Capítulo 2: Una tarde de teatro

2458 Words
Lunes, 23 de mayo de 2016 16:43 pm La pugna, entre cuchicheos, de los padres de familia en busca de un asiento fue presente en el patio convexo de diez metros de la institución educativa. No querían perderse la representación de sus hijos en cercana a la fecha tan importante para la República Northumbriana: su día de la independencia del yugo español. Los invitados, de rasgos europeos y, también, asiáticos, desfilaban sus brazos y piernas saturadas de tejido adiposo tanto como hombres y mujeres por igual, algunos de ellos amparando a sus hijos pequeños cargados en brazos o agarrados de la mano. Los asientos de plástico con respaldo iban acantonados por el suroeste, noroeste y noreste, dejando una sección para el escenario sin tarima y, no exceptuando, la comitiva de jurados, detrás de la escena. Iban a ser en total cinco representaciones, de las cuales el ganador obtendrá mil euros en efectivo. El tema a tratar era sobre los principales hechos históricos de la sagrada patria a lo largo del milenio. Al salón de Albert le correspondía la «primera guerra de la independencia» y, por mala fortuna, había sido escogido como histrión secundario. Aún faltaban dos representaciones antes de salir a la palestra, pero, a pesar de ello, el aura densa de todos los participantes de la obra decantaba a un rotundo fracaso. Desde el aula que servía como bastidores, el pelirrojo paseaba de un lado a otro en vista de sus demás compañeros igual de preocupados. Había memorizado sus líneas, sí, empero, como de costumbre, el nerviosismo podría lograr excavar bajo cualquier bastión y, lamentablemente, atacar en el momento menos propicio. —¿Estás alterado? —era la voz gangosa de Amelia a sus espaldas—, siquiera, al menos, trata de disimularlo un poco. —Y cuando Albert fue a aclarar que no estaba acucioso, se calló al ver, tras voltearse, la mano derecha levantada de la delegada—. Sea pues por Dios, tuviste como un mes para aprenderte, de inicio a fin, tus respectivas líneas. Recuerda los ensayos, que no estuvimos como pasmarotes mal intencionados. Si quieres liberar tensiones, practicar debes, pero, por favor, no estés rodando de aquí para allá, es algo... raro. —La palabra «raro» se inmiscuyó con un definitivo gesto de incomodidad, para luego reanudar, tras unos segundos de pausa, con los brazos cruzados—. Invertí mogollón de mi tiempo en la empresa. No te atrevas en arruinarlo —esbozando con dificultad una tenue sonrisa antes de retirarse. —Sea... —convino en voz baja, anonadado, viendo como Amelia partía y se encaminaba hacia otro puñado de compañeros desazonados, mientras él debía seguir batallando contra sus inseguridades. Su papel teatral como el arzobispo de York no ayudaba mucho por los diálogos extensos que tenía que recitar, ni tampoco le atraía su vestimenta, la cual consistía de un hábito coral blanco que le llegaba hasta el suelo, dificultando su andar; además del escaso conocimiento del estilo u orden de la obra seleccionada e, incluso, no recordando el nombre de pila de su mismísimo autor. Lo único en que estaba al corriente era sobre la aplastante derrota de los ingleses y la capitulación, de los ya mencionados, de su ambición en recuperar los dominios de Northumbria en la ya lejana época de la Alta Edad Media. Quedaban cinco minutos previos a su entrada junto a un par de alumnos interpretando a los siervos. El improvisado teatro escolar de pacotilla estaba medio lleno y seguía entrando gente. El primero, el segundo y los acontecimientos iniciales del tercer acto de la obra salieron, contra toda corriente, de maravilla y los aplausos no dejaron de escucharse. Estaba siendo un total éxito en el sentido amplio de la palabra. A pesar de ello, el sabor agridulce de seguir en problemas radicaba en las últimas líneas de la compañía tras ser incluido en el grupo de los torpes, ya que, por desgracia, los personajes iban a ser encarnados por los menos idóneos para el papel. Pertenecían a las filas finales de combatientes en una ancha y larga formación de combate y, como es de suponerse, eran hombres apenas pertrechados a la par de un escaso o nula experiencia en la esgrima. Unos blancos fáciles si el furor de la lucha encarnizada llegaba a sus posiciones. Cuatro. Tres. Dos. Un minuto, y la ansiedad no cedía terreno. Se pasó un brazo por la frente para secarse el sudor. Cerró momentáneamente los ojos y apretó los labios que se convirtieron en una fina línea blanquecina sin sangre ni color, y avanzó hacia el umbral de la puerta, traspasándola y topándose con las escaleras que descendían al escenario. Estaba ahora a vista de los curiosos. Erik, acto III El alumno que representaba al rey Erik, paseaba, con la melindrosa rapidez de los hombres bajos y obesos, alrededor de una banca. Su guerra contra el rey inglés había acabado, pero, de alguna manera, se sentía insatisfecho con su gran triunfo. —Turbados y pálidos del ansia por la gloria —comenzó a declarar para quedar fijo enfrente del público—, sin reticencia, que, bajo un cielo agitado, ha sido presentado a vuestra merced, mi señor, nuestra burda apariencia, manchada la frente por la deshonra y el vicio. Nos pocos fueron los agraciados del ruin y espantosa desfiguración de los infligidos. —Y finalmente se dio la media vuelta para tomar asiento con el rostro desencajado, para luego alzar sus brazos al cielo—. ¡Dios salve mi gracia, no me agobies con tanta penalidad! ¡Los agravios que le hicimos Dios perdone! —Concluido su parte y apoyado la cabeza sobre las manos, miró de reojo, debido a la demora secuencial, a los lados en busca de la respuesta premeditada. Luego de quince interminables segundos, Albert, por fin, bajó los escalones tras recibir un breve regaño de la delegada, pues se había quedado pasmado y, tal hecho, cundo el pánico a sus dos compañeros, provocando que también se quedaran petrificados. —Entren de una vez... —refunfuñó con su boca entreabierta que dejaba ver el blanco sucio de unos dientes afilados. Así como la sumisión de Albert, los siervos asintieron e ingresaron de inmediato a escena. Y al estar en presencia de cuantiosas personas, el bochorno fue evidente en los rostros de cada uno. Albert se situó, destemplado, hacia un costado del rey Erik. Ya en su posición, abrió la boca, para cerrarla poco después. Las palabras no le salían. Inspiró y exhaló, y aguantó la respiración. —Su... Su Majestad, mi audiencia ha sido justificada —se presentó el arzobispo, ante todo, con una reverencia, acompañado de una inflexión en los consonantes dado la rapidez en ser pronunciadas. —Sea, mi buen compañero, las adversidades me nublan el juicio y no he dado con el quid ante las deshonras. Necesito vuestra ayuda. —Se levantó del asiento de sopetón para reanudar su caminata, pero, esta vez, en torno al arzobispo—. Necesito vuestra clarividencia divina, sabida cuál rey temible y poderoso, que me ha privado del derecho al respeto absoluto. —El rey Erik se detuvo a las espaldas del eclesiástico y posó la mano sobre su hombro—. Te necesito a vos, mi fiel y sagaz compañero. Era, nuevamente, el turno de Albert. Sus piernas temblaban y los oídos no dejaban de zumbar. Suspiró. La frecuencia cardíaca era alta. El sudor frío inundaba sus falanges al formar, de par en par, los puños. Deambulando entre sus pensamientos, reculó dos pasos y, a la vez, alejó el brazo apoyado sobre su hombro, ante la vista de un confundido Erik. Fracaso. Fracaso. Fracaso. En medio de la vorágine, hizo memento de sus placeres a contraste de las batallas perdidas, en busca de una bendita purificación que le aliviara su ansiedad. Y en aquellas epifanías, se vio reflejado en sus recuerdos un rostro torneado y simétrico, de ojos azules y de melena entintado de naranja. Era Camile. Camile Johannadóttir. Acabó de recordar, a la sazón, que desde inicios de abril no habían intercambiado ningún mísero mensaje. Aun así, todavía no lograba olvidarla en su totalidad. Según parecía, aunque le costaba aceptarlo, la seguía necesitando. Su indistinguible sonrisa, su dulce gesto de apoyo era suficiente para avivar los bríos de cualquier hombre absorbido por querellas internas. Y, en efecto, inspirado por la reminiscencia, según él, angelical, pero embaucadora, obtuvo el vigor deseado para dar un paso adelante y continuar así con el espectáculo. —¿Y qué necesita un hombre con la gracia de quien tiene el doble arte, bendecido por la lluvia a mares de la fortuna y grandeza, de enseñar y aprender al mismo tiempo? —replicó el arzobispo, con una elevada voz y de intenciones solemnes, mas no evitó que las articulaciones de las palabras fueran fluidas, acabando en un cierre abrupto. —Mis razones del devenir de la ya pasada atroz guerra me dicen que he fallado. Mis hombres, mis fieles oficiales e íntimos amigos hoy yacen muertos, algunos modestamente enterrados y otros desaparecidos y desperdigados como peste inservible, por mis ambiciones... —Realizó una breve pausa, y clavó nuevamente sus ojos al público—. Nos tristes, nos tristes vencedores. Fuimos implacables en cada mandoble, pero, por clara que sea la verdad, fuimos diezmados por el enemigo más temible: la codicia acérrima de vuestro rey... —Murieron por una buena causa, Su Majestad —justificó el arzobispo con la misma cadencia de palabras salidas de su boca que las anteriores. —Puede que sea así; pero, con todo, mi alma me persuade en mi interior que hay otra causa más indigna; sea lo que fuere, no puedo dejar de estar triste, tan mortalmente triste, que, aunque mi pensamiento no se detenga sobre nada, preciso cuando pienso, siento mi corazón sucumbir y desgarrarse este nada doloroso. —Señor, esas no son sino quimeras —tras finalizar de pronunciar aquellas palabras, el rey Erik, por ensalmo, volteo a verle con un rostro extrañado y a la vez exagerado. —Tal vez tengas razón, son pesares, no presentimientos..., pero me pregunto ¿por qué el hombre triunfante siempre tiene que repetir sus hazañas? —pausó, acompañando sus palabras con un breve gesto de la mano en contra de posibles interrupciones, aún si cabe la irritación de su interlocutor, no deseaba, en absoluto, alguna disquisición—. Y no deseo oír nada de vuestro dios. No, mi querido lazarillo, porque las vicisitudes actuales son más que evidentes. La bondad y la purificación de mis pecados me han convertido en un blando victimario de los mayores descontroles del rufián que jura, bebe, baila, trasnocha, roba y asesina. —De forma altanera, el soberano le dio la espalda e inició su trayecto hacia la salida, sin ser cautivado, no podía dar término formalmente, por su parte, a la muy austera plática, insuficiente para siquiera que el más testarudo y orgulloso pueda ser convencido. Al estar a cuatro pasos de salir del escenario, el arzobispo le detuvo con unas palabras certeras, ofreciendo, en primer lugar, las debidas disculpas y dando su mayor sincera y personal opinión. —Ante cualquier afrenta o mentís que pueda penar, pido disculpas Vuestra Alteza; pero es usted libre de ataduras, negativa a someterse a los límites de la realidad, de andar con buen pie por mal camino, o viceversa, en la diversidad de iniciativas que nos bosqueja nuestro magnánimo padre. Nuestras metas son fugaces y, por lo tanto, pierden la escala al ser logradas… Empero, sin embargo, está el reconocimiento de los venturosos triunfos y la aberración de los mismos. Lo trascendente de un hombre, mi soberano señor, es dejar un legado… —aquí el clérigo detuvo su palabreo un par de segundos. Se había olvidado su parte, pero la pesadez del silencio medio denso hizo que, inconscientemente, añadiera dramatismo intenso a lo que debía decir a continuación— en favor o debacle, aunque me cueste aceptarlo a la luz bella y natural del Eterno, para que el propio pueblo designe. El rey Erik miró a sus espaldas, sin girarse, por encima del hombro. Logró escuchar cada palabra, de las cuales resonó en su cabeza una de ellas: «legado». Sin motivo aparente, aquel enunciado traía consigo incertidumbre más allá de su futuro gobierno, no por el miedo de que los pobladores no le aceptaran como el nuevo de los tantos reyes unificadores de Northumbria, después de Etelfrido, Edwin, Oswaldo u Oswiu, ya que todos, incluso los cristianos más devotos, aclamaban al actual rey de orígenes paganos; sino por la posibilidad de caer en el olvido con el pasar de los siglos, pues lo único imbatible era vencer el tiempo mismo. Era una rotunda derrota que, tarde o temprano, debía aceptar. Entonces, volvió su mirada y, sin añadir más, prosiguió su caminata a la salida. Al hacer mutis, con el fondo de los aplausos del público, por el lado del escenario, le siguieron los demás, tanto el arzobispo y los siervos, siendo ocultados, al final, por el toldo del estrado de los jurados después de subir los escalones y posicionarse en la parte trasera. Tocaba la siguiente escena, pero a Albert ya no le correspondía participar, de modo que se encaminó, cabizbajo, hacia el salón a las sombras de los dos alumnos que estuvieron a sus laterales en la actuación; por el otro lado, su compañero mofletudo se echaba ánimos en una esquina, ya que debía presentarse de nuevo al cabo del corto lapsus de transición. Su intervención en la obra no había acabado, la tercera y cuarta escena, además del cuarto acto le esperaba; pero, acucioso de dar una repasada a sus diálogos, en sustento de no volver a cometer aquel error en los renglones finales, puesto que quedarse estático y mudo desplomaba cualquier posibilidad de registrar una buena puntuación en la libreta de notas, acordó en regresar por el guion guardado en su mochila de doble cierre. Albert, distraído como había estado, no se percató de la presencia de Amelia y, en su costado izquierdo, la propia maestra, quienes le esperaban en el umbral de la puerta. La primera arraigaba su mochila casi al ras del suelo desde uno de sus tirantes, de manera desafiante. Aquel hecho le sorprendió, y más cuando levantó la cabeza e identificó sus ceños fruncidos. Estaba confundido y germinando el miedo irresistible a lo desconocido, envolviendo curiosidad, angustia, la impaciencia ante un peligro que amenaza y nunca acaba de llegar. Sus compañeros surgidos dentro del interior del aula, la mayoría encarnando a sus personajes, y del exterior, comenzaron a acercarse y, a la vez, arracimarse en los alrededores por la curiosidad advertida. —Nunca lo de vos, Albert, nunca —dijo la maestra meneando la cabeza con infinita desaprobación.
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