Vacíos

1014 Words
Realmente no pude pegar el ojo en toda la noche, intenté hacerlo, realmente lo hice. Porque sabía que esa falta de sueño le hacía daño a mi cerebro, y a mí personalidad en general. Era más voluble, más insoportable. Todo estaba más cerca del caos. Y aún sabiendo eso, no pude, intenté enviarle más mensajes. Llamarlo, llamar a alguno de los chicos, enviarle mensajes a todos. Pero las llamadas se iban directamente al buzón de voz, y los mensajes no les llegaban. No sé ni cómo carajos logré hacer que la ansiedad no me asfixiara en toda la noche... Cuando sonó la alarma, trate de retomar mi rutina escolar antes de todo. Baje del sofá (porque ahí había pasado la noche y también caminando por toda la habitación), luego me metí al baño, hice mis necesidades, me duché, cepille mis dientes. Mientras me miraba al espejo empañado por el vapor de la ducha, algo quedó aún más claro que antes. Había cambiado. No como cambian las personas al crecer o al enamorarse. No como cambian esas niñas ingenuas que creen haber despertado a la vida luego de acostarse con alguien por primera vez. No. Lo mío era distinto. Más oscuro. Más profundo. Más real... Me observé en el reflejo distorsionado de una ventana empañada, y apenas me reconocí. Mi cabello albino, aún húmedo, caía en ondas suaves sobre mis hombros, con los mechones rosados pegados a mi piel como si fueran marcas de una guerra interminable. Antes, hubiera pensado que ese cabello era ajeno a mí, demasiado llamativo, demasiado rebelde para alguien como era yo. Ahora, me pertenecía. Era una advertencia. Un recordatorio que no era la misma. Mis ojos, esos mismos ojos grises que solían delatar cada uno de mis miedos, cada duda, cada clamor silencioso de auxilio, ahora eran oscuros. Helados. Inexpresivos. Aprendieron a ver más allá de lo evidente, a analizar, a calcular, a juzgar sin misericordia. Habían dejado de buscar esperanza y comenzaron a buscar amenazas. Y una vez encontradas, aprendieron a destruirlas sin piedad... aunque solo fuera en mi mente, aunque fuera solo por ahora. Mi piel, antes pálida como la porcelana, había adquirido un tinte dorado irregular por las largas horas bajo el sol. Ya no me escondía en la sombra. No podía darme ese lujo. Las ojeras se asomaban tímidamente bajo mis párpados, a pesar del hielo que me ponía cada vez que tenía oportunidad. Un gesto inútil, casi absurdo, pero parte de una rutina que me mantenía de pie. Y mis hombros... aquellos hombros que siempre estaban caídos, intentando desaparecer de la vista ajena, ahora estaban erguidos. Firmes. Tratando de proyectar una seguridad que aún no sentía del todo, pero que necesitaba fingir para sobrevivir. Esa postura rígida, esa seriedad que no era mía, se había vuelto una armadura. Una capa que construí con cada decepción, con cada golpe, con cada traición que habia recibido, de la misma persona. Había cambiado, sí. Pero el cambio verdadero no era lo que el espejo reflejaba. Era interno. Era la forma en la que me veía a mí misma. Ya no me sentía una víctima. Me sentía un arma. Descubrí que podía analizar una situación sin dejarme arrastrar por la emoción, que podía encontrar grietas en cualquier estructura, personas o sistemas incluidos. Aprendí a planear con frialdad, incluso cuando la rabia ardía dentro de mí. Me descubrí capaz de idear represalias tan meticulosas como crueles, de imaginar la muerte de alguien sin apartar la mirada. Y más que eso: supe que podía matar. Podía dar la orden. Podía ver a alguien caer si eso significaba proteger lo mío. No sabía si eso debía aterrarme o si, en el fondo, debía sentirme orgullosa de esta nueva versión de mí. Tal vez ambas. Tal vez ninguna. Lo único que tenía claro era que iba a sobrevivir. En este mundo, en esta red tejida con mentiras, lealtades volátiles y violencia, la piedad era un lujo peligroso. Y por desgracia —o tal vez por suerte—, yo había perdido hasta el último gramo de ella. Hice mi cabello hacia un lado y salí del baño, me puse el uniforme (ese que nos obligaban a usar las primeras semanas del año), me fijé que todo estuviera bien en mi bolso, por instinto, oculte un par de dagas entre las ligas de mis piernas, bajo mi falda, y el arma en el bolso. Mire la gargantilla que me había obsequiado Cristian hace un tiempo, esa que me había encantado tanto que no había día que no me la pusiera, estaba junto a aquella cajita de terciopelo rosa. Tome la gargantilla y me la puse, sonreí luego de terminar de arreglarme frente al tocador, guarde la cajita de terciopelo en el cajón de mi ropa interior y tome mi bolso para salir de la habitación. Cristian era mi novio, tenía que respetarlo como tal. Baje las escaleras, con mis pasos siendo silenciados por la alfombra, dejé el bolso en el sofá mientras me acercaba al comedor donde estaba inundado de carcajadas inocentes y pequeñas peleas entre los gemelos, esas pequeñas peleas matutinas que habían arreglado piezas que no sabía que tenía rotas. Mis mañanas siempre habían sido silenciosas, aburridas, oscuras y frías. Ahora, salir de la habitación y que mis oídos se inundarán de grititos, carcajadas y quejas, era magnífico. No había silencio, no había soledad. Los mire discutir entre ellos respecto a quien tomaría el jockeys y no pude evitar que esa calidez que ellos transmitían me inundará, amaba a mis hermanitos. Me senté en mi lugar, a la cabeza de la mesa y note a Cristian llegar al comedor también con un plato grande con más jockeys, le saludé con un "buenos días" silencioso, y el correspondió de la misma manera. El resto del desayuno me dedique a observar a mis hermanitos, esos pequeños seres inocentes que estaba dispuesta a proteger y a cuidar con mi vida. No permitiría que sufrieran más. Ellos habían llenado los vacíos que no sabía que tenía, o, aquellos que había querido ignorar con todas mis fuerzas.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD