En la vieja casa de los Álvarez, la penumbra se había instalado como un huésped indeseado. Las cortinas cerradas, el olor a café recalentado, y un silencio roto apenas por el tic-tac del reloj de pared. Elena, la madre de Santiago, estaba sentada en la mesa del comedor con las manos entrelazadas, los nudillos blancos por la tensión. Frente a ella, Saraí caminaba de un lado a otro, sin poder quedarse quieta. —Mamá… no puedo dejar de pensar en cómo fue —dijo Saraí, la voz quebrada—. ¿Y si sufrió? ¿Y si ni siquiera nos dijeron toda la verdad? Elena la miró, sus ojos rojos de tanto llorar, pero su voz fue firme. —No quiero imaginarlo, hija. No me sirve. Solo… solo quiero que Dios me lo haya recibido como el hombre bueno que era. En ese instante, el sonido de un motor interrumpió el momento

