El regreso de Palumbo

1330 Words
Diez años después… Bianca Palumbo apenas podía creerlo. Estaba sentada frente al espejo de su habitación, revisando los últimos detalles de su aspecto. Quería verse hermosa. —¡Bianca! —la voz de su madre, Virgilia, retumbó desde las escaleras—. ¡Vamos, que se hace tarde! La joven sonrió, divertida, mientras ajustaba la mascada violeta en su cabello castaño, dejándola como una delicada diadema que enmarcaba la suavidad de su melena suelta. Esa mañana había elegido con cuidado cada detalle de su atuendo. No era un día cualquiera. Hoy, después de tantos años, su padre volvería a casa. Giró la mirada al reloj sobre su peinador y casi se le detuvo el corazón. Faltaban pocos minutos para las nueve. —¡Ay, Dios! —murmuró con un respingo Tomó su bolso a toda prisa y salió corriendo de su habitación, bajó las escaleras con pasos apresurados. Al llegar al recibidor, encontró a su madre y a su hermano menor, Piero, quienes la esperaban ya en la puerta. —¿Por qué tardabas tanto? —refunfuñó él, con esa mezcla de fastidio y broma que lo caracterizaba—. Créeme, él no va a notar si traes esa tonta cosa en la cabeza o no. Va a estar demasiado ocupado celebrando que por fin salió de ese agujero. Bianca soltó una risa suave y le dio un apretón juguetón en el brazo. —Claro que lo notará, Piero. Él siempre se fija en mí —aseguro con orgullo. El muchacho puso los ojos en blanco, pero no pudo ocultar la chispa de complicidad que brilló en su mirada. A sus diecinueve años, conservaba ese aire rebelde e inconforme que lo llevaba a bromear incluso en los momentos más solemnes. Virgilia suspiró con paciencia y abrió la puerta. —Vamos ya, o no llegaremos a tiempo. No querrán que nos esté esperando en vez que nosotros a él —hubo un breve regaño por parte de la madre, aunque pocas veces les llamaba la atención. Más bien era porque estaba nerviosa y emocionada, al igual que sus hijos. Los tres salieron y subieron al taxi que ya los esperaba. El viaje fue largo, cruzando las calles hasta la carretera que conducía a las afueras de la ciudad. Durante el trayecto, la emoción era palpable dentro del vehículo. La madre, con los ojos fijos en la ventana, contenía las lágrimas que amenazaban con escapar. El hijo, inquieto, tamborileaba con los dedos en su pierna. Y Bianca… Bianca sostenía una sonrisa radiante que iluminaba todo su rostro. Diez años habían pasado desde la última vez que había visto a su padre fuera de ese lugar. Diez años en los que la distancia de una prisión había marcado cada cumpleaños, cada celebración, cada instante de nostalgia. Pero hoy, por fin, esa barrera desaparecería. Esta vez el seria libre. El taxi se detuvo frente a un portón metálico, alto e imponente, como una fortaleza. Las paredes grises y el silencio del lugar le erizaron la piel. Antes incluso de que el vehículo se detuviera por completo, Bianca abrió la puerta de su lado y bajó de un salto, con el corazón latiéndole con fuerza. El chirrido del portón comenzó a escucharse, abriéndose lentamente, y entonces lo vio. Un hombre salió caminando desde el interior. Su figura había adelgazado con los años, pero sus pasos seguían firmes. Sus ojos, cansados por la vida en cautiverio, se iluminaron al verla. Y esa sonrisa, amplia y sincera, transformó todo el escenario gris en un instante de pura luz. —¡Papá! —gritó Bianca, corriendo hacia él. No esperó a su madre ni a su hermano. No había tiempo para nada ni nadie más. Solo estaba la necesidad urgente de sentir de nuevo el abrazo de aquel hombre al que había extrañado hasta el alma. Se lanzó a sus brazos, y él la recibió con la misma fuerza que un náufrago al encontrar tierra firme. Sus brazos, delgados por los años de encierro, la rodearon con ternura infinita. —Papá, por fin… —sollozó ella, con lágrimas deslizándose por sus mejillas—. Te extrañé tanto… Me hiciste tanta falta… Qué afortunada me siento, hoy es uno de los días más felices de mi vida, porque finalmente regresas a casa con nosotros. Ovidio Palumbo la estrechó con fuerza, sus propias lágrimas cayendo sin disimulo. Se apartó apenas para mirarla mejor, sujetando su rostro con ambas manos. Quiso memorizar cada detalle, cada rasgo, como si el tiempo perdido pudiera recuperarse en un instante. —No, hija —respondió con voz quebrada, pero firme de emoción—. El afortunado soy yo… porque vuelvo a ver ese rostro hermoso iluminarse cuando sonríes, y porque puedo abrazarte de nuevo, mi palomita. Se inclinó y depositó un beso lleno de amor en la frente de Bianca. Ella cerró los ojos, no solo para memorizar ese momento, también para disfrutarlo. Detrás, Virgilia y Piero se habían detenido unos pasos más atrás, conmovidos. Pero para Bianca, en ese momento, el mundo entero desapareció. Solo existían su padre y el regreso que había soñado durante tantos años. El destino le devolvía al hombre que más había amado… sin imaginar que, al mismo tiempo, el apellido Palumbo estaba a punto de convertirse en el centro de una tormenta que cambiaría sus vidas para siempre. [***] El mármol de la oficina reflejaba la fría luz de la mañana, pero Basilio Visconti no sentía el menor rastro de calma. La noticia había llegado como un disparo: Ovidio Palumbo estaba en libertad. El apellido retumbaba en su mente como un eco maldito, trayendo consigo las sombras del pasado. Se recostó en el sillón de cuero, los dedos tamborileando con paciencia fingida sobre el escritorio, aunque por dentro ardía como un volcán contenido. Su sangre hervía, cada latido golpeándole con fuerza en las sienes, pero no permitió que ese rencor se desbordara frente a los hombres que aguardaban órdenes. La imagen de su padre, muerto en aquel ataúd, cruzó por su memoria como un espectro que lo atormentaba desde hacía años. —¿Qué quiere que hagamos, signore? —preguntó uno de ellos con voz grave, inclinándose hacia adelante. La pregunta no era inocente. Todos sabían a qué se refería: eliminar al hombre, arrancarlo de la faz de la tierra como debieron de haberlo hecho desde el comienzo. Basilio levantó la mirada. Sus ojos, oscuros y acerados, eran los de un hombre que conocía bien el poder de la venganza, pero que también sabía medir cada movimiento. No. Palumbo no iba a morir de esa forma. No a manos de otros. —Nada —dijo con una calma que cortaba como una hoja afilada—. Se quedarán quietos. El silencio cayó sobre la sala, cargado de tensión. El subordinado se irguió, sorprendido. —¿Nada? Basilio se incorporó con un movimiento lento, cargado de tensión contenida, y avanzó hasta la ventana. La ciudad se extendía frente a él, vibrante y peligrosa, como un animal salvaje dispuesto a atacar. En ese instante, no vio edificios ni luces, solo un campo de batalla donde cada decisión podía significar vida o muerte. —Ese cobarde me debe una respuesta. —Su voz fue baja, áspera, pero llena de un poder que helaba la sangre—. Lo buscaré yo mismo. Quiero mirarlo a los ojos… y que me diga por qué lo hizo. Se giró hacia sus hombres, y en su expresión había una determinación férrea. Palumbo había jurado inocencia antes de pudrirse en prisión. Nunca explicó el motivo de porque lo había hecho. Nunca confesó que él era el asesino de su padre. Ahora, Basilio pensaba arrancarle la verdad con sus propias manos. Y mientras sus hombres lo observaban en un silencio reverente, él tuvo un pensamiento oscuro y letal: “Si ese hombre tiene el valor de mirarme a la cara, entonces que también tenga el valor de confesar… antes de que yo decida si merece seguir respirando.”
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