Capítulo 2. Pecados capitales.

2178 Words
Pasan los minutos, largos minutos, y yo sigo recostada al asiento de un auto extraño, con dos acompañantes más que tenebrosos y un saco n***o que cubre mi rostro y me provoca alergias. No sé dónde estamos y es que perdí el sentido de la orientación en cuanto comenzamos a dar vueltas sin sentido. No soy tonta y sé que estos dos, tampoco lo son. No quieren que sepa, ni siquiera, hacia dónde vamos o lo que tenemos cerca. Mientras el tiempo pasa y el silencio continúa, solo roto en ocasiones por el sonido intermitente de una frecuencia de radio, solo pienso en la mala suerte que cargo desde que nací. ¿Por qué? Porque desde el primer momento, el hecho de que Mathias Wilson fuera mi padre, no era algo digno de celebrar; en todo caso, una maldición, como queda demostrado ahora. No sé de cuánto sea la dichosa deuda, no quisiera perder las esperanzas y seguir creyendo que podré pagarla, en el peor de los casos, con mis ahorros de toda la vida. Pero algo me dice que no será tan sencillo, de lo contrario, no se habrían tomado tantas molestias para llevarme hasta dónde deben y exigirme el pago con intereses de lo que debía mi padre. Trato de normalizar mi respiración, que a cada segundo que pasa se acelera más por la tensión que estoy sintiendo, pero no obtengo muchos resultados. Mis oídos pitan y el olor a humedad llena mis fosas nasales; la tela áspera que me cubre el rostro me provoca cosquillas y ni siquiera puedo calmarlas porque no me dejan levantar los brazos. A mi lado suena un teléfono y salto en el lugar, de los nervios que siento no puedo controlarme y termino demostrando lo afectada que estoy. —Jefe… Se escucha la voz del gorila que tengo a mi lado, al responder la llamada. No dice nada más, a la espera de lo que sea le dicen del otro lado. Algunos asentimientos después, se despide con un —Ya vamos llegando—, que me eriza la piel. Siento movimiento a mi lado y escucho otra vez su voz, mientras le da indicaciones a su compañero. Algo sobre un club nocturno donde deben ir, aunque no creo que sea donde deben llevarme, de lo contrario no lo dirían estando yo presente. Además, si me llevan a algún lugar con el fin de cobrar una deuda, no me parece que un club nocturno sea lo correcto; más bien un casino, en caso de ser un lugar público. Pero en realidad, no sé ni con quién estoy tratando y no puedo hacer suposiciones de nada. Mejor espero a lo que sea que está por venir, aunque eso me acojone. —Ya estamos llegando, señorita remilgosa —dice el hombre a mi lado, sin embargo, no es su voz lo que me hace estremecer. Una mano asquerosa roza mi rodilla y la aparto, lo más rápido que puedo. Él se ríe, divertido con mi reacción. Y aunque yo sé que en realidad estoy a su merced, completamente expuesta a lo que ellos quieran hacer conmigo, no pretendo darle una imagen de mujer débil. —No. Me. Toques —escupo, con asco. Mi voz se escucha baja y dura. Su reacción, por supuesto, nada tiene que ver con lo que yo exijo. Por el contrario, siento el peso de su cuerpo reclinar el asiento en el que estamos, cuando se inclina y pega su cara al saco que me cubre el rostro. —No estás en posición de exigir nada —asegura y esta vez, pone su mano completa cubriendo mi rodilla y presiona sus dedos contra mi piel. El estómago se me revuelve y la respiración se me agita, pero me aguanto las ganas de vomitar. —Yo podría hacerte lo que quisiera —continúa, subiendo poco a poco la posición de su mano, ahora apoyada en mi muslo—. Estás aquí, con nosotros, y nadie lo sabe. —Tu jefe… tu jefe me quiere para recuperar su dinero. Mi tartamudeo solo provoca que el tipo a mi lado suelte una carcajada. —A Demian no le importa absolutamente nadie. Podría llevarte mil veces follada y medio muerta, que igual te exigiría el pago que le debes, además, de que te volvería a follar él mismo —declara entre risas y yo, debo confesar, tiemblo—. Mi jefe es un sádico, no deberías esperar nada de él. Conforme termina de hablar, me suelta y se aleja. Respiro, aliviada, pero sin ser tan evidente. Sin embargo, sus palabras dan vueltas en mi cabeza y ya no estoy tan segura de que pueda salir de esto airosa. La seguridad que tenía antes, la confianza de poder superar lo que venga, se va a pique por completo y ya no pienso que llegar a nuestro destino, sea buena idea. Si me aterran estos dos, más lo hace el dichoso jefe, el tal “Demian”. Regreso a mis recuerdos con mi padre, a nuestras discusiones por sus constantes deudas, pero no creo haber escuchado antes ese nombre. De ser real la supuesta deuda, debe ser alguien con quien se metió estos últimos meses que no nos vimos; para mi maldita suerte. El auto se detiene y mi corazón se asienta en mi garganta. Siento las palpitaciones en la boca y creo que voy a vomitar. No pasan dos segundos y escucho el ruido de la puerta, al abrirse; el espacio a mi lado se desocupa con un rápido movimiento. La puerta delantera suena también y puedo imaginar que me dejan sola dentro del auto, cuando no escucho nada más. Solo soy consciente del sonido de mi respiración y cómo, en cámara lenta, cuento los segundos. Estoy nerviosa. Demasiado. Entre las palabras del bruto que viajaba a mi lado y lo que conozco sobre los suburbios de Las Vegas, no puedo ser ingenua y pensar que saldré libre de esta. Comienzo a pensar, aprovechando el poco tiempo a solas, para al menos idear un plan que me dé un poco de tranquilidad. Aunque luego, todo se vaya a la mierda. Vuelvo a mis tiempos con mi padre, a esa temporada de locura y negación, cuando pretendía seguir los pasos suyos. Y por más que busque, solo eso puedo recordar. Mi mente dando vueltas, estudiando las expresiones de todos en la mesa y ocultando las mías. La energía que corría por mis dedos cuando tenía en mis manos la carta ganadora. La adrenalina presente en cada nuevo volteo y la alegría empalagosa de una victoria. Suspiro. Con mi garganta reseca ni siquiera puedo tragar mi angustia. Aunque trate de negarme o tener esperanzas, algo me dice que no hay más opciones. Tendré que jugármelas todas de una vez. Es el único plan que podría interesarle a este tipo de gente. El sonido de la puerta al abrirse otra vez, me congela. —Vamos, remilgosa —La voz de uno de los hombres viene acompañada de su mano rodeando mi brazo, para jalarme y sacarme del auto. Entiendo que esta sería su forma brusca de proceder, pero no puede ser menos grosero. —¿Te has dado cuenta que no estoy poniendo resistencia? —pregunto, sin poder evitarlo. Mi voz suena irritada—. Por Dios, deja de ser bestia por primera vez en tu vida. Mi exigencia es un poco temeraria, podría pensar que el susodicho tomará represalias por mi atrevimiento, pero lejos de eso, suelta una carcajada. Una ruidosa y que me hace estremecer. No esperaba esa reacción. —Tienes huevos, remilgosa —asegura, pero su agarre se afloja. Quiero suspirar y podría hacerlo, de no sentir los nervios talar mis sienes. En otro momento tendría una respuesta inteligente para él, pero no es mi día, definitivamente. —¿A dónde me llevas? —Intento conocer mi destino, al menos hacerme una idea de dónde encontrarán mi cuerpo si no salgo de esta. Pero, por supuesto, mi acompañante no cree que sea importante que conozca ese pequeño detalle. Un gruñido, es su extensa respuesta. Damos unos cuantos pasos más y nos detenemos. Cuando siento que me quitan el saco de la cabeza, cierro los ojos con fuerza ante la intensa luz que percibo a mi alrededor. Me quedo desorientada un segundo de más. —¡Vamos, remilgosa! El jefe espera —exclama, con fastidio—. Y no le gusta perder su tiempo. —Pff —resoplo, todavía sin mirar—, yo no estoy aquí por mi propia decisión. Ahora que se aguante. Abro los ojos con lentitud, acostumbrándome a la claridad otra vez. Pestañeo varias veces antes de intentar descubrir dónde carajos estoy. —Creo que esa boquita te traerá problemas —asegura el hombre grande a mi lado. Lo miro, ahora más de cerca de lo que estuve antes. Entrecierro los ojos. —¿Eso es una amenaza? —Me sale una pregunta, pero estoy segura que él sabe que así lo creo. Sus ojos sagaces y avispados, me miran con algo parecido a la lástima; pero no quiero pensar mucho en eso. —No, te estoy advirtiendo. Es mi buena acción del día. Conforme dice esas palabras, vuelve a tomarme del brazo, para seguir nuestro camino. Con ese movimiento, me doy cuenta que ni siquiera he mirado a mi alrededor. Un salón inmenso, con decoración ostentosa y elegante, me recibe. Parece ser el recibidor de algún tipo de club, porque una encimera, alta y de madera preciosa, acomodada en uno de los lados, lleva una marca grabada en tonos dorados, rojos y naranjas: “Capital Sins Club”. «¿Pecados capitales?». Me pregunto, pero no exteriorizo mi pensar. Supongo que después de todo, es lógico que, pecar, esté a la orden del día en este lugar. En las paredes, cuelgan cuadros de ángeles y demonios, como si se quisiera representar la lucha constante entre los dos bandos. El bien y el mal. El libre albedrío que sustenta a la humanidad. La posibilidad de escoger. —Es un buen tema —digo, aunque no espero respuesta. Pero sí siento la mirada del grandulón a mi lado. Después de todo, ya estoy aquí y concuerdo en que, para sustentar un lugar de estos, hay que apelar al lado más oscuro del ser humano. No necesito que este hombre me lo confirme. He estado en lugares como este, antes. Mis pasos resuenan, con el eco que provocan mis tacones, conforme nos adentramos a un pasillo corto y oscuro. Una frialdad se asienta en mi pecho otra vez y el miedo que se había desplazado con la curiosidad, vuelve, con más fuerza. Una puerta amplia y majestuosa, se ve al final del pasillo. Hacia allí nos dirigimos y sin poder evitarlo, me estremezco. Detrás de esa puerta, está mi futuro inmediato. —Solo un consejo, remilgosa —susurra el hombre a mi lado, aguantando el paso por un segundo. Se gira, para mirarme a los ojos—. Demian Tremblay es un cabrón y siempre, se sale con la suya. No abras la boca, si después quieres contarlo. Trago saliva, para bajar el nudo que se forma en mi garganta con esas palabras. —¿Por qué me ayu…? —Wilson era un hijo de puta, tú no te pareces a él —interrumpe mi pregunta, con su voz gruesa. Abro la boca para preguntar algo más, pero él me jala del brazo y me obliga a caminar. Una forma poco sutil de decirme que me calle, que ya no habrá respuestas. Sin embargo, ahora me llenan más dudas y la seguridad de que mi padre metió profundo la pata, no me sale de la cabeza. «¿En qué me metiste, papá?». Suspiro y creo que esta era la confirmación de que no puedo esperar nada bueno. El gorila llama a la puerta, con solo dos toques. Del otro lado se escuchan pasos y luego, el otro hombre que me trajo, abre la puerta. Por la mirada maliciosa que me dirige, ese debe ser el que venía a mi lado en el auto. Mi estómago se revuelve ante el recuerdo de sus palabras, pero no me da tiempo a pensar nada más, cuando el otro me empuja suavemente dentro de la habitación. Doy un traspié, pero logro equilibrarme. Alzo mi cabeza y lo observo todo con altanería. Busco al hombre, al que supuestamente, mi padre le debía dinero. Pero no lo veo. —Bienvenida, Chelsea Wilson. Una voz se escucha detrás del inmenso escritorio de madera oscura. Una voz que me traspasa y me pone en tensión. Mis ojos se dirigen hacia allí y los entrecierro, tratando de ver más allá, a la oscuridad que esconde el rostro de quien me mandó a buscar. Solo sus manos, grandes manos cubiertas por unos guantes negros de cuero, es lo que puedo ver, apoyadas sobre el escritorio. «Nada más». —Bienvenida al “Capital Sins Club”, Chelsea Wilson, donde todos tus sueños oscuros, se convertirán, tarde o temprano, en pecados.                      
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