MARGARETH
Su presentación fue breve, pero tan contundente como su presencia. El ambiente cambió, denso y expectante, y cuando sus ojos rojos encontraron los míos, me sentí atrapada, prisionera en esa mirada fiera. Ahora comprendía el origen de aquella mezcla de fascinación y miedo que lo rodea.
Del niño de hace cinco años apenas quedaba el color de sus ojos. El resto había cambiado: ya no era un príncipe en formación, sino que tenía la presencia de un rey. Un rey guerrero. El cabello rojo cayendo como fuego atado en una coleta, la mirada encendida como brasas; exótico, peligroso, como esos animales que advierte de su veneno con lo vibrantes de sus colores.
Sí, pensé, roba suspiros y provoca temor en la misma medida. Pero yo no temo a sus colores, y en cuanto a sus habilidades... muero por presenciarlas. Dicen que tiene el poder de un ejército entero, que en el campo de batalla ninguna voz se atreve a contradecir la suya.
Liam apretó mi mano, y ese cambio bastó para romper el hechizo. Justo entonces, la voz del rey estalló en un grito de júbilo que rompió el protocolo con la misma facilidad con que se rompe un cristal:
—¡Mi hijo! ¡Mi héroe!
El rey abrió los brazos con entusiasmo desbordado, pidiendo un aplauso cerrado para el recién llegado. La sala estalló en vítores, y pude ver de reojo la expresión crispada de la reina, tan rígida como una daga envainada. A él, sin embargo, no pareció importarle.
Riven avanzó hasta recibir el abrazo de su padre. Su respuesta fue apenas un gesto contenido, casi incómodo, pero suficiente para hacer vibrar a la multitud. Luego, cuando Liam se acercó, el saludo fue breve, cortés... demasiado frío para dos hermanos que compartían un lazo de sangre.
Y entonces, finalmente, fue mi turno.
—Margareth —anunció el rey con solemnidad, guiándome hacia él—. Hoy cumple quince años.
Riven inclinó la cabeza, sus ojos deteniéndose en mí con una intensidad que hizo temblar mi respiración.
—Feliz cumpleaños, lady Margareth —dijo, con voz grave, cargada de un respeto inesperado.
Solo eso. Ninguna palabra más.
El rey no le dio oportunidad. De inmediato lo arrastró hacia los altos mandos, rodeándolo con generales, consejeros y ministros que se agolpaban para hablar con el héroe del reino.
Lo observé, sintiendo cómo se me escapaba la oportunidad de cautivarlo. Una presentación, un saludo protocolario... y nada más.
No era esto lo que esperaba.
He sido una tonta. ¿Acaso pensaba que él llegaría y lo tendría para mí sola? Pues no, es el héroe de batalla. Era casi lógico que aunque le teman y hablen más a sus espaldas, muchos quieran congraciarse con él. Incluso lo quisieran de amigo.
—¿Te causa mucha curiosidad mi hermano? Deja de mirarlo. Mírame a mí.
Las palabras de Liam me sorprenden, ¿así de evidente fui?
—Cualquiera diría que estás celoso —digo tratando de desviar su atención, pero me hace cuestionar si de verdad está generando sentimientos hacia mí.
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LIAM
Mi hermano llegó.
Fue inesperado, y, sin embargo, el júbilo en el rostro de mi padre me dijo lo que siempre he sabido. Para él, Riven siempre será el primogénito, su verdadero orgullo, aunque haya renunciado al trono.
El salón entero reaccionó a su presencia como si una corriente invisible lo recorriera: las damas lo miraron con temor y fascinación, los hombres con recelo y envidia. Y Margareth... Margareth lo miró con otra clase de brillo en los ojos. No era miedo, ni cortesía. Es algo que he visto en la mirada de muchas chicas, pero nunca en ella: atracción.
Ese destello en su mirada me golpeó como el más fuerte de los hechizos.
Recordé entonces nuestro primer encuentro, aquella tarde en que comprendí que ella era distinta. No me preocupaba cuando otros hombres la miraban —porque siempre lo hacían—, al verla descender por la escalera con la dignidad de una reina. Ella nunca devolvía esas miradas, ni parecía consciente de que la deseaban. Eso me hacía sentir orgulloso, seguro de que su futuro y el mío estaban entrelazados.
Pero con Riven es diferente. Él no necesita cortejar, ni hablar, ni buscar. Su sola existencia basta. Y verla reaccionar así, aunque haya sido solo un instante, me lastimó el orgullo.
Después de la presentación, mi hermano fue rodeado de inmediato por los altos mandos, generales y ministros que lo veneran casi tanto como lo temen. Otro golpe a mi ego. Porque aunque mi magia es fuerte y por fin tengo edad para unirme a la guerra, no soy rival para el poder demoníaco que él maneja con tanta naturalidad.
Riven es el comandante del ejército. Yo... apenas soy el príncipe heredero.
Mi madre insiste en que es mejor así: que sea él quien se enfrente al peligro, que mi deber está en el trono, no en morir en un campo de batalla. Y tiene razón. Pero esa verdad no aligera la amargura. Al contrario, la hace más pesada.
Porque mientras yo represento la promesa del futuro, él es el presente que todos aclaman. Y en los ojos de Margareth vi con claridad a cuál de los dos pertenece, al menos en este instante, la victoria.
—¿Te causa mucha curiosidad mi hermano? Deja de mirarlo. Mírame a mí.
Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas. Apenas resonaron entre nosotros, comprendí que me había metido en problemas.
Margareth arqueó una ceja, con esa calma peligrosa que me dijo que esto podría ser una trampa.
—Cualquiera diría que está celoso, alteza.
Me tensé de inmediato. No imaginé que ella fuera ingeniosa como para buscar ese tipo de respuestas. Apreté la mandíbula.
—No podría estarlo de alguien como él.
Lo dije con firmeza, aunque por dentro la mentira me ardía en la garganta. Vi cómo su sonrisa se congelaba, apenas un segundo antes de que estuviera a punto de replicar... pero nunca lo hizo.
Fuimos interrumpidos. Primero una voz, luego otra, y después un torrente de cortesías y atenciones. Los que no rodeaban a mi hermano buscaban a Margareth: nobles que deseaban elogiarla, ofrecerle regalos, invitarla a bailar. Ella se mostró impecable, rechazando con gracia cada propuesta, inclinando la cabeza como una reina que no necesita esforzarse para ser admirada.
Me mostré sereno, confiado. Luego fui por bebidas, pero apenas avancé un par de pasos, me vi atrapado. Mi padre me arrastró al círculo de generales y consejeros que lo rodeaban, y cuando conseguí liberarme, nuevas cadenas me esperaban: jóvenes risueñas, insistentes en que compartiera un baile con ellas. Sonreí, fingí, cortesía, evadí como pude, y finalmente logré escabullirme.
Cuando al fin regresé... Margareth ya no estaba.
La busqué con la mirada, entre abanicos y uniformes, entre cintas y candelabros, pero era como si el salón se la hubiera tragado. No estaba entre los nobles, ni junto a mi madre, ni cerca de mi abuela.
Era casi como si se estuviera escondiendo.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
De todos los hombres en esta sala... ¿De quién podría estar huyendo? ¿O hacia quién se dirige?