La puerta principal de la mansión Visconti se cerró con un golpe seco que pareció sellar el destino de la familia. Basilio permaneció inmóvil en el vestíbulo, el eco de las palabras de su madre aún resonando en sus oídos como campanadas fúnebres. El silencio que siguió era más elocuente que cualquier grito, más pesado que cualquier acusación.
Sabía lo que acababa de ocurrir. No solo había entregado a su hermano a la justicia; había roto el código no escrito que había gobernado su mundo durante generaciones. En su familia, la lealtad de sangre era la única ley que importaba, y él acababa de violarla de la manera más flagrante.
Mientras aún respiraba el aire cargado de la confrontación, su teléfono vibró.
—Signore —la voz de uno de sus hombres de confianza sonaba tensa—. Tenemos información sobre el taller Palumbo. Ovidio y su hijo están haciendo preparativos. Parece que... se están preparando para algo.
Basilio cerró los ojos por un momento. Mientras su mundo se desmoronaba, el de los Palumbo seguía girando. La ironía era amarga.
—Vigílalos —ordenó, con voz más cansada de lo que pretendía—. Pero no intervengan. Solo infórmenme de cualquier movimiento.
Al colgar, sintió el peso de la soledad más que nunca. Tiziano en custodia, Sylvana convertida en enemiga, Francesca atrapada en el medio... y él, solo al mando de un imperio que parecía desmoronarse bajo sus pies.
Subió a su estudio, pero la habitación que siempre había sido su refugio ahora se sentía como una celda. Cada objeto, cada mueble, le recordaba a su padre y las expectativas que ahora yacían hechas pedazos. Se sirvió un whisky, pero el sabor le resultó amargo.
Mientras contemplaba su siguiente movimiento, su mente no podía evitar volver a Bianca. La joven que había desencadenado todo esto. La imagen de su frágil figura inconsciente seguía grabada en su memoria. ¿Había hecho lo correcto? ¿Valía la pena destruir su familia por los principios?
Un suave golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
—¿Basilio? —era Francesca, su voz un tenue susurro—. ¿Puedo pasar?
—Adelante —respondió, tratando de suavizar su tono.
Su hermana menor entró, pálida y con los ojos enrojecidos. A sus dieciocho años, Francesca siempre había sido la más frágil de la familia, la más protegida. Pero esa noche, había una determinación en su mirada que Basilio no había visto antes.
—¿Es cierto? —preguntó, cerrando la puerta tras de sí—. ¿Entregaste a Tiziano?
Basilio asintió lentamente.
—Era necesario, Francesca.
—¿Necesario? —su voz tembló—. Lo escuché todo desde arriba. Madre... ella...
—Lo sé —la interrumpió suavemente—. Pero Tiziano secuestró a una mujer inocente. La dejó al borde de la muerte. ¿Qué debería haber hecho?
Francesca se mordió el labio, mirando hacia la ventana.
—Siempre supimos cómo era Tiziano. Siempre supimos que algún día... —hizo una pausa—. Pero entregarlo tú mismo, Basilio...
—Si no lo hacía yo, ¿quién? —preguntó, acercándose a ella—. ¿Debería haber esperado a que matara a alguien? ¿A que la policía viniera a sacarlo a rastras de alguna cantina?
—¡No lo sé! —Francesca estalló en lágrimas—. Solo sé que nuestra familia se está desmoronando. Y tengo miedo.
Basilio la abrazó, sintiendo cómo temblaba. Por un momento, fue el hermano mayor que la había protegido toda su vida, no el patriarca que tenía que tomar decisiones imposibles.
—Siempre te protegeré —susurró—. Pase lo que pase, tú estarás a salvo.
—¿Y tú? —preguntó Francesca, separándose para mirarlo a los ojos—. Madre jamás te perdonará esto. Y Tiziano... él es peligroso cuando está acorralado.
—Lo sé —admitió Basilio—. Pero algunas decisiones no se toman pensando en el perdón.
Mientras consolaba a su hermana, su teléfono volvió a vibrar. Esta vez era Rossi.
—Basilio —la voz del comandante sonaba grave—. Tu hermano está siendo procesado. Los cargos son graves: secuestro, agresión, posesión ilegal de armas. No va a salir bajo fianza.
—¿Hablaste con él?
—Brevemente. No muestra arrepentimiento. De hecho... —Rossi hizo una pausa—. Dijo que tú pagarías por esto.
Basilio no se inmutó.
—¿Algo más?
—Sí. Tu madre ya ha llamado a tres abogados. Y no son los tipos que suelen manejar estos casos. Son... especialistas en hacer que las cosas desaparezcan.
—Eso no me sorprende —respondió Basilio—. Gracias, Rossi.
Al colgar, supo que la batalla apenas comenzaba. Sylvana no se rendiría fácilmente. Movilizaría todos sus recursos, usaría todas sus influencias. Y mientras tanto, Tiziano estaría ahí dentro, fermentando en su odio.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Francesca, limpiándose las lágrimas.
—Madre intentará sacarlo —explicó Basilio—. Usará sobornos, amenazas, lo que sea necesario. Y yo...
—¿Tú qué?
—Tengo que asegurarme de que la justicia siga su curso —respondió, aunque las palabras le sabían a traición.
Francesca lo miró con una comprensión triste.
—Estás solo en esto, ¿verdad?
Basilio asintió. Por primera vez en su vida, estaba completamente solo. Sylvana lo veía como un traidor, Tiziano como un enemigo, y Francesca... Francesca era demasiado joven para entender el peso de lo que estaba ocurriendo.
Después de que su hermana se retirara, Basilio hizo una llamada más. A un contacto dentro del sistema, alguien que le debía favores.
—Quiero saber todo lo que ocurra con mi hermano —ordenó—. Cada visita que reciba, cada llamada que haga. Y especialmente si mi madre intenta algo.
Mientras hablaba, no podía evitar pensar que se estaba convirtiendo en lo que siempre había despreciado: alguien que espiaba a su propia familia. Pero ¿qué alternativa tenía? Sylvana estaba dispuesta a quemarlo todo con tal de salvar a Tiziano, y él no podía permitir que eso ocurriera. No porque quisiera hundir a su familia, sino porque no estaba bien lo que su madre estaba haciendo, cosa que tambien podia arrastrarla a ella.
Horas más tarde, recibió la confirmación de que Sylvana ya había puesto en movimiento su maquinaria. Dos de los abogados más caros —y turbios— de Italia habían sido contratados. Uno de ellos tenía conexiones con jueces de apelación. El otro era conocido por hacer desaparecer testigos.
Basilio sabía lo que eso significaba. La guerra no sería solo en los tribunales; sería en las sombras, donde su familia había operado siempre. Y esta vez, estaría luchando en ambos frentes: contra los Palumbo y contra los suyos.
Se dirigió a la ventana de su estudio, mirando los jardines oscuros. En algún lugar ahí fuera, Ovidio Palumbo probablemente estaría celebrando la desgracia de los Visconti. Y Bianca... Bianca seguía luchando por su vida.
Una parte de él se preguntaba si todo esto valía la pena. Si entregar a su hermano, destruir su familia, alienar a su madre... si todo eso era el precio correcto por hacer lo correcto.
Pero luego recordó la imagen de Bianca en el hospital. Con eso sabia que, aunque el precio fuera devastador, no podía haber elegido diferente.
El timbre del teléfono lo sacó de sus pensamientos. Era el hospital.
—Signore Visconti —dijo una voz profesional—. La señorita Palumbo ha recuperado la conciencia.
Basilio contuvo el aliento.
—¿Puede recibir visitas?
—Brevemente. Pero debo advertirle que está muy débil.
—Iré en media hora —decidió.
Al colgar, supo que estaba a punto de cruzar otro punto de no retorno. Ver a Bianca consciente, hablar con ella... eso cambiaría todo. Porque ya no sería solo el hombre que la había rescatado, sino el hermano del hombre que la había lastimado.