Capítulo 3. Juguemos.

1936 Words
Mi piel se eriza ante la fuerza en esa voz. A la promesa escondida detrás del significado de sus palabras. No puedo explicar lo que me provoca, pero mi corazón late errático y mi pulso se acelera, con solo ser consciente de su presencia. —Gracias —logro decir, cuando trago todas las sensaciones que se acumulan en mi garganta—. Sin embargo, no comprendo qué hago aquí. Mi yo temerario es un inoportuno, porque mis primeras palabras dirigidas al dueño de este circo, no pueden ser un reclamo a sus decisiones. No obstante, es inevitable; soy así y a estas alturas, no creo que valga la pena arrepentirme. Ya metí la pata y espero que no tengo consecuencias. —Todo a su tiempo, señorita Wilson —murmura, con tranquilidad, ese hombre que se esconde en las sombras y como las dos primeras veces, su extraña voz me estremece—. Por favor, déjeme ser un buen anfitrión y tome asiento. Frunzo el ceño y achico los ojos, intento ver más allá de la oscuridad. Mis manos se retuercen con la incomodidad del momento, porque no es que el tipo en algún momento pueda ser un buen anfitrión, si resulta que estoy obligada. Pienso negarme y cuando voy a cruzarme de brazos en actitud desafiante, el hombretón que me acompañó antes arrastra una silla y la pone justo detrás de mí. —Tome asiento —exige, como una orden que debo cumplir, aunque me parece sentir que pretende ayudarme después de todo. Como una niña enfurruñada, resoplo y hago caso. Mis ojos vuelven a dirigirse a la figura detrás del escritorio antes de sentarme; no sé qué espero demostrar, tampoco creo que me convenga, pero no puedo fingir que todo está bien y que me siento conforme con mi visita en este lugar. —Así está mejor, señorita Wilson —menciona el tal Demian, cuando, luego de sentarme, se hace el silencio otra vez en la habitación—. Me gusta que cumplan mis peticiones. —Pues debería saber que no siempre será así —digo, con mi lengua afilada y sin hacer uso del filtro. Pero me la muerdo cuando el hombre a mi lado, gruñe con una advertencia. «¿Es que yo me quiero morir?». Parece que tengo grandes planes para cumplir eso. La mano que está apoyada sobre la mesa, esa cubierta con un guante n***o, se mueve. Un tamborileo sencillo de sus dedos. Pero ese movimiento es suficiente para ponerme nerviosa. Me aferro con fuerza a los reposabrazos de la silla donde estoy sentada y muerdo la parte interior de mi mejilla. —Lo que quiero, lo consigo —declara y me parece escuchar un retintín amenazante en su tono. También me doy cuenta que su voz, no parece natural—. Hasta ahora no hay nadie que dude de mis habilidades para lograrlo. Me estremezco, al ver la repetición del movimiento de su mano. Esta vez no respondo, solo me quedo mirando a dónde creo que está él, dejándole entrever que puedo callarme, pero sigo pensando lo mismo. Puedo estar temblando por dentro, pero no lo demostraré. Hace años aprendí a esconder mis verdaderas expresiones y hasta hoy, no sabía que me serviría para algo más que juegos de cartas. El silencio se hace eterno y la tensión en el ambiente se puede cortar con un cuchillo. Me dan ganas de rebotar mis pies en el piso o de suspirar, con cansancio, pero no hago nada de eso. Mantengo mi expresión seria y mi mirada no se mueve de la sombra ancha detrás del escritorio. —Vamos al grano —dice, al fin. «Ya era hora», me dan ganas de decir, pero me contengo—. Wilson me debía una exagerada cantidad de dinero; deuda que asciende, después de estos últimos tres meses, a un millón de dólares. —¿Cómo…? —chillo, descolocada con esa cantidad descomunal de dinero—. No puede ser, para qué querría mi padre ese dinero, no tiene lógica. —Intereses, señorita Wilson —interrumpe mi reclamo, otra vez, esa voz que cada vez me parece más rara—. Usted es contadora, sabe de lo que hablo. Su mención a mi profesión me hace callar. Este imbécil se sabe toda mi vida, seguro. Trago en seco lo que me provocó saber el número exacto y la cruda realidad de que mis ahorros de toda la vida, no serán ni un rasguño de esa inmensa deuda. —Wilson la dejó a usted como codeudora —informa, como si nada, y yo me congelo. Pensaba que todo esto era un capricho del hombre al que mi padre le pidió dinero y que se quedó sin la posibilidad de cobrarlo, cuando murió. Pero resulta que Mathias Wilson, ni después de muerto, deja de joderme la existencia. Cierro los ojos, tratando de calmar las ganas de gritar que me llenan. Y si mi padre estuviera vivo, lo mataría yo misma con mis manos. De una forma u otra, siempre he terminado en medio de sus jodidas adicciones y esta vez, cuando ya pensaba que, descansando en paz, también lo haría yo de sus enredos, me vienen con esto. Qué poco me duró la seguridad de que una vez bajo tierra, podía vivir tranquila. —¿Cómo se supone que yo le pague esa cantidad? —pregunto, alterada y entre dientes—. Si sabe que soy contadora, seguro sabe cuánto tengo en mi cuenta de banco —murmuro, con ironía—. No tengo que decirle que no tiene ningún sentido que yo esté aquí. —De hecho, sí, sé que en su cuenta de banco solo tiene unos veinte mil dólares; la mitad ahorrados cuando se dedicaba a jugar en casinos, hace años atrás. —¿Quién mierda eres tú? —replico, boquiabierta con sus afirmaciones. Una cosa es pensar irónicamente que este hombre tiene toda la información que quiera al alcance de su mano y otra muy diferente, es confirmarlo. Una risa metálica, antinatural, se escucha, procedente de esa sombra que ahora se mueve. Mi cuerpo entra en tensión ante la seguridad de que por fin veré al motivo de mi nuevo dolor de cabeza. —Yo soy Demian Tremblay, Chelsea Wilson —dice, mientras un cuerpo enorme y ancho, cubierto por un traje de chaqueta elegante hecho a medida, hace su aparición—. Amo y señor de los bajos mundos de Las Vegas, de los casinos más cotizados de toda la región. Y como ya te dije, lo que busco, lo que quiero, lo consigo. Un sentimiento de anticipación se apodera de mí cuando creo que por fin veré su rostro, pero la sorpresa que me llevo, es indescriptible. Una máscara, repleta de diamantes diminutos, es lo que veo cuando por fin asoma su cabeza a través de la oscuridad que lo cubría. «Por eso su voz sonaba como amortiguada y metálica». No sé cómo reaccionar. Un hombre poderoso, que esconde su rostro detrás de una máscara, es mucho más peligroso. Sin embargo, yo no tengo miedo; solo estoy asombrada con todo lo que me rodea, con el poderío impresionante aun cuando se escuda tras un rostro desconocido. —Y ahora, aclarado todo —continúa, pero ahora puedo ver el brillo de sus ojos a través de dos pequeñas rendijas, aunque no determino su color exacto—. ¿Cómo me vas a pagar? —¿Perdón? —exclamo, con unas ganas tremendas de rodar los ojos—. ¿De qué forma te explico que no tengo ese dinero y que jamás, jamás, lo tendré? Ni siquiera llego a las cinco cifras anuales con mi trabajo, ¿qué te hace pensar que de repente podré pagarte? Cierro mis manos en puños y mi rostro arde, de la sangre que hierve en mis venas. —No es mi problema, señorita… —¡Señorita mis bragas, imbécil! —grito y me levanto de mi asiento. Es tanta la rabia que siento, que no soy consciente de lo que digo, del riesgo que corro. El hombre a mi lado apoya una mano fuerte sobre mi hombro, pero yo me suelto de malas formas, gritándole—: ¡Suéltame! ¡No me toques! Mis ojos deben mostrar que no cederé, porque el gigante mira a su jefe, supongo que pidiendo órdenes. Una confirmación para someterme y calmar la situación. Sin embargo… —Déjala. Su voz se escucha fuerte y clara. Me giro para verlo otra vez y puedo ver que tiene una mano levantada, con el dedo índice confirmando su orden. Mi pecho sube y baja acelerado. Mis manos cosquillean y casi que puedo escuchar mi sangre correr por mis venas. Mis oídos pitan y mis piernas quieren doblarse. «Tengo miedo», no puedo negar que mi arranque puede traer consecuencias; pero poco me importa, si al parecer no tengo opciones. —Valore sus opciones, señorita —murmura Tremblay, lleva su mano hasta su barbilla, única parte descubierta de su rostro—, puede buscar otras opciones para conseguir lo que me debe, me lo paga y asunto resuelto. Tiene tres meses. Resoplo, porque este hombre poco comprendió lo que le dije. —Cualquier cosa que haga para conseguir su “dinero”, sería ilegal. Puedo garantizarle que me llevarían presa antes de darle siquiera el dinero a usted —aseguro, sarcástica—. Estar presa sería como morir. Y si no le pago a usted, ese sería el cobro de intereses, ¿no? —espero su asentimiento y cuando lo hace, agrego—: Creo que me ahorro más dolores de cabeza si le digo que no y ya. Ruedo los ojos, cansada de todo esto. Vuelvo a sentarme. —Haga lo que quiera. Decida usted. La carcajada que suelta me descoloca. Pensé que su reacción sería otra, más intimidante, pero solo se ríe, sin parar. Frunzo el ceño, porque no me gusta que se rían de mí, pero no puedo tentar más a la suerte. Espero a que se calme, en silencio. —Tienes una forma de ganar todo lo que me debes —dice, después de un tiempo—. Tienes habilidades que puedes explotar. Lo miro a los ojos, aunque no puedo verlo bien del todo. La adrenalina comienza a recorrerme, mientras pienso en mis posibilidades; después de todo mi único plan era jugármelo todo a una carta. Aunque tampoco pensaba que fuera tanto dinero. —¿Quieres que juegue? ¿Estarías de acuerdo con eso? —pregunto, con los ojos achicados y expresión desconfiada. —Yo no te estoy exigiendo que lo hagas, está en tus manos decidir, qué tanto te vas a arriesgar. Me quedo pensativa unos segundos. Muerdo mi labio inferior, indecisa. Si tengo la oportunidad de jugarme todo a una carta, el estilo de juego no tengo que pensarlo mucho. Mi fuerte será mi mayor arma. Pero tengo que proponerle algo que lo obligue a aceptar. ¿Qué le puedes ofrecer a alguien que lo tiene todo? —¿Jugamos? Sí o no —insiste. Y esa pregunta me hace sonreír. Demian Tremblay quiere jugar, puede que eso esté a mi favor ahora. —Si gano, ¿la deuda está saldada? —pregunto, recelosa. Un asentimiento de su parte me da esperanzas. No lo pienso más. Con una sonrisa maliciosa, me levanto de la silla y extiendo mi mano. —Me pido una mano de vingt et un. Su mano no demora en aceptar la mía y cuando lo hace, a pesar de que no hacemos contacto realmente con nuestra piel, una corriente me recorre. —Juguemos.  
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