Capítulo 1: Las calles pintadas

840 Words
—¿Qué sientes? —¿Por qué yo...? —Pídeme perdón. —No..., no me dejes solo. —Despídete. —Por favor, mi amor... —¡Despídete! Miércoles, 18 de mayo de 2016 19:14 pm Dos semanas antes... Por las calles húmedas y nebulosas, a la orden del día, discurría sobre el camino hormigonado agua producto de la lluvia fina y caliente, semejante a una cortina de ligera gasa, arrastrando a su paso hojas marchitas, excremento diluido, envolturas de dulces, bolsas y, en su mayoría, el vano polvo de los años, con rumbo fijo a las redes de alcantarillado. Si bien es verdad que su asiduo y cotidiano trabajo no abonanzaba los recursos de los habitantes de aquella empobrecida manzana, les impedía que la suciedad se albergara en los sardineles y, en consecuencia, expusiera, aparte de la furtiva y excesiva inseguridad ciudadana en la zona, unos adjetivos peyorativos más a la lista de variantes de la actualidad. Pues, no se salvaban del descuido propio de los humanos, la cual se veía en el par de largas hileras de hogares que se levantaban en ambos lados cuando uno decidía repasar el camino mediocre, sí, mediocre y pobres como sus huéspedes. El pasar de los años había tomado factura con la pintura que se caía a trozos, considerablemente, en las partes bajas, descascarilladas, descubiertas y dejando al aire el salitre en las paredes, y las puertas de madera deslucidas por la intemperie. A pesar de todo, las ventanas eran lo único que relucían en los lares. Siempre limpias. Se volvió, por azares del destino, una tendencia que efectuaban tantos padres e hijos de la considerable localidad con la honrada tarea de fregar —en horario matutino— cada recorte de vidrio. Por mala que sea la Diosa Fortuna, siempre, sin lugar a dudas, tiene sus debidas razones. En el distrito de San Estúpido había, bajo el fervor religioso desmedido, la mayor cantidad de personas henchidos de esperanza, deseosos de llegar a una vida longeva, todos acumulados en tropel en el mismo casillero, y, para sorpresa del Todopoderoso, algunos cuantos, conformado por los macilentos, deshechos sus almas por debacles inoportunos. Entre los desafortunados y morfinómanos, se abría paso un adolescente pelirrojo que, exhausto por la jornada escolar, retornaba hacia su humilde morada, con la mirada fija al suelo. Llevaba viviendo en el partido más de un decenio y medio: desde aquel día que abrió por primera vez sus ojos, dejando notar el sutil estrabismo marcado en su ojo izquierdo, en conjugación de sus labios gruesos y, portando hoy en vespertina, una cresta que le definía, de acuerdo a su contextura escuálida y ropaje holgado, como un gamberro de los tantos; hasta erigirse en la empinada subida un completo alfeñique errante de diecisiete años. Sin embargo, Albert Briceño era, a diferencia de su brioso porte estándar acostumbrado, un ser de puro nervios y músculos flaqueados, y en su interior, luego de sopesar lo necesario tras sus dudas en las pretenciosas clases de historia de la filosofía, recordatorio de primer grado de secundaria cuando afirmaba a diestra y siniestra ser una persona de buen corazón; cacareando, ante la presencia de sus rasos compañeros, que no iría, por ninguna circunstancia, en contra de la ley y la justicia. Su arcaica justicia, un concepto para él, en su momento, de voces que debía eludir, tanto un mero castigo o regaño, a toda costa. El único plan suyo de no tener planes, aunque suene irrisorio, marchaba acompasado con las horas finales; puesto que los problemas, como a menudo, llegaban, al último minuto, en figurado de advertencias divinas. Al doblar por el recodo de la estrecha calle, siguiendo el recorrido habitual, en cuantas viviendas con fachadas ciegas, pudo contemplar las malditas pintadas de los delincuentes esparcidos entre las distintas paredes, predominado por letras impulsivas y toscas propias del mal pulso. No obstante, la diversidad creciente y desmedida de los proverbios populares iba acaparando cada espacio de aquella entrada en suma preferencia. La labor de discernir la escritura de los garabatos le era demasiado complicado, así que prefería ignorarlos en sus idas y vueltas al colegio; pero, esta vez, se detuvo al observar, en su lateral izquierdo, una distintiva oración que opacaba a los otros zarcillos de letras con un matiz púrpura espectral. «¡William Torres nombrado líder máximo de Northumbria por la ley del destino!», decía el mensaje con un grosor mayor, como si al facineroso no le hubiera bastado con dos o tres capas de pintura. «¡Nuevo régimen; alta integridad!», «¡la república una e indivisible!», «¡fraternidad o la muerte!», «¡viva la Patria y la Unión!», «¡viva nuestra independencia!», «¡viva la nueva Nación!», eran las frases restantes que se exponían en el mismo conjunto de tabiques, con unas letras más distorsionadas que otras y reducidas de tamaño a la mínima capacidad para lograr ser entendidas, a las cuales Albert tuvo que empeñarse unos minutos en descifrar. No era un mal augurio, ni mucho menos parabienes.
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