Capítulo 4. Vingt-et-un.

2305 Words
—Una mano de vingt-et-un. El ganador se queda con todo. Uno de los dos gorilas reparte las cartas, una arriba y otra abajo. Mientras lo hace, pienso en que las reglas de este juego son de una sencillez engañosa y que se necesita un gran golpe de buena suerte para salir victorioso; precisamente por eso, es mi juego de azar preferido. Hubo una época en mi vida, donde este mundo formaba parte de mi rutina diaria, mi madre acababa de morir y yo necesitaba encontrar algo que calmara mi odio contra el mundo. Apostar fue la solución. Y, por supuesto, mi padre no puso objeciones. Ahora, con el cuatro de diamantes frente al desconocido enmascarado y el diez de tréboles frente a mí, observo mi carta boca abajo: una reina de corazones. Veinte. Si fuera novata estuviera sonriendo, porque prácticamente tengo esto en mis manos, la posibilidad de olvidar la deuda y seguir mi vida como si no hubiera pasado nada. La decisión no hay que pensarla. —Me planto —digo, con total seguridad. Miro hacia las sombras del hombre frente a mí. La máscara que lleva, reluce con la poca luz que hay en la habitación. No puedo ver su expresión y eso sería una ventaja para él, aunque dudo mucho que él, acostumbrado a pasear en este mundo de bajezas y vicios, se deje llevar por la emoción y muestre en su rostro lo que sea que piensa. —Otra. Su voz suena amortiguada por el metal que cubre su cara, pero es inevitable no erizarme ante la fuerza que transmite. Es capaz de provocar miedo, sospecha y desconfianza, con solo decir esa palabra: Otra. El idiota grandulón pone otra carta delante de él. Tres de tréboles. En total, lleva siete puntos. Con unas cartas tan bajas, es normal confiarse y pedir otra, lo que en mi experiencia sería un error, puesto que hay altas probabilidades de sobrepasar los veintiún puntos. Sin embargo, ese sería mi pase de salida. —Otra —repite. El guardia a mi lado le da una segunda mirada, consciente del riesgo que corre. Frunzo el ceño ante ese gesto y mi lado más irracional sale sin poder detenerlo. —Pidió una carta. Dásela. El susodicho mira en mi dirección y aprieta su mandíbula, molesto con mi precisa. No obstante, no tiene opciones, esto es un juego, pero no uno simple. Yo me estoy jugando mi vida, literalmente, en esto; no puedo permitir que haya malos procedimientos que afecten el resultado final. —Haz lo que te pedí. Dame otra —exige su jefe y casi que puedo escuchar la tensión en su mandíbula ante la reacción degradante de su subordinado. El seis de diamantes se desliza en la mesa de forma silenciosa. Trece puntos. Quiero reír a carcajadas. Quiero demostrarle a este tonto que trató de manipular a la mujer equivocada. No asumiré la deuda de mi padre, porque sencillamente, no tengo que hacerlo. Esa cantidad estrafalaria que le debía, que aún no confío sea un número real, la perdió en el momento que el corazón de mi padre dejó de latir. La euforia me llena y volteo mi carta, segura de que veinte puntos es más que suficiente para vencer a mi contrincante. Pero sucede algo que no esperaba. —Borra esa sonrisa de suficiencia de tu hermoso rostro. Acabas de perder. No entiendo de qué está hablando, mis neuronas se niegan a responder por unos largos segundos, en los que el desconocido decide presionar más la situación. Mis manos comienzan a sudar ante la pérdida de todas mis expectativas, previendo que no será algo bueno lo que viene a continuación. Y no me equivoco. Cuando veo su carta boca abajo ser volteada, aguanto un suspiro de decepción y cierro mis ojos. «No puede ser». Un ocho de picas acompaña a sus demás cartas, sumando entre todas, el total de veintiún puntos. «Acabo de perder». Bajo la cabeza. Respiro profundo varias veces para evitar gritar de frustración. Acabo de perder la oportunidad de ser libre de una deuda millonaria que nada tiene que ver conmigo. No puedo creer que me haya confiado. De seguro hizo trampa el muy maldito, pero con mis ansias de salir de todo esto, solo seguí la corriente. Al parecer, no aprendí nada de mi tiempo en los suburbios. —Eres consciente de que ahora estás en mis manos, ¿verdad? —Esa voz metálica me trae de vuelta a la realidad, me hace estremecer. Levanto la mirada y veo directo a las rendijas donde sus ojos se encuentran. Frunzo el ceño. —Sigo debiéndote dinero. Creo que al final no cambió nada. Demian Tremblay suelta una carcajada, una que me hiela la sangre. —No, Chelsea —Arrastra mi nombre. Mi cuerpo se tensa como si un alambre caliente atravesara mi espalda, ante su forma de llamarme y el significado de sus palabras, que aún no comprendo. No confío nada de nada en este hombre. —¿A qué te refieres? —pregunto, con cautela y con los ojos entrecerrados. Cierro mis manos alrededor del reposabrazos, con más fuerza de la que tengo. Se toma su tiempo para responder, juega con mis emociones, con mi ansiedad. No le basta con haberme obligado a asumir una deuda que en la vida podré pagar, ahora se burla de mí; por el simple hecho de que puede hacerlo. —No aprendiste nada, darling, durante tu tiempo de gracia en los bajos mundos —asegura, cuando decide que es suficiente molestarme—. Nunca entendiste la primera regla del juego. Me remuevo incómoda en el asiento, sé que me encuentro en la peor posición en estos momentos. —Y esa, ¿cuál sería? —Nunca des nada por hecho —declara y yo frunzo el ceño, otra vez, porque no entiendo nada. —¿Qué se supone que significa? —Que yo supe lo que perdía, si tu ganabas. Pero tú, nunca preguntaste qué perdías. «Mierda. Error de principiante­». Definitivamente este lugar no es para mí, puede que haya jugado con fuego en algunas ocasiones, tiempo atrás; pero acabo de confirmar que no aprendí absolutamente nada. —Ahora… —prosigue, con esa voz que me hiela hasta los huesos—. ¿Quieres saber la solución a tu problema? Mantengo mi cabeza erguida, porque no pretendo darle ningún gusto, aunque me estoy muriendo por dentro. Asiento, luego de unos segundos. Tremblay se levanta. El rechinar de la silla contra el suelo, cuando es arrastrada hacia atrás, me estremece. Mi corazón comienza a latir demasiado rápido, con miedo. Me sostengo fuerte al asiento y puedo sentir que mis dedos se ponen blancos de tanta fuerza que estoy haciendo. Aprieto la mandíbula, cuando él se acerca con paso felino. Su impresionante y ancho cuerpo intenta llamar mi atención, pero me enfoco en lo verdaderamente importante: mi futuro a corto plazo. Trago saliva, cuando se pone justo delante de mí y con pose relajada, se recuesta al escritorio detrás suyo. Se cruza de brazos y la chaqueta se tensa en sus bíceps, al punto que pienso que en cualquier momento la tela se romperá. Pero su olor, un olor cítrico que inunda mis sentidos ante su cercanía, es lo único con lo que no puedo hacer nada. Me marea, y no en el mal sentido. «Chelsea, enfócate». —Solo quiero una cosa de ti… —El dinero, supongo. —No puedo evitar interrumpirlo con mis palabras sarcásticas. —Hace unas horas, sí, era lo único que quería. Lo único que me podía interesar de alguien como tú… «¿Cómo yo? ¿Qué se supone que significa eso?». Frunzo el ceño, pero no digo nada. No creo que a él le interese saber que acaba de dañar mi orgullo. Por más estúpido y banal que eso suene. —Pero no te conocía… —Su voz baja una octava y presiento que eso, no augura algo bueno—. Me hiciste cambiar de opinión. Alzo una ceja, inquisidora. Vuelvo a sentir mi corazón latir fuerte ante la esperanza en sus palabras. «¿Me dará un indulto?». —Ya no tendrás que buscar otro trabajo y mucho menos, darme los insignificantes ahorros que tienes en tu cuenta… —declara, con menosprecio. Yo ruedo los ojos, en una actitud indiferente y fingida, pero quiero saltar de alegría—. Ahora me pagarás con tu cuerpo… —Espera, ¿¡qué!? —Me levanto de un salto, como si hubiera tenido un resorte bajo mi trasero. Siento la furia instantánea correr por mis venas—. ¡¿Quién tú te piensas que yo soy?! ¡¿Qué crees, que soy una puta?! Él no se inmuta, solo sus malditos guardias se acercan, previendo que yo puedo hacer algo más que gritarle en su cara. «¿Qué piensan esos dos que soy capaz de hacer? Me frustran». —Pues, para tu información, no lo soy…así que no veo cómo lo que tú quieres ahora, soluciona en algo el problema —continúo, cada vez más cerca, manoteando y actuando como loca—. Es que…tú tienes que estar mal, te falta un tornillo, ¿verdad? Suelto una risa nada divertida, de esas sardónicas que no puedo evitar soltar cuando algo me jode tanto. Parezco loca, lo sé, pero este hombretón no puede pretender que yo acepte su exigencia, que asuma todo con normalidad. —Deberías sentirte agradecida —farfulla, con su voz metálica y su actitud relajada. Me quedo tranquila, pero la situación la siento como si estuviera en el ojo del huracán, la aparente calma que anticipa la tormenta—. Primero, saldarás una deuda que jamás podrás pagar con tus esfuerzos, seamos realistas. Segundo, experimentarás el mejor sexo de tu vida. Abro la boca, demasiado sorprendida y sin saber qué decir. Luego, cuando comprendo sus palabras y reacciono, me río, me río como loca. Mi cuerpo se sacude con espasmos y siento dolor en mi estómago, por la exagerada acción. —Es que tú tienes que estar bromeando —digo, una vez me tranquilizo, desestimando sus palabras. Me adecento un poco de mi ataque de locura, para irme de una vez de este lugar. Pero él se mueve, después de minutos permaneciendo inmóvil. Un paso. Otro paso. Me congelo. Su ancho pecho roza con el mío y yo, por puro orgullo, no retrocedo. Le sostengo la mirada, aunque no tengo idea qué hay debajo de su rostro. Su olor me envuelve y su mano, esa que aún está cubierta por un guante de cuero n***o, sube hasta mi rostro y hace su camino por mi mejilla, hasta llegar a mi labio inferior. Me estremezco. No es piel con piel, pero cada maldita vez, su toque ha sido eléctrico. —Cumple tu palabra, querida Chelsea —murmura, demasiado bajo. Los pelos de mi nuca se erizan—. En este mundo eso es importante; ser de fiar. —Tú…tú —tartamudeo y me quiero dar bofetadas por eso. Trago en seco y me incorporo en toda mi altura; que no se crea que me intimida, menos que me siento seducida por su imponente figura, ni por su olor tan atrayente, ni por… «Enfócate, Chelsea»—. Tú no eres de fiar, eso se nota. Lo aprendí en la primera experiencia. —No es mi culpa que tu ingenuidad sobrepase tu inteligencia —afirma y yo rechino los dientes. Este tipo me está provocando—. Tú, aceptaste el juego; tú, perdiste. Ahora soy yo el que pondrá las condiciones. Diez noches conmigo, a ciegas, cada una con valor de cien mil dólares. A la par de sus palabras y tono brusco, amenazante, su mano se mueve y ahora está en mi cuello. Su pulgar se restriega contra mis labios. El pulso lo siento en la garganta, pero me niego a demostrarle que estoy fallando, que me está haciendo rendirme. —Lo tomas o lo dejas…es tu decisión. Y me suelta. Da un rápido paso atrás y yo me tambaleo. «¿En qué momento me recosté a él?». Su espalda ancha como una puerta me da la bienvenida y mis manos pican con las ganas de pasar mis manos por ella. «¿Es en serio, Chelsea? Ubícate y date tu lugar». Carraspeo, para enfocarme. Lo enfrento. —Lo siento, pero no acepto tu propuesta, no soy mujer que se deja comprar. Yo le entrego mi cuerpo a quien quiero, sin sentirme obligada o amenazada. El día que eso suceda, que dudo mucho que alguna vez me acueste contigo deseándolo de verdad, entonces puedes darte con una piedra en el medio del pecho —declaro, alzando mi orgullo y mi dignidad, hasta el lugar donde deben estar—. Si quieres resolver esto de otra forma, estaré esperando. Doy media vuelta, dispuesta a irme. Los dos guardias me cierran el paso y yo resoplo, con molestia. —Déjenla ir —ordena, con voz fuerte, Tremblay. Me giro, para asegurarme que no es chiste, que no se burla de mí—. Es igual a su padre, no tiene palabra. En mi cabeza algo hace clic. Un interruptor que no sabía que portaba y que él, acaba de provocar. —Nadie, absolutamente nadie, me puede comparar con ese hombre —reclamo, entre dientes, sintiendo que mis manos se cierran en puños y que veo rojo—. Ese hombre de mierda no me dio nada… —Demuéstralo —exige de repente, frente a mí. Me ahoga su presencia y lo que más quiero en este momento es demostrarle a este estúpido que no puede jugar conmigo. Yo no soy como mi padre. Él era un mierda que nunca hizo nada en su vida. Yo, todos los días me aseguro de que cada segundo, valga la pena. —Acepto.          
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD