La noche en que todo se quebró

1074 Words
Narrado por Santiago Álvarez No sé qué fue lo que me hizo hablar. Tal vez la forma en que Pilar me mira, como si no viniera a salvarme… sino a exigirme que yo mismo cave mi verdad con las uñas. O quizás fue su olor. Ese perfume caro, suave y limpio que no pertenece a este lugar. Que no debería tocarme, pero lo hace. Respiré hondo y empecé. —Todo comenzó un mes antes del asesinato. Lucía ya no era la misma. Dormía del lado contrario de la cama, me evitaba los ojos, se vestía para salir como si estuviera yendo a una pasarela y volvía oliendo a alcohol y menta. Yo no decía nada. Pero lo sabía. El cuerpo lo sabe antes que la mente. —¿Y Cristóbal? —preguntó Pilar. Me tragué el coraje. Lo sentí en la garganta como una piedra. —Era mi socio en un negocio paralelo al maderero. Él traía capital para abrir una inmobiliaria en La Calera. Yo puse los permisos, el nombre, la firma. —¿Y confió en él? —Como en un hermano. Pilar apuntaba, pero sin despegarme la mirada. Le gustaba mirarme así… con los ojos fijos, sin parpadear. Como si pudiera leerme el alma. —Una noche llegué a casa antes de lo previsto. Vi a Lucía con él, en la cocina. Demasiado cerca. La forma en que ella se reía... no era risa de cortesía. Era coqueteo descarado. Ahí supe que todo lo que sospechaba era verdad. —¿Qué hizo? —No dije nada. Pero desde ese día, empecé a dormir con un ojo abierto. Bajé la cabeza por un momento, recordando la sensación. Como si mi propia casa me escupiera cada vez que abría la puerta. —Ella empezó a dejar pistas. Quería que me enterara. Una vez dejó el celular abierto en la mesa. Un mensaje decía: “¿Y si le decimos ya? Estoy harta de fingir.” Pilar alzó una ceja. —¿Y no la confrontó? —No. Esperé. Hasta que esa noche… la encontré con él. Ahí me quedé en silencio. No por pena. Sino porque recordar ese momento me sigue arrancando un pedazo de carne. —Lo golpeé. Sí. No voy a fingir que no. Pero no lo maté. Lo dejé tirado, sangrando, y salí de ahí. Necesitaba aire. Lucía me gritó algo… no recuerdo qué. Estaba ciego. —¿A qué hora se fue? —11:34, según la cámara del lobby. Ya lo saben. Pilar asintió. —¿Y el cuchillo? —No lo toqué. Lo reconocí en la foto. Es del juego de cocina que mi madre nos regaló cuando nos mudamos. Nunca lo usábamos. Pilar cerró su libreta. Me estudió unos segundos más. Luego se inclinó, cruzó las manos sobre la mesa y dijo, bajito: —Alguien quiso que usted pareciera culpable. Muy culpable. —Y lo lograron. —Todavía no. Cuando la sesión terminó, Pilar se levantó, guardó sus cosas con esa elegancia que no pierde ni aquí, y me miró de nuevo. —Volveré mañana. Pero necesito que confíe en mí, Álvarez. —Yo no confío en nadie —le dije. Ella se acercó un paso más. Sus tacones resonaron con eco. —Pues vaya haciéndolo. Porque soy lo único que se interpone entre usted y una celda permanente. Y se fue. Y yo… me quedé sintiendo su perfume en el aire. Ese perfume. Suave, limpio, extraño. No pertenecía a este lugar lleno de sudor, moho y desesperación. No pertenecía a mi mundo. Pero ahí estaba, flotando en el aire como un recordatorio de que algo, alguien, había llegado. Algo que tal vez podía cambiarlo todo. O destruirlo. Me recosté en la silla, los brazos cruzados, las manos apretadas para evitar que temblaran. ¿Por qué le había contado todo eso? ¿Por qué le había dado tanto de mí? No era el tipo de hombre que se abría fácilmente, especialmente no con alguien a quien acababa de conocer. Pero ella… Pilar… tenía algo. Una manera de mirarte que hacía que las palabras salieran sin que siquiera te dieras cuenta. Como si ya supiera la verdad, pero esperara que tú la dijeras. Mi mente volvió a Lucía. A su risa. A su traición. A esa noche. Intenté recordar cada detalle, cada palabra, cada gesto. Pero todo estaba borroso, como si mi cerebro se negara a enfrentarlo de nuevo. ¿Qué me había gritado exactamente? ¿Por qué no podía recordarlo? Era importante, lo sabía. Pero cuanto más intentaba agarrarlo, más se escurría entre mis dedos. El guardia se acercó, las llaves tintineando en su cintura. —Es hora, Álvarez. Asentí y me levanté, sintiendo el peso de las cadenas en mis tobillos. El camino de regreso a mi celda era siempre el mismo: pasillos grises, miradas furtivas, murmullos susurrados. "El Diablo", decían. Pero ya no lo decían con miedo. Lo decían con algo peor: con desprecio. Me encerraron y me quedé de pie frente a la pequeña ventana, mirando el cielo nublado. Pilar tenía razón. Alguien había querido que pareciera culpable. Alguien que conocía mi vida, mis debilidades, mis fallas. Alguien que sabía exactamente cómo destruirme. Pero ¿quién? Cristóbal era la opción obvia. Él y Lucía tenían un secreto, y yo lo había descubierto. Pero matarla… ¿sería capaz de eso? ¿O era algo más grande? Algo más profundo. Pilar lo había dicho: esto no era solo sobre mí. Había fuerzas en juego, y yo apenas estaba empezando a entenderlas. "El infierno", lo había llamado. Y tenía razón. Porque cuando esto estallara, no habría vuelta atrás. Cerré los ojos y respiré hondo. El perfume de Pilar seguía ahí, en mi mente, en mi memoria. Era algo pequeño, casi insignificante. Pero en este lugar, en esta vida, cualquier cosa que no fuera desesperanza era un milagro. Y yo, después de ocho meses encerrado, había olvidado lo que se sentía creer en milagros. Mañana Pilar volvería. Mañana seguiríamos. Porque yo no iba a descansar hasta que la verdad saliera a la luz. Hasta que supiera quién había hecho esto. Hasta que pudiera mirarlos a los ojos y ver el miedo que tanto ansiaban ocultar. "El Diablo", decían. Pero si ese era el nombre que me habían dado, entonces estaba dispuesto a usarlo. A abrazarlo. A convertirlo en mi arma. Porque si alguien quería jugar con el Diablo, estaba a punto de descubrir que el Diablo no perdona.
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