La madrugada avanzaba sin prisa, haciendo crujir las sombras en las esquinas del cuarto de Albert. La frase “Tenemos que hablar” permanecía clavada en la pantalla, irradiando una luz glacial que lo obligaba a parpadear sin descanso. El resto del mundo se redujo a esas cuatro palabras.
Albert se incorporó, apoyándose con un codo en la cama, como si el movimiento fuera suficiente para ordenar su respiración. Un cosquilleo, mezcla de miedo y esperanza, se extendió por su estómago. Quería responder de inmediato, pero temía escribir algo que desbaratara cualquier posibilidad de arreglo.
Finalmente, escribió:
“Cuando quieras. Aquí estoy.”
El punto verde siguió encendido. Se congeló, expectante. Camile tardó treinta segundos en contestar.
Treinta segundos que pesaron como años.
“¿Estás seguro?”
Albert apretó los labios. Era una pregunta extraña, como si ella dudara incluso de su capacidad para mantenerse en línea. O para mantenerse cuerdo.
“Sí.”
Pasaron dos minutos. Tres. Cinco. Hasta que finalmente:
“Está bien. Pero quiero que me escuches sin interrumpir.”
Albert tragó saliva.
“Te escucho.”
El mensaje tardó unos segundos en llegar. Pero cuando lo hizo, tenía un tono de sentencia:
“Albert, no puedo seguir con esto.”
Un estremecimiento recorrió al muchacho desde la nuca hasta la punta de los pies. El aire se volvió denso. Su cuerpo tembló.
“¿Con esto…?”, escribió, como si no conociera ya la respuesta.
La réplica llegó casi de inmediato.
“Con vos.”
Albert quedó en silencio. Cerró los ojos. Se dejó caer sobre la almohada. Todo su pecho ardía.
Camile continuó:
“No quiero sonar cruel. Pero necesito que entiendas: no podemos estar juntos. No de esta forma. No así.”
Albert sintió que la habitación se hacía más estrecha. Tecleó con torpeza:
“Pero yo puedo mejorar. Lo prometo. Solo dame tiempo.”
La respuesta llegó rápido.
“No es cuestión de tiempo.”
Albert, desesperado, insistió:
“Entonces… ¿qué es?”
Un largo minuto pasó. Luego otro. El punto verde parpadeó, como si ella estuviera escribiendo y borrando a la vez. Hasta que finalmente apareció:
“Es que no te quiero como vos me querés a mí.”
Albert apretó el teléfono contra su pecho, como si pudiera evitar que las palabras lo perforaran. Respiró de forma entrecortada. Sus dedos temblaban al intentar responder. Pero no podía. Quería gritar. Quería llorar. Quería borrarse.
Camile, quizá al notar el silencio, añadió:
“No quiero que sufras por mí. No quiero que te hagas daño. Pero tampoco puedo ser la persona que esperas.”
Él finalmente escribió:
“No tenés idea de lo que me estás pidiendo.”
“No te estoy pidiendo nada.”, respondió ella. “Te estoy diciendo la verdad.”
Albert sintió cómo las lágrimas comenzaban a caer, silenciosas y tibias. Cada palabra de Camile parecía desprender algo en su interior: ilusiones, recuerdos, fantasías construidas con demasiada fe.
“Si me querés —siguió ella—, dejame ir.”
Aquella frase fue el golpe final.
Albert no respondió de inmediato. El tiempo dejó de percibirse como una línea continua: se convirtió en un estanque turbio donde los pensamientos se agitaban sin orden.
Finalmente, escribió:
“No sé si puedo.”
Ella contestó:
“Intentá.”
El silencio se prolongó durante varios minutos. Albert respiraba con dificultad. Cerró los ojos, evocando el rostro de Camile por última vez: sus ojos azules, la melena encendida, la sonrisa que alguna vez creyó eterna.
Y supo, en lo más profundo, que retenerla era imposible.
Así que escribió, con los dedos entumecidos:
“Está bien.”
Hubo una pausa breve antes de la despedida final:
“Gracias por lo que compartimos. Adiós, Albert.”
A continuación, el punto verde desapareció. Y con él, la última grieta de esperanza.
El muchacho dejó caer el celular. Un silencio absoluto llenaba el cuarto. Pero, sorprendentemente, en esa quietud no había violencia, sino una especie de paz amarga, de aceptación contenida.
No lloró más. No gritó. No envió mensajes desesperados. Algo dentro de él, por primera vez en mucho tiempo, se volvió estable.
Se recostó en la cama y respiró hondo.
Cerró los ojos.
Y entendió que, a veces, la vida no la rige ni la fortuna ni la sabiduría, sino la simple, cruda e inevitable pérdida.
Había perdido.
Había comprendido.
Y, de alguna forma extraña, eso también era un comienzo.