MARGARETH
He sido tomada por sorpresa y aunque mi mente grita cuidado, una parte de mí quiere soñar con lo que él representa: un príncipe azul.
Me observo en el espejo mientras la doncella acomoda el último pliegue del vestido. El reflejo me devuelve una joven que sonríe apenas, pero mis manos cuentan otra verdad: los dedos se enredan en la gargantilla, ajustándola una y otra vez como si me faltara aire. La seda del corsé me oprime el pecho y no sé si es la tela o la ansiedad lo que me impide respirar con normalidad.
Intento distraerme alisando el faldón con las palmas, pero solo consigo sentir cómo el temblor de mis manos delata lo que no quiero admitir: estoy nerviosa, expectante... vulnerable.
Creí escapar un rato de esos pensamientos acudiendo al llamado de la reina. Ella me recibe en sus aposentos privados, rodeada de doncellas que reajustan el último detalle de mi vestido como si fuera una pieza de porcelana demasiado valiosa para ser tocada. El roce constante de las manos ajenas en mi ropa me crispa los nervios.
La reina me observa con una sonrisa de aceptación y, cuando por fin me hace girar sobre mí misma, su veredicto llega:
—Estás bellísima.
Sus palabras, aunque halagadoras, me desagradan. Bellísima. Como si esa fuera mi mayor cualidad. Bajo la mirada, y mis uñas presionan la tela del vestido hasta dejar marcas invisibles.
La reina da un paso más cerca, sus ojos brillando como cuchillas bajo la luz de las lámparas. El perfume intenso de las flores que adornan la habitación se mezcla con el suyo y me invade, casi sofocante.
—Esta noche, cuando bajes las escaleras ante todos, dejarás de ser considerada una niña. Serás vista como lo que en verdad eres: un prospecto de joven casadera.
La frase resuena en mi cabeza, pesada. Trago saliva con esfuerzo y me aferro al borde de la falda, apretándola como si así pudiera mantener la compostura.
Antes de que pueda reaccionar, añade con esa calma helada que caracteriza a quien siempre tiene la palabra final:
—Por supuesto, en tu caso ya estás comprometida. Aunque no de forma oficial.
Alzo la vista, confundida, y siento el cuello rígido por tanto tensar la postura.
—¿No de forma oficial, Su Majestad?
Ella asiente, acomodándose los pliegues de su vestido como si la conversación no fuera más que un detalle menor. Yo, en cambio, noto cómo mis rodillas quieren flaquear bajo el peso de esas palabras.
—Lo que se hizo hace años fue una promesa. Una intención. Pero hasta que cumplas los dieciséis, legalmente no podrá formalizarse como compromiso verdadero.
Una pausa breve, demasiado medida.
—Por eso, después de bailar con tu padre, lo harás con el príncipe Liam. Eso es una forma de dejar en claro que ya eres de nuestra familia. No tienes permitido bailar con nadie más... salvo algún m*****o de la familia.
Siento la garganta seca. Asiento con la cabeza, como corresponde, pero por dentro la presión del corsé se convierte en cadenas invisibles. El aire parece espesarse alrededor y me obligo a inhalar despacio, a no dejar que se note lo fuerte que late mi corazón.
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Desde lo alto de la escalera que conduce al gran salón, me detengo un instante. El espectáculo que se abre ante mí me roba el aliento: lámparas de cristal, mesas cubiertas de manjares, flores exóticas en cada rincón, nobles vestidos como si la guerra fuera un rumor lejano y no una sombra que acecha cada frontera.
El corazón se me acelera, no por la pompa, sino por la contradicción que late bajo todo este brillo.
Una parte de mí agradece y disfruta la magnificencia de la velada. Al fin y al cabo, es mi noche, mi debut, mi presentación en sociedad. Pero otra parte, más íntima y necia, no deja de pensar en lo que realmente significa la palabra guerra: hambre, familias deshechas, hogares convertidos en ceniza, sueños quebrados.
Sacudo ese pensamiento como quien ahuyenta un mal presagio. Me obligo a concentrarme en lo inmediato: el protocolo, las miradas, la reina evaluando cada uno de mis movimientos.
Y entonces, como un susurro que se instala en mi mente sin permiso, surge la pregunta que me atraviesa el pecho:
Si hay una guerra allá afuera... y Riven es el comandante del ejército, ¿podrá siquiera estar en un evento tan superfluo como este?
El bullicio del salón sube desde abajo, risas y música mezcladas en un único murmullo dorado. Y yo, de pie en lo alto de la escalera, siento que todo mi mundo se divide en dos: el brillo de este instante... y la sombra de él, allá lejos. Necesito alcanzarlo...o huír.
Si, huíir será mi plan de respaldo si me llego a sentir en peligro. Tal y como hacen algunas reencarnadas en los ánimes, cortaré mi cabello y me vestiré de hombre para huir. ¿Quien me reconocería? Ni porque existieran las r************* .
El aire en el gran salón parecía más denso cuando la reina hizo una seña y los heraldos anunciaron mi entrada. La música se detuvo por un instante, como si incluso los violines contuvieran el aliento, y yo avancé al ritmo de mis pasos, cada uno resonando contra el mármol como si marcara un destino que ya no me pertenecía.
Las miradas me envolvieron de inmediato: admiración, juicio, envidia, ternura fingida. Todo mezclado bajo el brillo de candelabros de cristal. Papá tomó mi mano con orgullo y, en medio de aplausos suaves, me condujo al centro del salón para el primer baile.
Papá no es el mejor danzarín, pero su sonrisa grita que está donde quiere estar. Giramos bajo la música solemne, y entonces muy cerca a la reina, estaba mi abuela. Sonreí de verdad, pues he aprendido a quererla y disfrutar de su desafotunada poca compañía. Ella me devolvió la sonrisa y me hizo seña hacia LIam.
El segundo baile llegó demasiado pronto, y ahí estaba él: Liam, impecable, con ese aire de príncipe que tantas veces había visto provocar suspiros tras abanicos. Extendió la mano con reverencia y me atrapó con una mirada cálida.
—¿Lista para ser la envidia de todo el salón? —susurró mientras me guiaba al compás.
No pude evitar sonreír.
—¿Y quién dice que seré yo la envidiada? —repliqué.
Si sonrisa pícara llegó y de manera despreocupada respondió.
—Debo admitir que podrías tener razón.
Reí, con una risa que no supe contener, cristalina y breve, pero suficiente para que todos los muros que él decía sentir entre nosotros se agrietaran un poco. Liam sonrió como si hubiera descubierto un tesoro oculto, y en sus ojos brilló algo distinto: no la mirada distante del príncipe encantador, sino la de un joven que me veía a mí, realmente a mí.
El momento se volvió casi mágico, como si solo existiéramos él y yo girando bajo la música. Sus dedos apretaron con suavidad mi cintura al marcar un giro más rápido de lo previsto, y por primera vez pensé realmente en la posibilidad de un nosotros.
Y entonces ocurrió.
Un murmullo inquieto recorrió el salón, primero leve, como el zumbido de abejas ocultas, luego más fuerte, hasta imponerse incluso sobre los violines. Los abanicos comenzaron a agitarse con urgencia, ocultando labios temblorosos, miradas fugaces, respiraciones contenidas. Algo estaba a punto de ocurrir.
Liam detuvo el paso y, con él, toda la música se quebró en notas dispersas.
Entonces, los heraldos alzaron la voz, solemnes, casi temerosos:
—Su Alteza el príncipe Riven... héroe del reino.
El silencio que descendió fue absoluto, como si hasta el aire se negara a moverse.
Y allí estaba. En el umbral del salón, la figura que durante años ha sido tomado como la personificación del demonior. Su silueta recortada por la luz de las antorchas parecía más grande que la de cualquier hombre, y sus ojos —rojos, encendidos como brasas— barrieron la sala hasta detenerse en mí.
El corazón me dio un vuelco. No era un recuerdo, no era una fantasía: había cumplido su palabra.
La presión de la mano de Liam en mi cintura desapareció. Luego, con un gesto firme, me tendió la mano:
—Vamos a saludar.