Capítulo 12. Era ella

1213 Words
La puerta de acero no era como la principal: esa estaba asegurada, con un cerrojo viejo, pero que era muy difícil de remover. La empujaron, la patearon, intentaron forzarla; la fuerza bruta fue la única respuesta posible. Hasta que, con un último empujón por ambos hombres, el metal cedió con un quejido terrible que sonó en las entrañas del edificio. Los cimientos crujieron; por un instante se sintió como si el techo y las paredes respiraran y se sacudieran. Ciro contuvo la respiración. Basilio no se permitió pensar en esos ruidos: lo único que lo jodía era sacar a quien estuviera allí adentro. Cuando la puerta finalmente se abrió del todo, entraron de inmediato. La linterna de Ciro recortó la penumbra en haces cortos. Hacía frío adentro, un frío húmedo que te abofetea la piel. En el suelo, a unos metros, como una imagen puesta a propósito para romperle la cordura, había una figura menuda, encogida, hecha un ovillo. El olor del barro, del encierro, de la humedad y del miedo llenó el aire como un aplauso n***o. Basilio no titubeó. Se acercó andando con pasos medidos, porque cualquier precipitación podía ser fatal para la mujer o para ellos. Se inclinó, la vio: el cabello empapado pegado a la cara, barro seco en las mejillas, una venda mal colocada —o lo que quedaba de ella— alrededor de los ojos; manos atadas a la espalda. No conseguía ver el rostro. Lo cubría la mugre y los mechones. Acercó su mano para tocarla. Su piel le pareció hielo. Una piel fría que no era la de un cadáver, porque aún respiraba, pero sí la de alguien a quien el frío le había robado la temperatura hasta dejarla al filo. Al instante en que la tocó, Basilio sintió algo en el estómago; algo que no fue piedad ni enfado, sino la punta de una alarma. La verdad se le acercaba, dura como una moneda, y él la quería en la mano cuanto antes. —¿Cómo te llamas? —le preguntó al oído, en tono bajo, tratando de conseguir que su voz la despierte. No hubo respuesta. Ni gemido, ni murmullo, nada. Solo su respiración, tenue y cortada. Basilio volvió a llamarla, un poco más fuerte, clavando la mirada en la forma encogida y buscando reconocer su rostro, si es que alguna vez la vio en su vida. Pero no creía haberlo hecho, pues si era la hija de Palumbo la que estaba inconsciente, él sabía que nunca había cruzado miradas ni nada con ellos, jamás. Desde la puerta, Ciro murmuró, ahogado: —Signore… tenemos que sacarla de aquí ya. No sé cuánto más aguantará esto. Las paredes… se sienten sueltas. Si hacemos otro ruido, podríamos terminar enterrados. Basilio cerró los dedos en torno al brazo de la mujer con la misma violencia con que se aprietan los puños cuando se jura algo. Tenía razón: el lugar parecía un animal herido. No obstante, la prioridad era otra, la mujer que estaba inmóvil y débil en el suelo. No se entretuvo con teorías, ni averiguando de nuevo quién era ella. Solo la tomó en brazos sin pensar en el saco que iba a arruinarse, sin preocuparse por el barro que le salpicaría el pecho. La pegó contra su torso como si fuera un peso que había que poner a salvo. La cargó y comenzó a caminar hacia la salida. Cada paso era una cuenta de tensión: el edificio seguía gimiendo, las vigas crujían y la respiración de ambos hombres se sincronizaba con el tambor del corazón que él juró callar. La cabeza de la mujer se movía con el vaivén de sus pasos; un mechón se pegó a la mejilla y, por un instante mínimo, la luz de la linterna dibujó un perfil. Esa visión fue una jeringa explosiva de memoria en el pecho de Basilio: el rostro de la joven de la galería se le vino a la mente, pero no entendió por qué la recordaba en ese instante. "No puede ser ella", pensó, mientras el pensamiento se le clavaba como un puñal y se retorcía en su mente. Ciro soltó un suspiro al salir, aliviado por el aire más limpio; en cambio, Basilio no respiró tranquilo. Mantuvo la chica pegada a su pecho, confundido. —Ábreme la puerta —le dijo a su hombre cuando llegaron al coche. Ciro obedeció de inmediato. Basilio se subió en el asiento trasero con ella aún en sus brazos. Aún llevaba barro en el pantalón, ahora hasta en el saco, como si hubiera salido de un basurero. Pero eso era lo de menos para él. Se volvio muy apenas hacia su hombre. —Ciro, dame tu pañuelo. El guardia metió la mano en el interior de su bolsillo; y con la misma rapidez que lo sacó se lo entregó a su jefe. Basilio no perdió tiempo. Apartó los mechones que seguían pegados en la frente de la joven, con mucho cuidado, como si temiera lastimarla con un simple roce. Pasó el pañuelo por la piel llena de barro, retiró cada mancha de las mejillas, descubrió apenas unas partes, primero, su nariz, después sus labios, que estaban ahora morados, y por último sus parpados. Y entonces la reconoció. Sus manos se detuvieron en seco. Era ella. El choque fue duro. Algo dentro lo golpeó con fuerza. Una mezcla de furia y pena se revolvió en su interior que le quemó la garganta. Había visto ese rostro antes: el mismo que se le había quedado en la memoria por un tropiezo fortuito en la galería. Ese rostro de ángel que miró y esa sensación que le había producido sujetarla en brazos sin planearlo. "¿Cómo podía el mundo ser tan pequeño y tan cruel al mismo tiempo?". La pregunta era una bofetada y una resignación. Basilio la miró con dureza, con un filo que no era únicamente rabia contra su hermano o contra el mundo: era ahora el hecho de que ella posiblemente era la hija de su enemigo, y la misma por la que se permitió sentir algo, aunque todavía no entendía que era eso que sintió. Lastimosamente, el destino los volvía a poner juntos, pero no de una forma agradable o aceptable para alguien humano. —Quién lo diría...—murmuró con voz baja, únicamente para ella, aunque siguiera inconsciente—. Que terminarías otra vez en mis brazos… pero de una manera vil y cruda. La frase no llevaba consuelo, llevaba vértigo. La miró con una mezcla rara de ironía y ternura rota, recorrió su aspecto con la mirada y el estómago se le encogió: estaba hecha polvo, su ropa hecha jirones, la piel marcada por el barro y los golpes, los labios partidos, la respiración entrecortada. Aun así, debajo de esa piel fría como hielo, notó un calor febril que le quemaba los dedos cuando le apoyó la mano en la frente; tenía la fiebre pegada a los huesos, una fiebre alta que contradice la sensación gélida que le había dado al tocarla primero. Esa contradicción le arañó el sentido común y le obligó a actuar. Con dureza, sin suavizar ni un milímetro el borde de su voz, se volvió hacia su chofer y le ordenó: —Al hospital principal de Roma. Ahora.
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