una vida larga. Y, sobre todo, saludable. La melodía termina y ya hay otra mano estirada hacia la cumpleañera, así que sin demora suelto su mano y voy directo hacia mi bella prometido. —¿Me concede esta pieza, Mi Lady?
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