Había pasado poco más de cuarenta minutos desde que se llevaron a la joven tras las puertas de urgencias. Basilio seguía de pie, inmóvil, frente al pasillo que se tragó a la muchacha. No se sentó ni un segundo.
El silencio del hospital era incómodo, solo roto por los pasos de enfermeras y el sonido distante de los monitores cardiacos. A su lado, Ciro miraba el suelo, intentando leer el estado de ánimo de su jefe sin atreverse a abrir la boca.
El tiempo se estiraba como una cuerda a punto de romperse, hasta que finalmente un médico salió de la sala. Llevaba una expresión de quien no está seguro de qué tan buenas son las noticias que va a dar.
—¿Ustedes son los que trajeron a la joven? —preguntó, mirando de uno al otro.
—Sí —respondió Basilio, con la voz firme.
El doctor asintió y se acomodó los lentes.
—La situación es… delicada. —Hizo una pausa, como si buscara la forma más precisa de explicarlo—. Llegó en un estado de hipotermia severa. Tenía la presión peligrosamente baja, signos de deshidratación y varias contusiones. También presenta una infección avanzada, probablemente causada por el agua sucia o las condiciones en las que estuvo expuesta. Por ahora está estable, pero las próximas horas serán decisivas. Si su cuerpo responde bien al tratamiento, saldrá del peligro. Si no… —su silencio completó la frase.
Basilio apretó la mandíbula. La imagen de Bianca inconsciente volvió a cruzarle la mente. Ciro se removió incómodo a su lado.
El médico los observó detenidamente. Su mirada iba de uno al otro con un dejo de sospecha.
—¿Son sus familiares? —preguntó, tanteando con cuidado.
—No. —La respuesta de Basilio fue inmediata, cortante—. La encontramos en ese estado. La trajimos porque necesitaba atención urgente.
El doctor lo miró con más detenimiento, deteniéndose en su porte, en su traje de buena tela que, aunque estaba manchado con restos de barro, se podía notar lo costoso que podría ser. También se fijó en el reloj caro que llevaba, y en la tensión de sus hombros. Parecía procesar algo que no terminaba de cuadrarle.
—¿Dónde la encontraron exactamente? —inquirió con un tono reticente.
Ciro y Basilio intercambiaron una mirada rápida.
—En una zona a las afueras de Roma —respondió Basilio—. Había llovido toda la noche. La muchacha estaba tendida en el suelo, empapada y sin conciencia.
—Eso explica parte de su condición —replicó el médico, aunque la duda seguía brillando en sus ojos—. Esos signos… no son recientes. Estuvo mucho tiempo expuesta al frío, sin alimento y sin abrigo. Si no la hubiesen traído, habría muerto en menos de una hora.
El tono del doctor había cambiado. Ya no era solo profesional, era inquisitivo.
Ciro bajó la vista, incómodo, por el hecho de que estaban ocultado el motivo de como ella termino en ese sitio. Basilio, en cambio, lo sostuvo con la misma frialdad con la que miraba a sus enemigos.
—Hicimos lo que había que hacer —dijo, sin apartar sus ojos oscuros del hombre.
El médico asintió despacio, aunque su expresión no se suavizó.
—¿Saben su nombre? ¿Algún dato con el que podamos identificarla?
—No. —Basilio negó apenas—. Pero puede comunicarme con la policía. Que vengan y tomen sus datos. Tal vez sus familiares la estén buscando.
El hombre de bata lo miró con desconfianza, como si no estuviera seguro de creerle del todo. Pero finalmente asintió.
—Está bien. Haré el reporte. En cuanto tengamos un avance, le avisaré.
—Gracias —respondió Basilio, con un gesto seco.
El médico se alejó con pasos rápidos, desapareciendo tras una puerta lateral.
Apenas quedaron solos, Ciro soltó el aire que llevaba conteniendo desde hacía minutos.
—Signore… —su voz sonó baja, casi temerosa—. ¿Y si nos culpan por lo que le pasó? ¿Y si el padre de esa chica le dice a la policía que fue usted quien la secuestro?
Miró a su empleado sin ni siquiera parpadear.
—No te preocupes —respondió con calma, pero con un filo en la voz que no admitía réplica—. Hablaré con el comandante. Le explicaré lo ocurrido.
—¿Con el que tiene contacto en la policía?
—Sí —asintió con firmeza—. Pero antes necesito recuperar mi teléfono. —Desvió la mirada hacia la puerta, recordando que su saco seguía con la joven—. O mejor… iré directamente a verlo. No debemos esperar.
Ciro lo observó en silencio, notando el cambio en su mirada. Lo conocía lo suficiente para saber que cuando Basilio tomaba una decisión, no había marcha atrás.
—¿Y qué piensa decirle? —preguntó al fin. —¿Ira en nombre del joven Tiziano?
—No. Primero le explicaré la situación, cómo encontramos a la chica —comentó con voz áspera—. Después le diré que no me opondré a la demanda que la familia Palumbo presentó contra mi hermano. Si se tiene que hacer justicia… que se haga.
Ciro parpadeó, confundido.
—¿Justicia… quiere decir que va a entregar al joven?
Basilio giró la cabeza hacia él, con los ojos encendidos por algo que no era solo rabia, sino una determinación feroz.
—Sí. —Asintió sin titubear—. Si mi hermano fue quien le hizo daño a esa chica, entonces tendrá que pagar por su delito.
No necesitaba saber de la boca de su hermano que el había sido el que planeo el secuestro y encerró a la joven en ese lugar. Ciro pareció querer decir algo, pero no pudo. Lo único que hizo fue tragar saliva y mirar a otro lado.
La voz de su jefe resonó de nuevo, más grave, más lenta, con ese tono que solo usaba cuando algo lo había marcado de verdad.
—Nunca estuve tan seguro de algo.
El silencio se instaló entre ambos. Basilio se llevó una mano a la nuca, tratando de aliviar la tensión que lo carcomía por dentro. No era ira lo que lo dominaba ahora. Era una mezcla más oscura: decepción, cansancio, una punzada que le nacía desde el centro del pecho y que no se aliviaba con nada.
Miró por última vez hacia las puertas de urgencias. Detrás de ellas estaba la prueba viviente del desastre que su hermano había provocado. Y aunque su madre lo odiara por lo que pensaba hacer, aunque Tiziano lo maldijera por toda la vida, Basilio ya había tomado su decisión.
No protegería a nadie que jugara con la vida de otro, y más con la de un inocente. Ni siquiera si llevaba su sangre.