Un juramento bajo la lluvia
ADVERTENCIA...
La historia contiene descripciones explicitas, y como es de venganza, suele ser algo fuerte.
Está cargada de drama, venganza y odio. Si no buscas algo así para leer, entonces esta no es una historia para ti. Tambien hay amor, pero todo se va desarrollando a su paso, no desesperen.
Si te quedas, bienvenida y disfruta de la lectura.
[***]
Un juramento bajo la lluvia.
La lluvia caía suave sobre el cementerio, como si el cielo derramara lágrimas por Lorenzo Visconti. El mundo parecía guardar silencio ante la partida del hombre que había sido fuerza, poder y leyenda. Su ataúd descendía lentamente, envuelto en ese aire solemne que solo tienen las despedidas que marcan un antes y un después.
Sylvana Visconti permanecía erguida frente a la tumba. Su vestido negr0 se ceñía a su figura imponente, y su rostro, aunque hermoso, estaba endurecido por un dolor que no permitía escapar. No lloraba, no se quebraba, no lo haría frente a los ojos del mundo. Pero su corazón sangraba con cada palada de tierra que caía sobre el féretro.
—Lo juro… —susurró, su voz fuerte, casi solemne, aunque por dentro temblaba—. El hombre que le arrebató la vida a Lorenzo pagará con la suya. Haré que su sangre corra, que el destino lo condene como lo condenó a él.
A su lado, Basilio, el hijo mayor, la escuchaba en silencio. Tenía veintidós años, pero aquel día el peso de la familia caía completo sobre sus hombros. Su expresión era fría, serena, como la de un hombre acostumbrado a controlar cada emoción. Y, sin embargo, sus ojos oscuros traicionaban el dolor que lo atravesaba. Sabía que el deber lo reclamaba, y que no habría espacio para lágrimas ni dudas.
Tiziano, en cambio, no podía contenerse. A sus dieciséis años, la rabia lo desbordaba como un río embravecido. Apretaba los puños, los labios tensos, el corazón lleno de un odio que apenas sabía manejar.
—Lo encontraré, madre —dijo con un hilo de voz ronca, pero cargada de furia—. Juro que lo mataré con mis propias manos.
—No —lo detuvo Basilio con firmeza, su voz profunda, templada por la razón—. No será así. La venganza no se ejecuta con rabia, sino con paciencia. Si padre nos enseñó algo, fue que los enemigos se vencen con inteligencia.
La tensión entre los hermanos se hizo palpable, hasta que un sollozo rompió aquel momento. Francesca, la menor, apenas con ocho años, lloraba desconsolada a lado de Basilio. Su pequeño cuerpo temblaba, su rostro húmedo por las lágrimas, mientras se aferraba a su hermano como si temiera que también se lo arrebataran.
Basilio bajó la vista hacia ella y la rodeó con un brazo protector.
—Estoy aquí, Francesca —murmuró suavemente—. No dejare que nada ni nadie te lastime a ti también.
Alrededor, el cementerio permanecía casi vacío. No por falta de conocidos, sino porque pocos se atrevían a estar tan cerca de los Visconti. La familia más poderosa y temida de Italia no necesitaba compañía en su duelo. Su sola presencia imponía respeto, y también miedo.
Cuando la última palada de tierra cubrió el ataúd, Sylvana se inclinó apenas hacia la tumba, tocando el mármol con la yema de los dedos, como si acariciara la piel de su difunto esposo.
—Descansa, Lorenzo. Tu muerte no quedará impune.
El viento pareció acoger esas palabras, llevándolas más allá de aquel cementerio gris.
Y así, bajo la lluvia y la tierra húmeda, nació un pacto silencioso en los corazones de los Visconti: no olvidarían, no perdonarían. La sangre pedía sangre.
Y en adelante, las calles de Italia recordarían aquel juramento.
[***]
Pasaron los meses, pero el eco del funeral aún resonaba en cada rincón de la mansión Visconti. Las paredes, altas y solemnes, parecían guardar el silencio pesado de la ausencia. El aire olía a poder y a duelo, como si la sombra de Lorenzo continuara allí, observándolo todo.
Basilio había tomado el lugar de su padre sin titubeos. Aún era muy joven, pero la madurez en su mirada era la de un hombre que había nacido para mandar. Su voz se escuchaba en los pasillos con la misma firmeza que la de Lorenzo, y cada decisión que tomaba confirmaba lo que muchos ya sabían: el nuevo patriarca de la familia era él.
El nombre del asesino había llegado pronto a sus oídos: Ovidio Palumbo. Un nombre que desde entonces se convirtió en un veneno que recorría las venas de cada miembr0 de los Visconti. El hombre que había osado desafiar el imperio, el traidor que había arrebatado al jefe de aquella familia poderosa.
Basilio no tardó en actuar. Con el poder que poseía, y con la red de contactos que obedecía sin cuestionar, ordenó la búsqueda. Y cuando Ovidio fue encontrado, el destino que le deparó no fue la muerte rápida que Sylvana o Tiziano deseaban. No. Basilio dictó otra sentencia para él, una fría como el acero:
Cien años de encierro.
Cien años de oscuridad.
Cien años en una prisión donde su cuerpo se marchitaría lentamente, se extinguiría hasta dejarle solo piel vieja, hueso y arrepentimiento.
—La muerte es un regalo demasiado piadoso —declaró Basilio, su voz cortante, firme como un juez implacable—. Quiero que se pudra allí dentro. Que la vida lo consuma gota a gota, día tras día, hasta que no quede nada de ese hombre.
Para Sylvana, aquellas palabras fueron una daga en el orgullo. Ella había imaginado otra escena: verlo suplicar por su vida, arrodillado, implorando perdón mientras sus manos lo despojaban de todo respiro. No aceptaba con facilidad que su enemigo respirara aún, aunque estuviera tras rejas.
—La sangre se paga con sangre —murmuró con los labios apretados, sin apartar la mirada de su hijo mayor—. Eso es lo que Lorenzo hubiese querido.
Pero Basilio no se inmutó. Su madre podía cuestionar, Tiziano podía arder de rabia, pero la decisión ya estaba tomada. Ovidio Palumbo jamás volvería a ver la libertad, ese hombre moriría lentamente encerrado en una celda.
Tiziano, por su parte, no ocultaba la furia que le consumía. Apenas con dieciséis años, soñaba con apretar sus manos alrededor del cuello del asesino, con arrancarle gritos de dolor, con convertir su venganza en una ofrenda a la memoria de su padre. Para él, la prisión era una burla, una condena demasiado suave para un pecado tan atroz.
—Lo quiero muerto, Basilio —dijo una noche, alzando la voz en el despacho donde los hermanos solían reunirse. Sus ojos brillaban con ese fuego indomable que lo caracterizaba—. Quiero matarlo con mis propias manos.
Basilio lo miró con esa calma imperturbable que tanto desesperaba a su hermano menor.
—No lo entiendes aún, Tiziano. La venganza verdadera no siempre se sirve con sangre inmediata. A veces, el castigo es más cruel cuando el tiempo lo devora todo.
Tiziano golpeó la mesa, frustrado.
—¡Eso no es justicia, es compasión!
—Es poder —lo corrigió Basilio, cada palabra pronunciada con precisión—. Poder de decidir quién vive y cómo muere. Es dejarle claro al enemigo quien es quien manda.
La discusión terminó allí, porque lo decidido ya estaba sellada. Ovidio Palumbo fue condenado a más de un siglo tras las rejas, y ningún recurso, ningún aliado y ningún soborno podrían salvarlo de ese destino.
En la intimidad de su cuarto, Sylvana seguía repitiendo el mismo rezo cada noche: que alguien le trajera pronto la noticia de que Ovidio había muerto. No importaba cómo ni cuándo, solo anhelaba escuchar que aquel hombre había exhalado su último aliento en una celda fría y solitaria.
Y Tiziano, aunque acataba en silencio la autoridad de Basilio, guardaba en su interior un deseo latente: que algún día la justicia no dependiera de encierros ni condenas, sino del filo de un arma en sus propias manos.
La venganza de los Visconti había comenzado. Tal vez no en la forma en que la viuda o el hijo menor hubieran querido, pero la rueda ya giraba.
Y mientras Ovidio Palumbo respirara tras aquellas paredes de hierro, cada amanecer sería un recordatorio cruel de que su vida ya no le pertenecía.
El apellido Visconti no perdonaba.
Y, aunque la muerte tardara en llegar, el destino ya lo había condenado.