Capítulo 4

3139 Words
Una línea luminosa, que se extendía como la luz de una linterna en un túnel, se colaba por la ventana de la pagoda. Sentada con las rodillas en la tierra y el trasero reposado en los muslos, una mujer se abrazaba a sí misma como si experimentara frío. Su piel tersa y nívea cautivó a Juliet. La mujer estaba ubicada en el centro de la estancia cúbica. Debido que daba la espalda, Juliet no podía ver el rostro de ella. Curiosamente, su cuerpo permanecía desnudo, pero no poseía nalgas u ano. Raíces, ramas, hierbas y hojas se introducían en su cuerpo; sin embargo, algo más extraño llenó de temor a Juliet: las raíces adheridas al cuerpo de la mujer, se veían, como venas, en su piel translúcida.  La puerta en el fondo sonó: pum. La mujer alzó la cabeza lentamente, no tenía cabellos ni orejas. Juliet no había entrado en razón hasta que el silbido cesó y vio que la puerta se había cerrado.  —¿Quién soy? —preguntó la mujer en voz alta. Mantenía el aire celestial que caracterizaba su esencia—. ¿Quién eres?  —Tú eres una mujer, yo soy Juliet —contestó Juliet, sin pensarlo.  Orejas y nalgas surgieron despacio. Un pequeño asomo de cabellos brillantes y castaños manaban de la calva como los chorros de una fuente.  —Soy una mujer —dijo—. Tú eres Juliet.  Se levantó y dejó caer los brazos. Giró para ver a Juliet. Lucía como si mirara al vacío, pero realmente observaba la puerta de hierro al otro lado de la estancia.  —¿Quién eres Juliet? —preguntó la voz sin abandonar el aspecto angelical.  Juliet arrugó un poco el rostro, muda, no sabía qué responder.  —¿De dónde vienes, Juliet? —continuó preguntando.  Juliet seguía sin emitir respuesta, ya que no podía recordar quién era y de dónde venía, aunque si recordaba con cariño los paseos familiares, lugares y demás momentos cálidos en la realidad. A pesar de esto, había olvidado su procedencia como ser humano.  —No sé de dónde vengo —respondió Juliet con pesar— Tampoco tengo idea de quién soy.  —Una idea es suficiente, Juliet, para formar lo que somos —respondió la mujer.  El silencio sepulcral era roto por el cantar de las aves y los torrentes de la cascada.  —Olvidamos de dónde venimos y quiénes somos para formar de lo que somos —rompió el silencio, la mujer.  Se esforzó en pensar y así llegó la respuesta:  —Soy Juliet, una estudiante, vengo de Celis, nací en la capital llamada Nustredam —respondió Juliet, creía que saldaba las preguntas.  —Es una idea para formar quién eres, Juliet. Pero, ¿de dónde vienes realmente?, ¿quién eres Juliet? —dijo la mujer en tono neutro, sin enfado y sin impaciencia.  Juliet se devanó los sesos para encontrar la respuesta y esta no aparecía en algún recoveco de su pensamiento crítico. Imaginó que la mujer estaba burlándose de ella. En el fondo temía equivocarse y sabía que era un temor absurdo, pues no conocía a esa mujer. De pronto, tuvo el presentimiento de no estar soñando. —Estoy muerta —dijo Juliet en voz alta.  —No, no lo estás —respondió, al instante.  —Explícate —dijo Juliet.  De pronto, la ola de la razón desesperó a Juliet. Decía: «Estoy muerta. Quizá esto es el paraíso o el abismo». Durante el trayecto, las emociones que fluían en su psique demostraba que aún sentía y padecía. Evocó el temor, el sismo, los lúcidos recuerdos y el tacto de los objetos. Todo parecía ser real y, por tanto, parecía que formara parte de aquel mundo desde su nacimiento. Era como volver al vientre materno. Teniendo en cuenta la belleza del lugar, dedujo que la vivencia que experimentaba podía ser una parte del camino que trazó su alma. Juntó sus conjeturas y llegó a la conclusión que estaba muerta y pronto se reuniría con su familia. Juliet estaba convencida de que no era un sueño, puesto que ningún sueño podría sentirse tan real y tampoco podría vivirse como lo venía experimentando. Nada encajaba en su mente y, en consecuencia, quería gritar y llorar.  Maga cognitiva, expresa tu pésame cuando perdemos tu cultivo intelectual. Llénanos de tu extensa melancolía, pues no lo he sabido entender aún. ¿Por qué el sabio entre más sabe, se aleja del mundo? Si yo, como narrador, estoy loco, mis oyentes también. No es lo que soñamos lo que es realidad, si no la intensa irrealidad lo que hace que seamos lo que somos.  —¿Quién eres? ¿De dónde vienes, Juliet?  De pronto, Juliet alzó la voz:  —Soy una hija, vengo del vientre de una mujer.  La mujer asintió y el cabello, abundante, creció más rápido. Los rizos caían en sus hombros y acariciaban su espalda. Sus ojos eran vidriosos, negros y serenos. Además, sus labios pequeños, con apariencia angelical, cantaron: No temas, no socorras, estás bien y nada peor que la nada ocurrirá. No temas, no socorras, habrá días y alegrías y nada mejor que la nada ocurrirá. Ocurrirá y te ocultarás, yacerás y esperarás, pero nada y de la nada aire encontrarás. Ocurrirá y sonreirás, temblarás y llorarás, pero nada y de la nada lágrimas encontrarás. Olas de marea, soldado de brea. ¿Quién será de plomo si tú no eres de plomo y eres de brea? Olas de gaviota, islas de avaricia. ¿Quién cree en piratas si solo saben de viñas?  Aquella acapella mística proviene de las cuerdas vocales de una madre. Cada verso envolvía los malestares de Juliet. Su cabeza se sentía despejada como un cielo sin nubes. No sentía preocupación, no pensó más en la muerte. Quería dormir y acurrucarse con la extraña mujer para no despertar jamás.  Juliet, de un momento a otro, se rindió contra la modorra que producía el ambiente. La mujer cumplía el objetivo de hipnotizarla y atraerla a su lado. Juliet daba pasos cortos hacia una puerta de hierro. Su pensamiento se nubló cuando hizo ímprobos esfuerzos para espabilarse.  El silbido dulce de la mujer controló los pasos de Juliet. Entonces, Juliet, como un títere, danzaba con pasos errantes y suaves. Su danza era como si ejecutara los pasos de un ritual antiguo. Las mariposas entraron por la ventana y Juliet, medio despierta, trató de atraparlas. Sin embargo, las mariposas huían de ella y parecían burlarse de su danza.  Lo más extraño es que no sentía cansancio, hambruna y dolor en el cuerpo. Durante la danza, Juliet reflexionó: no sentía sed al ver el agua y tener las extremidades hinchadas por la cantidad de pasos que había dado. De manera que aquel sitio era mágico y podías vivir sin preocuparte de lo que sucediera. Bailarías para la eternidad y la eternidad se volvería parte ti, como un infinito mecanismo que no se estropea nunca.  —Juliet. —La voz resonó en el cubo.  El silbido dejó de oírse y las mariposas desaparecieron. La mujer miró a Juliet, sus ojos maternales aparentaban pasividad.  —Juliet, estoy aquí, Juliet  La razón volvió como un martillazo en la frente. La voz de la mujer era la voz de Junna.  —¿Madre? —preguntó Juliet, acercándose.  —Quiero sentir tu mano —dijo la mujer y extendió su brazo con la mano derecha abierta.  Juliet se detuvo frente a ella, tomó su brazo. Ella se serenó y su pensamiento volvió a ser parte de la niebla hipnótica. La mujer mostró una mirada llena conmiseración. En el cuerpo de la mujer, senos y v****a salieron como si alguien enterrado en la arena emergiera despacio.  —¡Hija, estás fría! —exclamó la mujer— necesitas calentarte conmigo.  La voz de Junna fue desapareciendo hasta regresar a la voz angelical y neutra. Entonces, la mujer asió del brazo a Juliet y la aferró a su cuerpo para abrazarla. Después de abrazarla, nació el día y la noche. Juliet fue hipnotizada, de nuevo, cuando se fijó en la mirada de la mujer.  La luna se veía por la ventana. Como si alguien hubiera apagado la luz, se había hecho de noche. El claro lunar bañaba el cuerpo de ambas. De pronto, la raíces comenzaron a recorrer las piernas de Juliet. Estas dibujaban una espiral alrededor de sus piernas.  —Tendrás calor y no sentirás. —Acarició su cabello. Apartó un fleco que caía y cubría el ojo izquierdo de Juliet—. Tu madre está aquí. Estás en el vientre de tu madre —hablaba como si le hablara a una muñeca de trapo.  La voz comenzaba a ser pausada, y las raíces se convirtieron en agujas filosas. Como la aguja de una inyectadora, penetraron la epidermis de Juliet sin dejar rastro de sangre. Luego se conectaron con las venas y a Juliet no le dolía.  —Conéctate a la tierra y sé parte de la tierra —dijo la mujer, sonriendo.  El aire angelical y místico del lugar comenzó a ser reemplazado por un ambiente sombrío y macabro. La sonrisa de la mujer se deformaba, no tenía dientes. Poco a poco su boca se convirtió en las fauces de una dionea, que es una planta atrapamoscas.  El cráneo se distorsionó y se dividió en dos mitades horizontales. Mostró sus cepas, que segregaban mucilago, pobladas de espinas. La mujer descascarillaba su piel con las zarpas. A medida que retiraba las capas de la piel, adoptaba la apariencia de una criatura viscosa. Juliet continuaba hipnotizada mientras las raíces seguían penetrando su cuerpo. Aunque convulsionara como un pez fuera del agua, la mujer-planta, con sus espinas, controlaba toda reacción corporal de su víctima, en segundos.  —Juliet —dijo la voz de su madre—. Deseo verte de nuevo.  —Juliet —dijo una voz oscura, metálica y duplicada—. Yo soy tu madre, la Madre Tierra.  —Juliet, quiero sentir tu mano, muévela un poco —habló la voz de Junna, parecía un lamento.  Una raíz alcanzó la boca, que permanecía cerrada, de Juliet. Las ocho cepas hicieron la tarea de abrirla. Se estremecía cuando escuchaba la voz de su madre.  —Por favor, escúchame —dijo la voz de Junna y el lugar tembló—. Te necesito.  Retomando la razón, sus ojos observaron la asquerosa mujer-planta. El grito de horror perturbó al ser y este respondió con un chillido estertóreo. Juliet trató de zafarse, forcejaba con fuerza. Las ocho cepas alzaron sus espinas y apuntaron hacia Juliet.  —Se parte de la tierra —repetía la voz metálica y gutural.  Las raíces se retorcieron en el interior de Juliet para doblegarla. Ella movía las piernas y brazos, pero las raíces, dentro de ella, causaban dolor. Entonces, por instinto, cerró la boca y cortó las cepas.  —¡No me lastimes! —gemía la voz infernal—. ¡No lastimes a tu madre, Juliet!  Las zarpas sucumbieron, pero Juliet seguía retenida por las raíces que estaban dentro de su cuerpo. Sin dudarlo, tomó una de las raíces e ignorando el dolor mortífero, arrancó despiadadamente, una a una, las raíces. Un rugido expelido por la criatura, retumbó en el sitio. La tierra temblaba como si fuera un terremoto. Juliet cayó junto a la mujer-planta. Luego se alejó tambaleando. La mujer-planta fue absorbida por la tierra y, en un parpadeo, emergió una atrapamoscas gigante. De ella surgían miles de drosera capensis, como látigos furibundos. Dos inmensas tirañas de pétalos floraban su concavidad abismal al abrir la boca. Parte del tallo, de izquierda a derecha, asemejaban brazos cilíndricos. En el suelo, alrededor de la bestia, germinaron siete aconitum, conocidas como capucha de monje letal, cuyo pétalo azulado brillaba con intensidad y opacaba el velo lunar. Los estambres, juntos a los sépalos desacompasados, parecían gusanos.  —Juliet, soy la madre tierra, tu madre. Quiero que permanezcas en el vientre —dijo la planta diabólica.  Aterrada, con ferocidad arrancaba las raíces de la tierra. La criatura se agitaba y chillaba. Una cepa tomó, de sorpresa, la muñeca de Juliet y de un tirón la atrajo al suelo. Las raíces viajaron, como una horda de ratas a toda velocidad, para incrustarse de nuevo en la piel. Ella mordió la cepa, sin importarle los chillidos de la planta, y la arrancó a tiempo para huir de las raíces mortales. Corriendo, tomó el anillo de la puerta de hierro para abrirla y escapar; tomó otro anillo, reunió fuerza producto de la adrenalina: no pudo abrir la puerta. Viró para mirar al monstruo, pegó la espalda contra la puerta de hierro, ignoró el frío de la superficie que la hizo sobresaltar. Escuchó el canto bestial: Miedo sentirás, dolor no padecerás. En el vientre dormirás el sueño de la eternidad. El mundo no maltratará tus pétalos y estos no caerán. En el vientre dormirás el sueño de la eternidad. La luna observará, el sol escrutará, los días no contarás y en el vientre dormirás, el sueño de la eternidad.   La criatura avanzaba hacia ella. Su cuerpo estaba poseído por el terror, no podía creer lo que observaba. Conocía la toxina de la aconitum, un acercamiento mínimo y moriría en media hora. Recordó el peligro, para los bichos voladores y rastreros, de las plantas insectívoras. En su mente vio la imagen repentina de la segunda puerta de hierro, pero tendría que recorrer a toda velocidad la estancia y rodear la criatura para llegar al otro lado. Para ello debía ir corriendo y arrancando hierbas, raíces y todo lo que pudiera lastimar al monstruo. No sentía pena por aquella deformidad de la naturaleza. Deseaba huir con vida y jamás volver a ver algo semejante.  —No temas Juliet, te protegeré, cuidaré y amaré como mis hijos e hijas. ¡Hasta bailarás y atraparás todas las mariposas que te plazca!  Juliet, por ambos brazos, fue atrapada. Luego las piernas fueron aprisionadas por cuatro droseras que acabaron adhiriéndose a la piel. Emitió un quejido de dolor ahogado, pero se convirtió, después, en un aullido agonizante. Juliet sentía como las llamas de un fuego inexistente recorría y quemaba cada rincón de sus terminaciones nerviosas. Forcejeó, pero la viscosidad hacía su efecto: no podía escapar esta vez. La madre tierra extendió sus fauces mientras acercaba su presa, lentamente, a la muerte.  —¡Es el dolor que sientes, Juliet! —bramó la criatura— ¡El dolor de toda cría indefensa que es herida por la ley del más fuerte! ¡El dolor de quién dormía y es despertado para servir a la perversidad!  Comenzó a cantar, esta vez, más fuerte, alegre, discordante y burlona. Juliet había perdido la esperanza, se resignó. El canto de la mujer-planta decía: Dolores, dolores, gritaba un criado, no era un dolor, si no los dolores. No eran claveles, eran los dolores de doña dolores. Olía el pan en los abedules. Entre arces decía que mentía. Doña dolores, gritaba el criado. ¿Que te ha hecho el mundo dolores? tanto dolor, es insoportable dolores. Corazones errantes, pasos sofocantes, vista de la cumbre, dolores y dolores . Nada sentía, nada palidecía, gritaba el criado, una muerte en legado. Dolores, dolores, sentimos dolores, es doña dolores quien toca mis dolores.  —No te gustaría que, alguien como un gigante, te atrapara. ¿No, Juliet? —dijo el monstruo.  Al evocar las palabras de su madre, su voluntad encendió la chispa de la supervivencia. Preparó la mandíbula y de un mordisco partió la primera drosera; luego la segunda; y quedó colgada de cabeza, oscilando de lado a lado mientras la bestia gritaba ferozmente. Estrujó las droseras de las manos y las debilitó al punto que se cayó. Impactó en el suelo a centímetros de distancia de la primera aconitum y lucía mas espeluznante y letal. Corrió y rodeó la estancia. La criatura volvió a intentar atraparla. Juliet esquivó cuatro droseras; una raíz se alzó y la derribó, pero se incorporó rápidamente; trastabilló al principio, pero tomó velocidad al instante. No volteaba, deseaba escapar lo antes posible.  —¡No cruces la puerta! Hay un mundo oscuro allí que es el mundo de los hombres —avisó la criatura, moviéndose lentamente hacia Juliet—. Serás parte de mi, Juliet, parte de tu madre. Así como lo eras en el vientre.  Cerca de la puerta de hierro, las raíces se esforzaron por trancar la puerta. Juliet apresuró el paso, parecía una gacela cuando saltó sobre las raíces que crecían alrededor de los anillos y bisagras. Los chillidos describían la agonía de la planta. Esta se estremecía cuando cada raíz era arrancada por las manos de Juliet. Al final, la muchacha dio con los anillos y haló. Abrió la puerta de hierro y cruzó el umbral con rapidez.  Respiraba, agitada. Recostada en la puerta de hierro, veía la oscura noche. Se deslizó en la puerta hasta sentarse en el suelo con las manos en la cabeza. Los minutos pasaron y se calmó. Dos gotas cayeron, luego tres, cuatro, cinco y el aguacero dio lugar a un ambiente lúgubre. Escuchaba los grillos cerca de los porrones. Ya no creía en la pasividad del mundo en el que estaba, sabía que la calma era sinónimo de peligro. Nada había cambiado fuera de la pagoda. Sin embargo, dentro nada sería igual, dado que estaba la mujer-planta. Juliet deseó escapar del sitio, huir tan lejos como sea posible.  Después de unos minutos en silencio y Juliet escuchó el inequívoco sonido del chocar de una barca contra la madera de un pilar. Bajó las escaleras. Pensó si debía confiar en abordarlo y usar los remos para escapar. No había horizonte, tampoco norte, sur, este y oeste. Tendría que dirigirse a la cascada y subir al cielo, que es un abismo. Sopesó la opción. Tal vez despertaría si buscara la muerte en el mismo. Ahora creía en la idea de estar inmersa en una pesadilla abominable. Se levantó y bajó las escaleras. No hubo luces en los escalones y no habían insectos, aves ni peces que brillaran. Era una noche calmada como cualquier otra. Desenredó la cuerda, abordó la barca y tomó los remos para iniciar el viaje hacia la cascada.  Una mujer rompió en llanto, pero el sonido era ahogado por las paredes de la pagoda. Juliet no volvió la vista atrás. En cambio, leyó una inscripción que había en los remos: «El mundo de los hombres». A medida que se acercaba a la cascada, escuchaba sus torrentes. El bote se mecía de lado a lado, pero no paraba de remar y no dejó de hacerlo hasta cerrar de ojos. La corriente succionó la embarcación y la dirigió hacia el cielo abismal.  —Despertaré —dijo.  La cascada se abrió en dos, como si en el teatro corrieran un telón. La embarcación fue transportada a otro sitio, y la estancia permaneció en silencio.
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