CAPÍTULO 4: AQUELLOS OJOS VERDES

2537 Words
CAPÍTULO 4: AQUELLOS OJOS VERDES NARRA IAIN REDFIELD El sonido que produjo el intenso gemido que se escapó de la boca entintada en rojo carmesí, resonó con estrépito provocando que una sonrisa torcida y llena de arrogancia se dibujara en mi boca. Con una de mis manos jalé su cabello, provocando que echara la cabeza hacia atrás, y con mi otra mano tapé su boca, pues, aunque era un deleite para mis oídos escuchar aquella melodía que indicaba que estaba haciendo un gran trabajo, el lugar no era el indicado para escucharlos. Mi pelvis continuó moviéndose con ahínco y mi v***a continuó partiéndola por la mitad y destrozándola con cada embestida. Empotrada en el escritorio, aferrándose con sus manos de los bordes, con el culo empinado y esponjado para mí, con las tetas aplastadas contra la superficie plana y dura del escritorio, la cabeza de medio lado y parte del cabello pegoteándose en sus mejillas por el sudor que se había perlado en su piel, Iroshka disfrutaba de los fugaces placeres que yo le ofrecía. Estaba tan húmeda, que mi v***a resbalaba, entrando y saliendo, con mucha facilidad de su coño caliente y palpitante. Metí tres de mis dedos en su boca y, con el mismo ritmo con que mi v***a arremetía contra su coño, mis dedos atacaban su bocota. Para mí, el sexo era una necesidad básica que debía satisfacerse al menos tres veces al día. Así como mi estómago pedía alimento para no dejarme morir o para proveerle energía a mi sistema; mi v***a me exigía coger con el mismo ímpetu. El sexo fugaz y clandestino era la fuente perfecta para satisfacer aquella avasallante necesidad que me esclavizaba. Las mujeres nunca me faltaban y eran ellas mismas las que me buscaban, a pesar de que sabían que no tenían ninguna oportunidad conmigo, que no fuera esto, cogidas rápidas, salvajes y sin ningún tipo de atadura. Algunas, con las que tenía cierto grado de confianza porque las podía llamar algo así como amigas, decían que esa era mi forma de llenar algún vacío en mi interior. Yo solamente reía y no les daba, ni les negaba, aquella razón. Y quizá sí, tenían razón. Aunque lo negara, en mi corazón había un pequeño vacío que una mujer había dejado, cuando me ofrecí a poner el mundo a sus pies o a quemarlo junto a todos sus enemigos, si de esta manera ella lo quería. El problema fue que el corazón de ella ya tenía dueño y ese dueño era mi amigo. Ella había calado hondo en mi vida, como ninguna otra mujer lo había hecho jamás y como ninguna otra jamás lo haría, porque ella había dejado la vara demasiado elevada. Mujeres en mi vida había por demasía, pero, por más placer carnal que me otorgaban, ninguna me complacía como yo quería, con ninguna encontraba complacencia, ninguna me contentaba lo suficiente, ninguna me llenaba y los placeres que me otorgaban me duraban lo mismo que un suspiro. Probablemente, era por eso que necesitaba tanto sexo en mi vida, porque el deleite era instantáneo, me duraba una nada y yo había perdido el control de mis emociones y el rumbo de mis pensamientos. Estaba enfocado en mi trabajo, que era la otra cosa que consumía todas mis energías. Ser Fiscal General de Estado, no era cosa fácil y pasaba estresado la mayor parte del tiempo. Y, si a eso le sumábamos mi otra ocupación, se podría decir que el sexo era el escape de mi ajetreada doble vida. —De rodillas, bonita —le ordené a Iroshka, cuando mi v***a me exigió otra cosa y salí de su centro. La levanté jalando su cabello y le di la vuelta, para que estuviera de frente a mí, luego la obligué a hincarse a mis pies. Pasé mi dedo anular por el borde de su boca y sonreí, persuasivo—. Hazme terminar en esos bonitos labios rojos y cómetelo todito, sin dejar desperdicios. Era tan obediente y tan complaciente conmigo, que me prometí darle un buen bono navideño. Me quitó el preservativo con sus dedos y un par de segundos después, sus labios tersos, gruesos y carnosos, cobijaron mi c*****o y me proporcionaron las primeras ondas de éxtasis que se extendieron por todo mi sistema, provocando que mis células explotaran como fuegos artificiales. Sujeté su cabello azabache con mi mano y la obligué a mamármela con más potencia. Gruñí por lo bajo y acaricié su mejilla teñida por una nube de rubor rosa. El teléfono de la oficina comenzó a timbrar, provocando que Iroshka se sobresaltara. Intentó soltarse de mi v***a, pero no la dejé. Volví a empujarla contra ella, para que no dejara de hacer su trabajo. El timbre no dejó de interrumpir y no lo iba a hacer, no hasta que ese teléfono se levantara y, por desgracia, mi asistente estaba demasiado ocupada, haciendo su trabajo extracurricular en mi entrepierna. Me incliné hacia el frente y cogí el teléfono. —Hola, oficina del Fiscal Redfield —saludé, con ese tono de voz que era tan propio en mí: solemne, serio y educado. Nadie podría darse cuenta de las ocupaciones en las que me encontraba en ese momento. —Señor Fiscal —dijeron del otro lado—. Le llama Peter Steele, periodista del New York Times. —Dígame, señor Steele, ¿en qué puedo ayudarle? Mi c*****o vibró en la boca de Iroshka y empujé mi cadera hacia el frente, para hundirme más en su garganta. Estaba a nada de derramarme como un degenerado y llenarle la boca de leche. —Le llamo referente a una entrevista que el periódico quiere hacerle, para un especial sobre los hombres más importantes del país —una sonrisa socarrona se dibujó en mi boca y un gruñido se escapó por lo bajo. —¿Soy importante? —bufé, un tanto altanero. —Por supuesto. Todo el mundo habla de usted, del trabajo que realizó para desmantelar el Cartel de Tijuana, la red de corrupción en Detroit y la mafia neoyorquina. Una vibración más intensa recorrió todo mi tronco... El momento había llegado y este hijo de puta me estaba interrumpiendo. —Escuche, en este momento tengo cosas muy importantes de que ocuparme. —Bajé la vista y miré a mi asistente, su cara estaba completamente roja y sus ojos se habían llenado de lágrimas. La pobre era toda una campeona soportando las arcadas—. Voy a pensarlo y mi asistente lo contactará pronto. No esperé más palabras de él y colgué el teléfono rápidamente. Enredé mi mano en el nacimiento del cabello de ella y empujé su cabeza hacia el frente, logrando mucha más profundidad. Sacudí mi pelvis con más intensidad, chocando mi punta contra las paredes de su garganta y me corrí, rugiendo con fiereza y depositando una muy buena cantidad de leche dentro de ella. —Todita, Iroshka —exigí con voz dulzona—. Trágatela todita. Un hilo blancuzco se escapó por una de las comisuras de su boca y una lágrima resbaló por su mejilla. Cuando estuve seguro de que había descargado todo, la solté y salí de su boca, para dejarme caer en mi silla. Me arreglé el pantalón y la chaqueta del traje hecho por uno de los mejores sastres italianos y miré hacia el frente, regresando a mi faceta de Fiscal General de Estado. —Necesito que llames a ese tal Peter Steele, del New York Times, y concretes una cita con él, para hacer la dichosa entrevista —ordené, comportándome como un hijo de puta al que no le interesaba el hecho de que ella seguía arrodillada en el suelo, tomando aire y tratando de serenarse después de lo que acababa de hacer. Giré mi rostro y la observé, con ojos enfadados, cuando no escuché una respuesta de su parte. —¿Has escuchado? —Sí, señor Fiscal —respondió, un poco nerviosa, pues sabía que yo ya había dejado de ser el hombre que buscaba la complacencia del sexo y me había vuelto a convertir en el hijo de perra, frío, arrogante, maldito, autoritario e implacable jefe que quiere las cosas en el momento. —Entonces, ¿qué se supone que estás esperando, para que te pongas a trabajar? —demandé inclemente. La vi tragar saliva. Se ajustó la ropa y se puso en pie con prisa, para salir de mi oficina y realizar el trabajo que le había ordenado. [...] Eran las nueve de la noche y yo todavía me encontraba trabajando en la oficina, cuando mi teléfono personal comenzó a timbrar. Miré el nombre en la pantalla y, como si alguien pudiera verme, miré a los lados, para cerciorarme de que nadie escuchara lo que iba a hablar. —¿Nonno? —susurré, cuando contesté la llamada. —Gianni, mio caro principe (mi querido príncipe) —dijo—. Mañana será el día y te quiero aquí, para que celebremos por el derramamiento de sangre de nuestros enemigos. Enfilé la mirada y tragué un poco de saliva antes de responder. —Ahí estaré, nonno. Vamos a hacer pagar a ese hijo de puta que tuvo el valor de meterse en nuestro territorio. A la mañana siguiente, a primera hora, mi jet privado estaba volando directo a Sicilia y aterrizó en el aeropuerto privado que teníamos en la propiedad de mi abuelo. El trabajo ya se había hecho. Los hombres de mi nonno ya habían perpetuado el ataque y mientras me dirigía a los calabozos, me brindaban los detalles. —¿Han muerto? —Solamente la mano derecha de él. —¿Y las mujeres? —La esposa está viva, pero probablemente muera en el hospital, junto al hijo. —¿Hijo? —repliqué, un tanto alarmado. —Estaba o está embarazada. Mis ojos se hicieron pequeños y el enojo me sacudió muy en el interior. Como fueran las cosas, cuando había niños o inocentes de por medio, el asunto no me agradaba mucho, pero yo no me metía en los asuntos de mi nonno. —¿La otra mujer? —continué—. ¿La hermana? —Viva, en los calabozos. Es a quien el jefe quiere torturar y cortar pedazos de ella, para enviárselos al tal Lacroix. Alcé una ceja. Por alguna razón, me parecía que mi abuelo se estaba excediendo. Que se hubieran metido en nuestro territorio, no me parecía algo tan grave. Con matar al tal Lacroix creía que era más que suficiente, pero tal parecía que mi nonno le había cogido saña a ese tipo y quería desatar el infierno en su vida. —Voy a verla —dije—. Quiero saber si podemos sacarle información antes. —Algunos de los hombres están ahí. Iban a empezar el trabajo. Me apresuré a ir a los calabozos y alcanzar a esos pendejos antes de que cometieran alguna estupidez. Los muy idiotas eran capaces de violarla o matarla, si no había alguien de autoridad encima de ellos y yo tampoco iba a permitir semejante atrocidad. Una cosa era que le cortaran unos cuantos dedos, para torturar psicológicamente al pelele ese, y otra cometer ese tipo de atrocidades. Como dije, me parecía excesivo todo aquello, cuando simplemente podíamos eliminar la mierda de una vez, sin inocentes de por medio. Cuando bajé a los calabozos, esperaba encontrarme algo muy diferente a lo que mis ojos vieron. Imaginaba escuchar a una mujer gritar de terror y llorar desconsolada, pidiendo clemencia y piedad, para que la libraran. Sin embargo, lo que encontré fue algo completamente diferente. Cinco hombres —bueno, en realidad cuatro, porque uno yacía inconsciente en el suelo y lo único que podía imaginar era que aquella fiera lo había noqueado—, no podían controlarla. La mujer, que parecía tan frágil por lo delgada que era, por su estatura no tan pequeña, pero tampoco tan alta, y por sus rasgos tan delicados y angelicales, los amenazaba con el mismo cuchillo que yo suponía ellos iban a usar para cortarle la mano. —Entonces..., ¡mátenme de una buena vez! —rugió, llevando el cuchillo a su cuello, cuando la amenazaron de muerte, tan determinada y tan decidida, que me causó mucha gracia y sonreí. Nadie se había dado cuenta de mi presencia, ya que todos estaban inmersos en la lucha contra esa leona y yo permanecía escondido en la oscuridad, entretenido con semejante espectáculo y tratando de ver hasta dónde llegaba esa chica y los cuatro pendejos. —He dicho... ¡Que baje eso ahora mismo! —demandó Sandro, el jefe de los matones de mi abuelo. Otra risa y ya no pude soportar semejante estupidez y negligencia de esos imbéciles. —¿Qué es lo que sucede, Sandro? —hablé, llamando la atención de todos, incluso de la chica. Cinco pares de ojos comenzaron a buscar entre las tinieblas y solo los hombres pudieron encontrarme. —Señor Cappellari —murmuró Sandro y pareció un tanto incómodo con mi presencia. Quizá se sentía avergonzado de saber que me había dado cuenta de lo ineptos que eran para realizar un simple trabajo, como lo era desarmar a una mujer. —¿Acaso un grupo de matones no puede luchar contra una simple e indefensa mujer? —pregunté, con esa arrogancia y frialdad que me caracterizaba, mientras encendía un cigarrillo y lo llevaba a mi boca. Si no hubiera sido por el fuego del cigarro, la mujer se hubiera pasado el día buscándome en la oscuridad. Otra risa y decidí acercarme, para que pudiera verme bien y supiera a quién debía de temerle. Avancé con sigilo, hasta pararme en el límite de la oscuridad y la luz. Ocultando mi rostro, porque aunque quizá ella no saliera con vida de aquí, debía continuar escondiendo mi identidad de mis enemigos y porque me causaba cierto placer ver el miedo en ella, ante mi presencia. Un temblor le recorrió el cuerpo y yo le di otra aspirada profunda al cigarro, mientras la analizaba detenidamente. Extendió el brazo con el cuchillo en mi dirección y lanzó sus amenazas a mí. —¡Atrás! —gritó, tratando de no demostrar el miedo que yo le provocaba. Sin embargo, no le presté mucha atención a eso, pues había algo más que se había robado mi total atención. Sin que se diera cuenta, su mirada se encontró con la mía y esos ojos, color verde olivo, que centelleaban furia, rabia y tanta determinación para matarme, me cautivaron por completo. Solamente una persona había logrado tal efecto en mí, encontrándose casi en esta misma situación, encerrada como un animalito rabioso y acorralada hasta sacar la ferocidad de su ser. Pero ni ella, Maxine, había logrado el semejante efecto que esta mujer estaba logrando. Si por Maxine yo estaba dispuesto a quemar el mundo entero y entregarle a cada uno de sus enemigos en bandeja de plata para que acabara con ellos, por esta mujer yo podía quemar el mismo universo y romper el lazo de lealtad que me unía a Domenico de Giorgio y a la Cosa Nostra, con tal de protegerla a ella de la furia del Viejo León de Sicilia o de cualquier otro hijo de puta que quisiese hacerle daño.
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