El golpe en la puerta anunció la llegada de su hombre de confianza. Basilio levantó la vista apenas, lo suficiente para notar el sobre en su mano.
—Lo que pidió, signore. —Lo dejó sobre el escritorio.
Basilio lo tomó. El simple roce del papel contra sus dedos provocó algo que no esperaba. El recuerdo se encendió de golpe: la joven de la galería, esos ojos castaños abiertos de sorpresa, el cuerpo ligero que había atrapado antes de que cayera al suelo. Y su aroma, una mezcla dulce y fresca.
Aún recordaba todo aquello. Y no entendía el porqué.
El corazón le golpeó el pecho con un latido seco. No era enojo, no era molestia. Era algo distinto. Algo extraño que lo descolocaba, que lo arrancaba de su control férreo. No lo ignoraba. Al contrario, esa sensación le mordía por dentro y lo mantenía despierto.
Esa mujer… lo había dejado con una intriga que lo carcomía. Era absurdo, lo sabía, pero en vez de alejarse, se aferró a ese sentimiento como quien se aferra al filo de un arma. Porque en medio de tanto odio y venganza, esa sacudida era lo único que lo hacía sentir vivo.
Sostuvo el sobre entre sus dedos, a punto de abrirlo. Un cosquilleo inquietante le recorrió el cuerpo, casi arrancándole la paciencia. Quería romper el papel de una vez y descubrir quién era esa mujer que se había colado en su mente, ocupando un lugar que no lograba desalojar.
Entonces, el móvil vibró. La pantalla mostró un nombre que lo regresó de golpe a la realidad: Rafael.
—¿Qué pasa? —contestó, su voz sonó áspera, cargada de impaciencia.
—Basilio… es sobre Tiziano. —Un silencio denso se coló en la línea. Su tío parecía arrastrar las palabras, como si le costara soltar lo que venía.
—¿Qué pasa con Tiziano? —insistió Basilio, con la mandíbula tensa. Algo en su instinto le gritaba que esa llamada traía malas noticias, y que nada de lo que iba a escuchar le gustaría.
—Recibí una llamada del oficial Antonio… ya sabes, el amigo que tengo ahí…
Basilio lo interrumpió de golpe, la paciencia hecha trizas en cuanto el tema giraba en torno a su hermano.
—Sí, Rafael, sé muy bien quién es ese hombre. Pero dime ya, ¿qué tiene que ver con Tiziano?
Su tío tardó en responder. Parecía medir cada palabra, consciente de que una chispa mal puesta podía encender la furia de su sobrino.
—Me llamó hace un momento para decirme… que tu hermano tiene una demanda por secuestro.
El silencio que siguió fue más denso que el plomo. La furia en Basilio subió como una marea imparable.
«¿Qué demonios hiciste, mocoso?», pensó, con los dientes apretados.
«No… debe ser un malentendido. Es terco, desobediente, incapaz de seguir mis órdenes, sí… pero arrebatarle la libertad a alguien, eso no. Tiziano nunca haría algo así.»
—¿Quién puso la demanda?
A Rafael casi se le atoró la voz al responder, no porque sintiera pena por la muerte de su cuñado, sino porque sabía lo prohibido que era mencionar ese apellido dentro de la familia, sabía lo que significaba y la carga que traía con él.
—Ovidio Palumbo.
La mandíbula de Basilio se tensó al instante; aquel nombre lo atravesó como un cuchillo, despertando en su interior una mezcla de rabia y desprecio que lo desestabilizó.
—¿Qué carajos dijiste? —soltó, con un rugido contenido.
—Ovidio Palumbo fue a la policía —repitió Rafael, con más firmeza esta vez—. Lo acusa de la desaparición de su hija.
El aire se volvió más pesado que antes, sofocante, y en medio de ese silencio Basilio cerró los ojos un instante, apenas un respiro, y sin darse cuenta apretó el sobre entre sus dedos; el mismo que segundos antes le había provocado una sensación extraña, ahora se arrugaba bajo la presión ciega de su rabia.
—¿Por qué demonios lo culpa a él? ¿Qué mierda tiene que ver mi hermano con esa gente? —escupió, como si las palabras pudieran arrancar de raíz la acusación.
Rafael titubeó, buscó la forma menos violenta de soltarlo, pero al final la verdad cayó como un golpe seco:
—Basilio… tu hermano amenazó a ese hombre en plena calle. Hace unos días se cruzaron en la ciudad y Tiziano no perdió la oportunidad de lanzarle su odio. Hubo testigos, muchos lo vieron y escucharon.
Basilio se puso de pie de golpe, golpeando el escritorio con la palma.
—¡Y nadie pensó en decírmelo!
—Yo apenas me enteré.
—¿Ya lo buscaste?
—Su teléfono está apagado. Va directo al buzón.
—¿Y madre? ¿Sabe algo?
—No. Dice que desde la mañana no lo ve. Él mismo aseguró que estaría ocupado en el club, con un cargamento de bebidas que llegó en la madrugada.
Basilio no respondió. Cortó la llamada bruscamente y el silencio que quedó fue más brutal que cualquier palabra. El sobre terminó hecho trizas en su puño y cayó sobre el escritorio, olvidado.
Apenas salió de la oficina, su hombre estaba esperándolo del otro lado de la puerta.
—Dile al chofer que prepare el auto de inmediato —ordenó Basilio, con la voz seca y afilada—. Nos dirigiremos a Crepuscolo.
El hombre asintió y desapareció en cuestión de segundos.
Basilio avanzó por el pasillo con el pecho ardiendo. El recuerdo de la chica aún le atravesaba la mente como una espina, pero la tormenta desatada con el nombre Palumbo lo devoraba todo.
[***]
Minutos más tarde, Basilio ya estaba en el club de su hermano. Quedó claro desde el primer instante que Tiziano no estaba allí: ni en la oficina ni en ningún rincón de ese edificio. La ausencia lo enfureció más. No le quedó otra opción que interrogar a los empleados, convencido de que alguno de ellos debía estar encubriendo sus asuntos turbios.
Los reunió en la zona VIP, ese mismo lugar donde Tiziano solía pasar el tiempo bajo la excusa de “atender el negocio” lejos de la oficina. Basilio se acomodó en un sillón amplio y oscuro, imponente en cada gesto, y comenzó a pasarlos por grupos: primero los meseros, luego los barman, después los de seguridad. Al final, dejó a los supervisores, los encargados de mantener el lugar en pie cuando su hermano no aparecía.
Fue entonces cuando lo vio. Uno de los muchachos del grupo, un encargado del club, no dejaba de moverse con nerviosismo. Evitaba sus ojos, tragaba saliva cada dos segundos, como si su propio cuerpo lo delatara.
―Tú. ―Basilio lo señaló con un dedo firme. ―Acércate.
El silencio se hizo más denso. El joven avanzó con pasos inseguros hasta quedar frente a él.
―Dime dónde está mi hermano y podrás irte a tu casa temprano ―soltó Basilio con calma gélida.
―No lo sé, señor… en verdad no sé dónde pueda estar el joven Tiziano ―balbuceó, mirando al suelo.
―Mírame ―ordenó Basilio.
El hombre levantó la cabeza con esfuerzo. Fue solo un segundo, porque la mirada oscura y pesada de Basilio lo quebró. Bajó los ojos de inmediato, temblando.
―Ahora repítelo ―añadió Basilio.
El muchacho tragó saliva, la voz se le rompía antes de poder articular cualquier palabra.
―Ciro ―Basilio hizo un leve ademán con la mano, y su hombre de confianza se adelantó hasta quedar a centímetros del supervisor. ―Acompaña a mi nuevo amigo al coche. Daremos un paseo.
El empleado se quedó helado, imaginando todo tipo de escenarios: una paliza brutal, terminar abandonado en alguna carretera desolada fuera de Roma, o peor. Los rumores sobre Basilio Visconti eran demasiados, y todos coincidían en algo: cuando quería sacar la verdad, nadie salía intacto.
Desesperado, recordó la amenaza que ya había recibido días antes de Tiziano, cuando lo obligó a preparar “las cosas para el gran día”. El miedo lo desbordó y habló.
―No puedo hablar… ―confesó entrecortado. ―Si el joven Tiziano se entera de que yo lo delaté, me despedirá…
―¿Despedirte? ―Basilio arqueó una ceja, inclinándose apenas hacia él. ―¿Temes más perder un empleo que desaparecer del país y que nadie vuelva a encontrarte en ninguna parte del mundo?
El silencio cayó como un martillazo. La amenaza de Basilio era más pesada, más real que la de su hermano. Era un hombre que no conocía límites y lo dejaba claro en cada palabra.
El muchacho tembló como una hoja.
―Está bien, señor Visconti ―se rindió al fin, la voz quebrada―. No tengo la dirección exacta… pero sé cómo llegar. Estuve ahí un par de veces.
―Perfecto. ―Basilio se levantó despacio y abotono su saco. ―A fin de cuentas, te convertirás en nuestro acompañante de viaje esta noche.
Salió de la sala sin mirar atrás. Con una seña rápida a Ciro, dejó claro que quería al supervisor bajo control, que no intentara escapar ni esconderse. Lo quería sentado en el coche segundos después de que él subiera.