Le dolía todo. Había aparecido y había vuelto a hacer añicos la vida que acababa de rehacer
después de tanto tiempo y esfuerzo. Había amado a su marido, pero no pudo darle hijos y él
rechazaba cualquier otra posibilidad. Según él, le recordaría todo lo que no podía darle, lo que ella
tendría que conseguir de otro. No habría inseminación artificial, no gestaría el bebé de otro hombre.
Dijo que se plantearía la adopción, pero nunca lo hizo sinceramente. Cuando asimiló la muerte de su
marido, se aferró a eso. Ya no era una esposa, pero podría ser madre. En ese momento, ese hombre
estaba arrebatándosela, estaba dejándole los brazos vacíos.
–No estoy haciéndote nada. Es mi hija y la he reclamado porque es lo que tengo que hacer.
–Tiene un sentido muy equivocado de lo que hay que hacer, señor Vasin.
–Alik, puedes llamarme Alik. Además, mi sentido de lo que hay que hacer coincide con el de la
justicia, así que yo podría decir que tú tienes un sentido muy equivocado de la justicia.
–Mi sentido de la justicia incluye el corazón, no solo las leyes escritas que no tienen en cuenta a
las personas y situaciones concretas.
–En eso discrepamos. El corazón no entra en nada de lo que hago.
Lo miró a los ojos. Eran unos ojos sin alma. Salvo cuando sostuvo en brazos a Leena. Entonces
captó miedo e incertidumbre. Evidentemente, era un hombre que no sabía nada de niños... y quería
que fuese la niñera. Quería asumir el papel de padre de Leena y dejarla en manos de sus empleados.
Ese hombre que había vivido una vida completamente al margen de Leena quería arrancarle el
corazón.
–Ella es lo único que tengo –reconoció Jada con la voz entrecortada–. Todo lo que tengo.
–Entonces, ¿te niegas por orgullo?
–¡Y porque no soy la niñera de mi hija! Soy su madre. La mera idea de que se me trate como si se
me pagara por estar allí...
Eso era un ataque a su identidad. Había sido la esposa de Sunil y luego se había convertido en la
madre de Leena. No podía volver a no ser nada.
–Te pagaría por estar allí. No puedo pedirte que dejes el trabajo que tengas y seas su niñera gratis,
¿no?
–¿Cómo puedes...?
–Naturalmente, te permitiría que vivieras en la casa donde la instale. Sería lo más sencillo para
todos. Tengo un ático en París y otro en Barcelona. También tengo una casa en Nueva York, pero me
parece que te resultaría demasiado ruidoso...
–¿Y tú? ¿Dónde estarás tú?
–Seguiré como hasta ahora, pero no tienes que preocuparte, Jada. Como dijo el juez, soy un
hombre adinerado.
–¡Tu dinero y tu poder no me impresionan gran cosa cuando tu idea de criar a una niña es instalarla
en una casa en algún sitio del mundo y dejarla con tus empleados!
–No con cualquier empleado, contigo. Tú serías una empleada de mucha confianza.
–¡Malnacido!
No podía hacerlo. No podía permitir que ese hombre que ni siquiera quería vivir en la misma casa
que su hija le arrebatara todo lo que había levantado para sí misma, para Leena.
–No –añadió ella con la voz quebrada, como todo dentro de ella.
–¿Cómo has dicho?
–No. Para el coche.
No sabía lo que estaba haciendo, hasta que el coche se detuvo, miró a Leena y luego miró a Alik.
Volvió a pensar en el miedo que vio en sus ojos cuando la tuvo en brazos y en cómo había intentado
escapar Leena de esos brazos. Entonces, lo supo.
–No –repitió abriendo la puerta del coche–. Soy su madre. No puedes exigir un cambio en la
relación. Si crees que eres su padre por un mágico vínculo de sangre, adelante, ocúpate de ella.
Tenía el corazón en la garganta, pero era su única esperanza y brotaba de la disparatada idea de
que había visto auténtico miedo en los ojos inescrutables de ese hombre. Si lo había interpretado
mal, lo más probable era que no volviera a ver a su hija. Sin embargo, él tenía que saber que ella
tenía razón, que la necesitaba. Se bajó y cerró la puerta. El pánico le atenazó las entrañas. Se alejó
con los ojos cerrados. No podía respirar, pero rezó para que Alik la siguiera.
Alik se había enfrentado a terroristas dispuestos a hacerle picadillo, se había metido en un
campamento enemigo para salvar a un amigo y había pasado horas trazando estrategias para países en
guerra. Nada lo había alterado, solo había recibido con agrado la descarga de adrenalina por haber
sobrevivido. Nunca había tenido miedo, como lo tenía en ese momento, al mirar los inocentes ojos de
su hija y al oír el grito que retumbó en la limusina.
–Espere –le pidió al conductor.
Leena gritaba cada vez más fuerte y no sabía qué tenía que hacer. Miró por la ventanilla y no vio a
Jada. Se imaginó que habría entrado en el centro comercial que había enfrente, pero también podía
haber tomado un taxi y haberlos abandonado. No le parecía algo que ella haría, pero también tenía
que reconocer que no sabía nada de sentimientos, de madres con sus hijos. Jada ni siquiera era su
madre, pero él sí era su padre y no sabía cómo consolar a una niña, nadie lo había consolado a él,
nadie lo había tomado en brazos hasta que dejara de llorar. Era muy posible que nunca hubiese
llorado. Leena, en cambio, lo hacía muy bien.
Siempre había pensado en contratar a una niñera y, cuando entró en el vestíbulo del juzgado, sintió
por primera vez que estaba en una situación que no podía controlar. Entonces, cuando vio a Jada
apoyada en la pared y llorando, supo que había encontrado la solución. Hasta que se marchó. Ella
quería más y él no sabía qué era lo que quería. Hacía mucho que había renunciado a los sentimientos,
los había congelado para protegerse de las peores vivencias mientras crecía, pero, cuando ya no
necesitó protección, era demasiado tarde para que algo pudiera descongelarse. Había conocido lo
físico. El sexo, el alcohol y otros estimulantes, cuando era joven, le proporcionaron las sensaciones
que no le proporcionaba ese órgano congelado que tenía en el pecho. Así eran las cosas para él y
eran muy ventajosas, porque cuando tenía que llevar a cabo una misión, fuera en el campo de batalla
como antes o en la sala de reuniones como en ese momento, recurría a la cabeza y la lógica siempre
había ganado. Después, siempre podía acudir a una fiesta. Había aprendido a crearse la felicidad con
lo que lo rodeaba, a iluminar provisionalmente la oscuridad que dominaba su interior. Una noche de
baile, bebida y sexo era un destello en esa oscuridad opresiva. Se desvanecía tan deprisa como había
llegado, pero era mucho mejor que esa oscuridad interminable. Sin embargo, en ese momento no se
sentía vacío, sentía pánico y no le parecía una mejoría. Sin pensárselo, sacó a Leena de la sillita y la
sentó en su regazo. Ella aulló y se retorció para zafarse de él. Sintió algo en el pecho que casi lo
tumbó de espaldas. Él tenía miedo y ella estaba aterrada de él.
–¡Mamá! ¡Mamá, mamá, mamá!
La palabra, el sonido más bien, se repetía mezclada con sollozos. Intentó decir algo, pero no supo
qué. Nunca había querido eso, nunca se lo había imaginado. En realidad, no habría hecho nada de no
haber sido por Sayid y la conversación que tuvieron cuando se marchó de Bruselas.
–Tienes que reclamarla, Alik. Ella es responsabilidad tuya. Tienes muchos recursos y puedes
facilitarle muchas cosas. Es sangre de tu sangre, tu familia.
–Tengo familia sin vínculos de sangre –había replicado él en referencia a la familia de Sayid .
Una familia que has elegido. Ella es tu familia. Te debes a ella, deshonrar algo tan profundo sería
un error.
–No, mi único error ha sido venir aquí a pasar el fin de semana en vez de haberme ido a París o
Barcelona a acostarme con alguien.
–Tu especialidad es correr como un descosido, huir –había dicho Sayid en un tono muy serio–. Sin
embargo, no puedes cambiar nada huyendo. Al menos, esta vez.
Su amigo tenía razón. Vivía moviéndose a toda velocidad, pero no huía de nada, nada lo asustaba
tanto. Aunque, en realidad, tampoco se dirigía hacia nada. Sencillamente, avanzaba lo más rápida,
vehemente y temerariamente posible. Las cosas más vehementes y temerarias de la vida eran las que
más hacían que sintiera, y estaba ávido de sensaciones, de paladear todo lo que le había negado una
vida limitada a la supervivencia. Quizá eso hubiese sido lo que lo había impulsado a ir a buscarla,
más que las palabras de Sayid. Eso u observar la vida de su amigo, que había cambiado esa vida por
tener esposa e hijos. En cualquier caso, cuando decidió ir a por su hija no lo hizo a la ligera. No
hubo una conexión inmediata entre ellos, pero tampoco lo había esperado. Nunca había conectado
inmediatamente con la gente. Algunas veces, no conectaba nunca. Sayid era la excepción, y luego lo
fue la familia de este. Sin embargo, tenía veintiocho años cuando lo conoció y era más un hermano
que otra cosa. Además, fue la primera vez que sintió cariño por otro ser humano. Todavía no le
resultaba fácil, pero jurar fidelidad le resultaba tan fácil como ver el nombre del firmante del cheque.
Siempre se lo había resultado. Incluso en ese momento, cuando se dedicaba a las tácticas
empresariales despiadadas y no a las tácticas mercenarias despiadadas para derribar gobiernos. Se
podía comprar su fidelidad, pero una vez comprada, sería fiel hasta la muerte si hacía falta. Después,
una vez cumplida la misión, rompería todos los lazos igual que los había atado.
Sayid, una vez más, era la excepción. Un encargo salió mal y se convirtió en una misión para
rescatar al hijo del jeque cuando todos los demás habían tirado la toalla. Eso hizo que sus lazos se
hicieran inquebrantables. Había decidido estrechar ese lazo con su hija. Ella le había comprado la
fidelidad con la sangre, un cheque que nunca podía hacerse efectivo, que nunca podría desaparecer.
Eso significaba que la defendería, lucharía por ella, moriría por ella... o que recorrería las calles
hasta que encontrara a la mujer que la niña llamaba «mamá».
–Te protegeré –le dijo mirando su carita congestionada y llena de lágrimas–. Te lo prometo.
Espere aquí –le ordenó al conductor mientras abría la puerta.
Salió con Leena en brazos, quien hacía todo lo posible por soltarse de él. La gente los miraba.
Estaba acostumbrado a pasar desapercibido o a hacer una escena cuando quería, pero esa situación
se le escapaba de las manos y le asombraba que una niña diminuta pudiera dominarla completamente.
Bajó por la acera maldiciendo la lluvia y su absoluta falta de control. Había una tienda de ropa, una
pizzería y una cafetería a lo largo de la fachada del centro comercial y esperó que Jada no estuviera
lejos. Entró en la cafetería y la vio con una taza entre las manos, pálida y con aspecto desconsolado.
Se acercó y se detuvo delante de su mesa.
–Dime, Jada Patel, si no aceptas el empleo de niñera que te ofrezco, ¿qué vas a hacer?
Ella lo miró con un alivio palpable, pero no se movió para quitarle el bebé ni contestó. Lo miró
con tal emoción reflejada en los ojos que a él le pareció imposible que pudiera sentirla.
–Me parece que no tienes un instinto de conservación muy fuerte –siguió él–. Te he ofrecido la
posibilidad de que vivas con mi hija y sigas cuidándola. Tú has reconocido que no tienes nada si no
te la quedas. No tienes marido, ni una amiga ni una pareja. Habrían ido al tribunal a apoyarte.
No, no tengo marido –confirmó ella mirando la taza.
–Entonces, nada te ata aquí.
–Marcharme no es el problema. ¿Quién me asegura que no me despedirás dentro de cinco años y la
perderé entonces? No podría soportarlo. No puedo soportarlo ahora y, por un lado, quiero aceptar la
oportunidad, pero, si aceptara el empleo, te daría poder sobre mi vida y no quiero.
–No te lo reprocho. Yo tampoco querría, pero no se me ocurren muchas más posibilidades.
Jada intentó contener el pánico. Tenía que pensar qué podía hacer. Deseó que hubiera alguien a
quien pudiera consultar. Sus padres habían muerto hacía mucho tiempo. Su padre, cuando ella era una
adolescente y su madre, seis años después. Luego, también estaba Sunil. Le habría preguntado qué
podía hacer. Cuando murió, se sintió como si estuviera flotando. No podía pensar ni tomar una
decisión. Lo único que hacía que se levantara todos los días de la cama era saber que él habría
querido que lo hiciera. Le habría dicho que encontraría otra cosa, algo bueno. Además, también sabía
que si bien él no fue muy entusiasta de la adopción cuando estuvieron casados, no habría querido que
estuviese sola. Leena era eso bueno que había estado esperando. Desde que vio a Leena en la cuna
del hospital, supo que daría su vida por su hija. Convertirse en la niñera de Leena no se parecía a
renunciar a su vida, pero lo que la asustaba no era la idea de abandonar su hogar. No tenía hogar sin
Leena. La asustaba que Alik pudiera apartarla de su hija cuando quisiera. No tendría derechos como
madre. Solo sería una empleada contratada que esperaba que cayera la guillotina. La pérdida, cuando
era inesperada, era espantosa. Sin embargo, sería insoportable vivir sabiendo que podría llegar en
cualquier momento.
–Entonces, ¿quieres garantías? –preguntó él–. ¿Algo legal y permanente?
–Sí, algo que me dé cierta estabilidad, que no esté esperando constantemente a que un día decidas
que ya no me necesitas.
Lo miró a esos ojos grises como una tormenta y se estremeció. Tenía una elegancia natural, una
actitud relajada que hacía que pareciera cómodo con todo lo que lo rodeaba. Sin embargo, lo que vio
en sus ojos indicaba que mentía al mundo, que por dentro era de hielo.
–Eres el tipo de mujer que nunca vendería su fidelidad –comentó él con una mezcla de admiración
y perplejidad que la sorprendió–. Me recuerdas a alguien que conozco.
–Eso está muy bien, pero no resuelve mis problemas.
–¿Acaso yo tengo que resolver tus problemas?
–Creo que los dos sabemos que, por muy duro que parezca, no sabes qué hacer con la niña.
–Puedo contratar a otra persona.
–¿Crees que se quedaría feliz con eso? ¿No ha notado que me he marchado?
Eso lo alcanzó directamente en el pecho y lo abrasó. Tenía dos o tres años cuando lo dejaron en un
orfanato de Moscú. No recordaba ni la cara ni la voz de su madre, pero sí recordaba el abandono. Un
abandono muy profundo, doloroso y desconcertante.
–Lo ha notado –contestó él, porque era verdad.
Tenía que hacer algo. Estaba en una situación espantosa. O abandonaba a su hija o la separaba de
la única mujer a la que consideraba su madre. Estaba entre la espada y la pared.
–Tienes que encontrar una solución que nos satisfaga a los dos.
Jada no sabía cómo podía contener las lágrimas. Estaba a punto de desmoronarse, pero tenía que
demostrarle a Alik que él no llevaba las riendas. Tenía que recuperar el control de la situación. Era
la vida que estaba creando para sí misma y él no podía adueñarse de ella. El destino, o lo que fuese, ya le había dado bastantes varapalos. Ya no iba a ser más la víctima de la vida.
Alik miró a Leena con evidente agobio y volvió a mirar a Jada.
–¿Qué necesitas? –le preguntó sin disimular la desesperación.
–Necesito seguridad. Necesito ser su madre porque, lo comprendas o no, eso es lo que soy y eso
es lo que necesita la niña. No necesita ni una niñera ni un padre ausente. Necesita a alguien que esté
siempre con ella.
Él la miró un instante con los ojos inescrutables y el apuesto rostro inexpresivo.
–Crees que cierta permanencia sería lo mejor para Leena.
–Sí.
–Quizá tenga la solución para tus problemas. No te gusta la idea de que la instale en algún sitio y
la deje con mis empleados, crees que debería tener una familia, una verdadera familia.
–Todo el mundo debería tenerla.
–Es posible, pero esa no es la realidad. Aun así, si encontrara la manera de que tuviera una
familia, sería muy importante, ¿no?
–Sí –contestó Jada con un nudo en la garganta.
–Detestaría privar de algo importante a mi hija.
Ella quiso gritar que estaba privándola de su madre, pero supo que no serviría de nada. Él no
entendía la unión que sentía con Leena, no entendía el amor, y, si perdía el control, perdería la
batalla. Cuando él presionaba, ella tenía que presionar en sentido contrario.
–Entonces, debería casarme –añadió él.
El dolor la desgarró por dentro. Él seguía sin entenderlo. La idea de que otra mujer fuese la
encargada de cuidar a su hija hizo que todo se tiñera de rojo.
–¿Así de sencillo? –preguntó ella–. ¿Te limitarás a encontrar una esposa que cuide a Leena como
si fuese su hija?
–Ya la he encontrado –contestó él con los ojos clavados en ella.
Ella sintió un escalofrío por la gélida mirada de él.
–¿De verdad?
No sabía qué iba a contestar, pero sí sabía que no iba a gustarle y que iba a cambiarlo todo.
–No aceptaste la oferta de ser la niñera de mi hija, ¿quieres ser mi esposa?