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El legado de los muertos

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Blurb

Albert Briceño, un adolescente ansioso y solitario, intenta sobrellevar la presión escolar y una relación inestable con Camile mientras vive en un barrio hostil que alimenta su inseguridad. Obligado a actuar en una obra escolar, enfrenta sus miedos y termina hundido en la vergüenza y el abandono, revelando la fragilidad de un joven que solo quiere ser visto.

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Prólogo: El amor desdichado
Vitam regit fortuna, non sapienta. La vida está dirigida por la fortuna, no por la sabiduría. Cicerón, Tusculanas, 5, 9, 25 Jueves, 11 de junio de 2015 23:26 pm El caso popular, que, siendo comprobado entre una vorágine de preguntas indiscretas, cercano a la media noche, implicó rotundas respuestas en balde, quizás ilusionado de hacer flotar la relación y no hundirse por las zozobras hacia las profundidades del mar, su nombre metonímico referido al pasado garrido, Ponto Euxino; de sobrellevar una cansina y, por qué no decirlo, repetitiva unión acabaría con ellos luego de meses de intentos en vano de hallar una convalecencia al asunto. Ambos, sin remedio, desatarían su inusitada furia causada por la fuerza de la monotonía. Pero no ahora, no era el momento, al menos sin tener la condescendencia del animal herido que no poseía la capacidad de reconocer aquel inexorable fracaso amoroso.. Albert, acongojado por los recientes vaivenes de la vida, le escribió desde el móvil: ¿Estás ahí, mi amor? ¿Camile? La espera promedio de respuesta se regulaba entre los treinta minutos hasta la llegada de la primera hora. Ya pasado el tiempo, sabía que iba a contestarle luego del alba, pero no se arredró y opto a aferrarse a la esperanza. Albert esperó, pasando regularmente el pelo con su antebrazo, acostado en su cama de lado. Ya se había acostumbrado a aquel tipo de trato: sus respuestas eran instantáneas y, en cambio, las de ella tomaba su debido y prolongado intervalo. Pero, como pareja, o tal vez un simple pretendiente predilecto, ya que en ningún momento habían aclarado lo que eran, en contradicción a las aquiescencias cariñosas que a veces compartían; debía comprender que cada uno tenía su vida aparte y, con ello, sus debidas ocupaciones. Aunque lo que le inquietaba era el maldito punto verde de usuario conectado que aparecía debajo de su fotografía y nombre. Lo ignoraba, ignoraba su insignificante presencia, o estaba, en realidad, en algún trabajo importante que requiriera toda su atención. Atreverse a interrumpir, desconfiar, fastidiar, importunar, discrepar era lo último que le apetecía, así que, meramente, descartó cualquier idea de despecho y prosiguió a dar tiempo al tiempo. Tres horas pasaron por ensalmo, y no había recibido ninguna respuesta. Y el maldito punto verde seguía encendido. Si hubiera sido un día normal, habría dejado el teléfono y, de inmediato, tratado de conciliar el sueño; pero aquel día ocurrió una irregularidad, sensible, devastador, que él mismo fue el fundamental promotor. Necesitaba algún mínimo apoyo moral, que, no importaba, en realidad, de donde provenga, sea lo suficiente para apaciguar el corazón del endeble muchacho. Las lágrimas deslizaban de sus pómulos plegados y, a su vez, arrugaba su frente, cerrando los ojos y oprimiendo los labios. Se sentía solo. Abandonado. Olvidado. Muerto. —Respóndeme, te lo suplico… —balbuceó para sí mismo, sosteniendo el celular con sus ambas manos tembleques. Albert continuó: Mi amor, por favor. Te necesito… ¿Hola? Contéstame. No vayas a abandonarme. Me adaptaré, te lo prometo… Te lo prometo… Y prosiguió. Desplegaba versos semejantes. La retahíla de apologías siguió creciendo. Los impulsos no iban a aflojar hasta la advertencia. Albert lo sabía bien a las claras. Era humillante. La mensajería se llenó hasta alcanzar el límite de enviados y, por fuerzas terciarias, fue detenido de golpe en aquella crisis nerviosa. Quince mensajes seguidos en un plazo corto de tiempo era lo máximo que permitía la aplicación, con el fin de contrarrestar el acoso, y, en nada más que cinco minutos, ya había superado la marca de seguridad establecida. Por lo cual, tenía bloqueado el carteo por las próximas veinticuatro horas, o hasta que Camile retire las restricciones. Aquello lo desesperó más, pero, en el fondo de su ser, sabía que era una derrota cantada continuar con el lloriqueo. No obstante, el punto verde le seguía irritando. El maldito punto verde… Primeras horas del amanecer… Camile, finalmente, respondió: Hola.

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