Jimena González apenas durmió. La voz de Álvaro Gutiérrez se había colado en su cabeza como un intruso, repitiéndose en cada rincón de su mente mientras el reloj avanzaba hacia el amanecer. Se levantó a las cinco, con el cuerpo pesado y los ojos ardiendo, pero no había tiempo para quejas. Si ese hombre sabía algo sobre las deudas de su familia, tenía que averiguarlo, aunque fuera solo para descartarlo como otra promesa vacía. El apartamento estaba en silencio cuando bajó las escaleras. Carlos se había ido en algún momento de la noche, dejando la botella de vino vacía y una nota garabateada en un pedazo de servilleta: "Lo siento, Jime. Confío en ti". Ella arrugó el papel y lo arrojó a la basura sin mirarlo dos veces. Confianza. Una palabra bonita para disfrazar la carga que le había dejado

