CAPÍTULO 2

2836 Words
Llegué a un renombrado hotel de la ciudad, solicité en la recepción me anunciaran con Miguel Cervantes y una de las dos señoritas tras el enorme mostrador preguntó por mi nombre. —Soy Ana Marcela Durán —dije—, tengo una cita con él. —Mi nombre es Diana Marín, la dirigiré hasta el señor Cervantes —indicó una de ellas y, saliendo de su espacio, caminó delante de mí indicándome que le siguiera. Caminamos hasta el elevador, entonces llegamos al piso del restaurante, donde me dirigió hasta uno de los privados y se detuvo justo en la puerta que abrió. » La está esperando —señaló indicando con una de sus manos que podía seguir el camino por mi cuenta. Cuando la puerta detrás de mí se cerró, una sensación pesada en mis hombros me hizo volver a arrepentirme de aceptar tal locura. Pero yo en serio que era imprudente, además de curiosa. Había ido ahí con dos objetivos en mente. El primero era conocer el dueño de esa sexy voz que me había citado, el segundo era negarme y recuperar la foto que había puesto en el letrero. —Por aquí —dijo alguien más y seguí ahora a un hombre de traje n***o que apuntaba a una de las puertas de la habitación donde una mesa hermosamente arreglada estaba. Seguí al sujeto hasta una terraza, donde un hombre de tal vez un par de años mayor que yo aguardaba. —¿Ana Marcela? —preguntó y asentí agradeciendo haber elegido un vestido y unas zapatillas en lugar de mis jeans y tenis. Ese hombre era la personificación de la elegancia. » Soy Miguel Cervantes —dijo extendiendo una mano para saludar. Tomé su mano y la presioné ligeramente. Él sonrió y yo me asusté. Iba asustada desde mi casa, y es que, desde donde sea que lo viera, era una locura lo que estaba sucediendo—. Eres más hermosa de lo que pareces en la foto. —Es el maquillaje —informé después de tragar un grueso de saliva. El tal Miguel volvió a sonreír y yo aclaré la garganta. Estaba nerviosa hasta la última punta de cabello. Y, según sus palabras, se me notaba a leguas. —Tranquilízate —pidió—, no como gente. También sonreí, pero no divertida, apenada.  Era cierto que, de querer algo malo, no me habría citado en un lugar público... casi público, aunque estaba rodeada de sus empleados, eso me hacía sentir un poco segura, al menos. —No tengo intención de tratar un matrimonio con usted —dije—. Es claro que es algo tonto e imposible. Estaba ebria. —Lo imaginé —soltó—. Pero un dicho bien conocido dice que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad. Creo que, si esto ha sucedido, es porque en el fondo tiene este deseo. Pensé que eso podría ser cierto, pero no había necesidad de meditar sus palabras. Mi deseo no estaba tan profundo, en realidad. —Creo que es el sueño de toda mujer ser la cenicienta —dije—. Ya sabe, encontrar un hermoso príncipe que convierta nuestros harapos en ropa de marca y nuestras humildes moradas en bellos palacios. —¿Se da cuenta que está etiquetando a todas las mujeres de interesadas? —preguntó sonriendo, invitándome con una mano a tomar asiento. —Nos estoy etiquetando de ilusas y soñadoras —aclaré sin molestarme. Las palabras que utilizamos no siempre significan lo que queremos decir, por eso no me molestaba que los demás interpretaran lo que querían, pero, de vez en cuando, me ocupaba de hacer algunas aclaraciones pertinentes. —¿Es el sueño de toda mujer casarse con un hombre rico? —preguntó sirviendo una copa de eso que él bebía. —Supongo que decir que de todas es exagerar —expresé—, pero conozco muchas que daríamos la mitad de nuestra alma al ser que pudiera hacer eso realidad. —Entonces, ¿por qué se niega ahora al matrimonio de sus sueños? —cuestionó pasándome una copa llena con algo que me invitaba a clavarme de nariz en él por lo delicioso que olía. —Porque puedo ser ilusa —dije rindiéndome a la tentación, aceptando la copa y también su nueva invitación a tomar asiento—, pero no soy idiota. Sonreí ante mi declaración. —¿Puedo saber qué es lo que le causa gracia? —No me malinterprete, señor Cervantes —pedí—, no me estoy burlando de usted. Es solo que la congruencia no es lo mío, y me he dado cuenta de ello recién. Mientras decía lo último levanté mi copa y miré a mi alrededor después de mirarle. » No parece muy inteligente de mi parte aceptar una bebida y la hospitalidad de un hombre lo suficientemente intrépido como para marcar el número celular de una posible loca. Sobre todo, cuando conozco sus intenciones, unas no muy serias, he de señalar. Miguel Cervantes sonrió, entonces también se sentó en una de las sillas de esa mesa para cuatro en que yo ocupaba un lugar. —Me tomé el atrevimiento de elegir el menú —dijo—, espero que el salmón a la parrilla vaya bien para usted. Es mi favorito, y combina perfectamente con el vino que bebemos. —Creo que hizo una buena elección —dije sin saber en realidad de qué demonios hablaba. ¿Los vinos debían combinar con las comidas? Eso era nuevo para mí. Miguel hizo una señal con la mano al hombre que me había escoltado hasta la terraza, y que había estado de pie en el portal a la habitación en completo silencio. Luego de eso, el sujeto de traje n***o asintió y se encaminó a la cocina, supongo, pues de rato regresó con un carrito donde transportaba nuestra comida. —¿Puedo conocer la razón de poner su foto y su número de teléfono con semejante mensaje en un poste afuera de un bar? —preguntó Miguel interrumpiendo el sin igual sonido de los cubiertos golpeando la porcelana. —Estaba ebria —repetí y puse un trozo de ese hermoso pedazo de carne blanca en mi boca. Suspiré. El pescado no era mi favorito, y no porque tuviera un mal sabor; era más bien por su falta de sabor.  El salmón era tan insípido como todos los tipos de pescados que había comido con anterioridad. Mi suspiro fue de decepción, por haberme ilusionado en que hubiera un pescado que no supiera a nada. —El alcohol la motivó a actuar —explicó Miguel—, lo que quiero conocer es la razón de empujarse a hacer algo así cuando el alcohol le dio valor. Esas palabras sí que debí meditarlas. Él de nuevo tenía la razón, quien al parecer no tenía razón era yo, al menos no presente de momento. » ¿Qué es lo que en realidad quiere, Ana Marcela Durán? —preguntó. Suspiré de nuevo, recargando mi espalda a la silla y dejando caer mi peso completo en esta. Esa pregunta que él había hecho me la habían hecho muchos ya, desde mis amigos, familiares y hasta yo. —Supongo que —hablé después de un rato de silencio—, supongo que lo que quiero es una vida fácil. Miguel sonrió. —¿Crees que existe algo como una vida fácil? —cuestionó mirándome divertido—. Tener dinero no asegura que las cosas irán fáciles. —Supongo que no —dije—. Pero si tienes dinero puedes resolver dificultades mucho más fácil que si no lo tienes. —Tiene un punto —concedió—, pero el dinero no es solo solución, también es el causal de muchos problemas, a veces mucho más grandes de los que tienen los que no tienen dinero. —Bueno —dije—, eso es algo que no sé y, francamente, no me atrevo a imaginar. También es algo que no podré comprobar. — ¿Por qué no? —cuestionó. —Pues porque es improbable que alguien de clase media, a base de simple esfuerzo, logre saltar a la clase alta. Tener dinero, al menos la suficiente cantidad para que el dinero nos dé problemas, es cuestión de cosas como los milagros y la suerte. Y yo estoy consciente de que la suerte no existe, al menos no la mía, y de que los milagros están reservados para los que son de verdad infortunados. —Sus ideas son muy interesantes —indicó Miguel sonriendo—, no parece ser la chica desesperada que imaginé cuando encontré el cartel. —No estoy desesperada por conseguir marido —dije—, ni siquiera necesito dinero. Es cierto que me quejo mucho de mi vida, pero esta no es tan mala como me gusta pintarla cuando me quejo. —Pues ahora no tiene sentido para mí que usted posteara semejante volante. —¿Nunca se ha sentido abrumado por su rutina, señor Cervantes? —cuestioné y él asintió después de mirarme con un tanto de curiosidad—. Bueno, pues a veces, sobre todo en las mañanas que debo despertar después de no haber dormido lo suficiente para sentirme bien conmigo misma, me siento así. Me enojo y reclamo por tener que levantarme a trabajar para poder subsistir medianamente cómoda. —También debo levantarme a trabajar todas las mañanas —indicó y asentí.  Tenía claro que la vida de los hombres ricos no era solo vagancia, de alguna actividad debían sacar sus ganancias, y cualquier actividad realizada requería de algún tipo de esfuerzo. —Pero, en las noches, cuando termina mi día laboral, cuando me siento insatisfecha por las pocas ganancias que recibiré por trabajar tan arduamente en mi empleo y vida personal, la bruma hace nada eso que mi esfuerzo me va a dar. ¿Le pasa eso también? Miguel me miró con seriedad, entonces negó con la cabeza. » Esa es nuestra diferencia —dije—. Por más que me esfuerce mis ganancias nunca serán suficientes como para no quejarme, mientras sus ganancias, por "pocas" que sean, siempre serán suficientes para que su sueño no se turbe. » No lo imagino desesperado porque su alarma no sonó y perderá un día de trabajo, porque usted es su propio jefe, porque marca su ritmo y sus ganancias, porque aún si le va mal en el día tiene en qué apoyarse para no tener problemas. En cambio, yo, si falto al trabajo un día pienso seriamente en vender mi cabello o un pedazo de hígado. Descompletar mis entradas es motivo de estrés suficiente como para enfermarme, algo de lo que no me puedo dar el lujo porque significaría más pérdidas para mí.  » La verdad, no le veo yendo al trabajo cuando se está muriendo, incluso sé que puede darse el lujo de vacacionar en el extranjero con comodidad. Yo hace nueve años no voy a ningún lado por falta de fondos. Sonreí. » Pesar en encontrar un marido rico que me resuelva la vida es como una manera de no perder la esperanza en que mi vida un día será fácil e irá bien. Pensar en que puede llegar el día en que no deberé trabajar más en algo que ni siquiera me gusta, o en que podré comprar con comodidad esas marcas que me encantan y que rara vez tengo la posibilidad de darme el lujo de tener, pensar en qué puedo ir más allá del pueblo vecino para distraerme y salir de mi realidad... esas cosas me hacen hacer idioteces como postear mi foto y teléfono solicitando marido cuando estoy ebria. —Repito que mi vida no es solo comodidad —insistió él y volví a sonreír. —Puede ser —dije—, pero me imagino que la vida de su esposa estaría bastante cerca de lo que imagino. Suspiró y suspiré. » ¿Por qué quiere una esposa? —cuestioné y me miró confundido—. Atendiste a una solicitud de marido, ¿no significa eso que quieres una esposa? —Ah, no —dijo—. Yo solo quiero molestar a mi madre. Le miré con sorpresa y sonreí pensando que era idiota mi pregunta. » Es obvio que no me tomé el letrero con seriedad —aclaró—, pero pensé que alguien tan intrépida como para postear semejante anuncio, sería lo suficientemente astuta de aceptar mi propuesta. —Me molesta un poco que me pensara como alguien astuta —dije—, pero me intriga un poco su propuesta; y no porque la vaya a aceptar. De verdad que no tengo interés en tratar con usted. —Voy a hacer la propuesta porque ahora estoy más interesado en usted que antes, no parece ser una mala persona. —No soy una mala persona —concordé con él—, aunque soy medio idiota a veces. Miguel sonrió y sonreí. —Le ofrezco esa vida de comodidad y lujos que quiere, señorita Durán —dijo—, a cambio tiene que vivir conmigo y soportar a mi madre. Ella seguro querrá interponerse en nuestra falsa relación amorosa, que por supuesto ella no debe saber que es falsa. —¿Por qué quiere hacer algo tan loco como eso? —pregunté. —Mi madre tiene esa peculiar manía de querer llevar las riendas de la vida de sus hijos —contó—, ha hecho de la vida de mi hermana un foso de pena, todo por sus intereses "laborales" y, ahora que se ha asegurado que la vida de ella camina por donde a la familia le conviene, quiere hacer lo mismo conmigo. » No pido mucho —dijo él—, porque puede que cuando gane madurez busque lo mismo que ella, pero, por ahora, solo quiero molestarla y hacerle creer que una chica de una posición económica inferior a la nuestra, sin conexiones y sin ninguna oportunidad o talento de contribuir a nuestra economía, se robó mi corazón. Siento que esa es la mejor manera de demostrarle que llevo las riendas de mi vida y no se va a meter con eso. —Déjeme constatar que entendí bien —pedí—. Usted me está ofreciendo pagarme por soportar las agresiones de su madre, digo, he visto demasiadas telenovelas como para saber que va a intentar apartarnos tirando de mi lado; y, además, será solo por un corto tiempo, ¿cierto? —Miguel no respondió, solo me miró—... No me parece muy atractivo el trato, ¿qué se supone que estoy ganado? —Descasar de su humilde vida —explicó—. Estoy completamente seguro de que mi madre no va a estar sobre de usted veinticuatro siete, además, ella no controla mis finanzas, así que podrá gastar como siempre soñó y jamás podría hacerlo. —Y luego de acostumbrarme a la buena vida, ¿qué? Ese era un punto idiota, en realidad. Sabía bien que no había manera de encontrar alguien que arreglara mi vida, pues siendo mi vida me tocaba arreglar mis problemas por mi cuenta. Por eso, y porque en serio necesitaba deshacerme de la tentación, estaba creando excusas. —Los ricos también nos enamoramos —dijo Miguel y le miré con los ojos tan abiertos como el plato del postre en mi mesa. Miguel sonrió—. No digo que voy a terminar enamorándome de usted, digo que entre todas las personas nuevas y adineradas que va a conocer, puede encontrar el amor. Negué con la cabeza mientras sonreía. La respuesta de ese hombre era justo lo que no había imaginado escucharle; más porque iba segura de que él estaba interesado en mis órganos internos más que en mis sentimientos, en realidad. —No hay trato, señor Cervantes —dije poniéndome en pie—. La comida estuvo bien, el vino fue muy bueno y el postre fue delicioso, además de que la charla fue estimulante y amena. Gracias por pensar en mí, pero por favor devuélvame mi foto. —Creo que es un buen trato el que le estoy ofreciendo —dijo él mientras sacaba de su saco la fotografía con un postit naranja, y no rosa como creí, con mi número de teléfono—. Puede pensarlo, si quiere. —No quiero —dije—. Si le soy sincera, cuando engrapé esto a ese poste no estaba esperando una respuesta, en serio no esperaba ninguna respuesta. Pero de haber sido así, de haber guardado la mínima esperanza de obtener a alguien preguntando por mí, estoy segura de que me hubiera gustado que fuera alguien que no buscara tenerme para desecharme. Así que, ya que nuestros intereses no convienen, no hay trato. —Piénsalo, por favor —pidió Miguel entregándome una tarjeta—, de verdad, piénsalo. —Lo lamento —dije poniendo la tarjeta en la mesa para poderme despedir de ese asunto y seguir con mi ordinaria y tediosa vida que requería de mi máximo esfuerzo para poder funcionar.
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