Cristian Alezus
Era un alivio verla tranquila, realmente. Notaba su mirada brillante, me gustaba verla así.
Ella me gustaba tanto.
Me fascinaba.
Su cabello blanco con mechones rosados brillando bajo la luz del sol mientras jugaba en el jardín con sus hermanos, su manera de entrecerrar los ojos cuando algo no encajaba, el ceño fruncido, ese gesto con la nariz cuando pensaba demasiado... todo en ella me atrapaba. Cada detalle era mío.
Ella era jodidamente hermosa. Y perfecta. Perfecta para mí.
Pero lo sabía... había tardado demasiado.
Tenía que haber regresado en cuanto Chika me dijo que el señor Maxon había desaparecido. Antes de que ella empezara a atar cabos, antes de que todo se desmoronara.
Me había quedado aferrado a una promesa tonta, infantil, rota por los años. Una promesa hecha por una niña de cinco años. Y ese había sido mi error.
Si tan solo hubiera seguido mi corazonada, si hubiera regresado cuando sentí que algo se me escapaba de las manos... sería yo quien estuviera en su corazón ahora.
Lo supe. Lo acepté. Había llegado tarde a la carrera. Demasiado tarde. Estaba varios pasos detrás de ese maldito policía.
La noche de Navidad me lo dejó claro. A pesar de que era mi collar el que colgaba de su cuello. A pesar de que era yo a quien decía tener cerca con ese objeto banal porque así era como lo tomaban las chicas.
Ella lo eligió a él. Se aferró a su pecho, lloró contra su cuerpo, lo sostuvo como si se le fuera la vida.
¿Y a mí? A mí me apartó. Me excluyó. Me miró como si fuera peligroso. Me advirtió que me alejara, que podría hacerme daño.
Y lo hizo. Me golpeó.
Un arrebato instintivo, salvaje.
Todo lo que acumuló —el miedo, la rabia, la adrenalina— explotó. Conmigo.
Y lo entendí. Su instinto me detectó como una amenaza. Tal vez... tal vez lo era y su instinto estaba Dos pasos adelante de su razón.
Pero no podía aceptarlo. No iba a aceptarlo.
Ella era mía. Ella tenía que ser mía.
Ella me lo prometió. Y no me importaba si fue una promesa inocente, lanzada al aire por una niña que solo buscaba un poco de afecto.
Desde el principio supe que había hecho trampa. Ella no conocía nada más que los muros de su casa. No conocía el mundo. No sabía lo que era elegir. Y yo lo aproveché.
Ninguna de sus niñeras le ofreció consuelo. No tenía madre. Su padre era solo una sombra.
Yo llegué y fui amable. Fui lo que necesitaba. Fui todo lo que le faltaba.
La envolví.
Desde que me pateó la primera vez que nos vimos, decidí que sería mía.
No importaba cómo.
Así fue como avancé. Paso a paso. Sin retroceder.
Le mostré lo que quería ver. Le dije lo que quería oír.
Jugué con su mente.
Lo aprendí desde pequeño. Desde los dos años me entrenaron para saber dónde presionar.
Toqué los botones que sabía estaban rotos, los lugares donde dolía, donde se sentía sola.
Y entonces la hice prometer.
Una promesa que ella ni siquiera recuerda ahora...
Pero yo sí.
Le hice prometer que sería mía.
Y cuando la vi con ese maldito policía esa noche, la Navidad que me arrebató lo que era mío... lo supe.
Tenía que actuar.
Tenía que hacer algo.
Porque si no hacía nada, ella se me escaparía para siempre.
Y yo no iba a permitirlo.
Había avanzado antes. Un beso.
En su punto más bajo.
En el instante exacto en que todo dentro de ella estaba hecho trizas, cuando no tenía fuerza para pensar con claridad, cuando no podía filtrar lo que sentía, ni lo que hacía.
Ese fue mi momento.
Y lo aproveché. Porque yo no dejaba pasar oportunidades. Porque la conocía demasiado bien como para no saber cuándo estaba en su punto de quiebre. Obtuve su primer beso. Y eso no era poca cosa.
Fue suave. Torpe. Doloroso. Confuso.
Pero mío.
Y eso bastaba.
Me confesé justo después cuando sabía no podía esperar más tiempo. Me mostré frágil. Me desarmé, cuidadosamente, frente a ella. Como si el peso de todo lo que había callado durante años finalmente me estuviera aplastando. Como si fuera yo el que estaba roto.
Sabía que no debía hacerlo así, pero la forma correcta no estaba funcionando. El estúpido policía se movía con naturalidad en su mundo. Sumaba puntos sin notarlo. Ganaba terreno sin tener que mancharse las manos para ella.
Así que dejé de esperar.
La tomé emocionalmente cuando era más fácil.
Y me mostré. No como era realmente, sino como ella necesitaba que fuera.
La culpa hizo el resto.
Ella se sentía en deuda conmigo.
Se lo notaba en la forma en la que me miraba: con ternura y distancia al mismo tiempo.
Como si me cuidara, pero desde un lugar seguro.
Como si tuviera miedo de romper algo dentro de mí.
Sabía que le gustaba. Pero no lo suficiente.
Sabía que me quería. Pero no lo suficiente.
Y no necesitaba que lo hiciera del todo. No aún. Solo necesitaba que siguiera allí. Que no se alejara. Que no terminara de despertar.
Ella se quedaba en blanco a veces. Se perdía en sus pensamientos. Y justo cuando eso ocurría, justo cuando el silencio se apoderaba de su mente, aparecía yo.
Me posicionaba justo frente a sus ojos.
Y veía cómo su cuerpo se tensaba.
Aún me percibía como una amenaza.
A pesar de todo.
Su instinto lo sabía.
Dos pasos hacia atrás. Una mirada evasiva.
Una respiración contenida.
Incluso después del beso.
Incluso cuando intentaba acercarse, para aparentar reciprocidad, para calmar esa idea de que todo lo que pasaba entre nosotros era unilateral.
Pero yo lo notaba.
Notaba su esfuerzo por mantener la línea recta.
Y no me importaba.
Estaba dispuesto a caminar sobre hielo fino.
A caminar con los pies desnudos sobre vidrios si era necesario.
Todo con tal de tenerla.
De verdad.
Porque ella era mía.
Desde el principio.
Ella había seguido el camino que yo le marqué.
Sin saberlo, sin darse cuenta.
Cada gesto, cada palabra, cada paso, cada elección...
Todo estaba diseñado.
Todo era parte de lo que yo necesitaba que sucediera.
Ella no entendía lo sola que había estado.
Lo poco que sabían cuidarla.
Lo simple que había sido ofrecerle lo que necesitaba ver.
Lo fácil que era aprender sus debilidades, cuando nadie más se había tomado el tiempo de mirarla bien.
Le dije lo que quería escuchar.
Le mostré lo que necesitaba ver.
Y poco a poco, tiré de los hilos.
Yo sabía cómo manipular.
Me enseñaron desde niño porque era mi trabajo.
Sabía dónde presionar, qué recuerdos abrir, qué palabras usar.
Ella era mi proyecto más preciado.
Mi obra más delicada.
Y lo había logrado.
Todo estaba bien hasta que aparecía él otra vez en el cuadro. Me habían entrenado para notar cada pequeño detalle.
Lo notaba todo.
Sus pupilas se dilataban.
Su cuerpo se abría hacia él.
Sus manos buscaban su cercanía como si fueran su ancla.
Su refugio.
Lo odiaba.
Odiaba que ella encontrara calidez en otro.
Que él pudiera ser hogar.
Y yo, apenas un refugio en medio de una tormenta.
Con él buscaba ternura.
Conmigo, apoyo para su próxima masacre.
Con él protegía lo que más amaba: a sus hermanos.
Conmigo...
Conmigo iba directo a su próximo infierno.
Él era su refugio.
Yo era su peón.
Un peón que ella empujaba cuando le convenía.
Que mantenía cerca cuando necesitaba estabilidad.
Que dejaba atrás cuando algo dentro de ella pedía auxilio.
Pero ese juego estaba por terminar.
Yo ya no quería ser el peón, Yo había movido todas las piezas para ser el rey.
Ella era mi reina.
Y lo que se interpusiera entre eso...
Tendría que desaparecer.
Le mire un poco más, desde la distancia. Sonreí al verla entrar y me moví en silencio, se suponía que no estaba en la mansión. Avance con firmeza antes de que alguien pudiera detenerme con una conversación inútil.
La cocina estaba medio en penumbra por la hora de la tarde, afuera estaba oscuro como si fuese a caer alguna lluvia pronto. Y las Luces no estaban encendidas, Solo el foco del refrigerador cuando lo abrió, iluminó su silueta. Su espalda recta. Su pelo desordenado cayendo sobre la camiseta blanca. Sacó jugo. Dos vasos. Sus hermanos, claro.
Siempre primero ellos.
Apoyé el hombro en el marco de la puerta. Ni siquiera se volteó. Tal vez sí me oyó, pero no lo demostró.
¿Vas a servir para ellos?- pregunté.
Sí. Tenían sed- dijo, sin girarse.
Eso fue todo. Ni una pausa. Ni un "¿y tú qué haces aquí?", ni un "¿me acompañas?", ni un "Regresaste pronto". Solo esa respuesta. Directa. Sin adorno.
Di un par de pasos, entré. El piso crujió. Ella ni se inmutó.
No hemos estado solos desde que tus amigos regresaron- dije. Mi voz salió más baja de lo que planeaba. Me obligué a no sonar molesto. No todavía.
Ella no contestó.
Apenas y te veo.- agregué, con un tono un tanto más tímido y vulnerable. Sabía que eso la haría titubear, pensar dos veces en sus siguientes palabras.
He estado ocupada.- murmuró, con cuidado.
Ahí estaba otra vez. Ese muro invisible entre nosotros. Esa manera suya de contestar como si no entendiera lo que realmente estaba diciendo. Como si yo estuviera pidiendo algo ilógico. Como si pedir un poco de su atención fuera un capricho.
Desvié la mirada y me rasqué la nuca con la mano izquierda. Un gesto que no me gustaba hacer, pero sabía que siempre que hacía eso, su mirada se teñia de duda.
Se siente distinto- dije al final, buscando las palabras y los gestos adecuados para que ella dudará, titubeara-. Como si estuvieras... más lejos.
Nada. Solo el sonido del jugo cayendo en los vasos.
La miré de reojo. Seguía en lo suyo, sus hombros estaban tensos, le contuve para no sonreír. Lo estaba logrando.
Te siento lejos, Marshina- insistí- Y... eso me duele.
Por fin me miró. Breve. Fría. No cruel. Pero sin peso. Como quien revisa si algo estorba en su camino, y no como quien observa a alguien que le importa.
He estado ocupada, cariño.- dijo.
Bingo.
Le sonreí apenas, asentí.
Pero tampoco haces algo para pasar tiempo juntos- solté, le mire a los ojos frunciendo ligeramente mi ceño en expresión de dolor.
Ella bajó la vista. No dijo nada. No podía negarlo.
Haré tiempo para nosotros mañana- susurró en una promesa.
Mi pecho se hincho en victoria.
Solo quería que lo supieras- dije, tratando que no demostrara lo que hacía, su instinto ya me tenía como una amenaza, no podía arriesgarme a que ella lo notars. Di un paso atrás. Desvié la mirada, dándole una vista un poco más vulnerable- Que te extraño.- agregué, con un ligero sonrojo, lo sentí, mis Mejías estaban calientes.
Ni una palabra por dos segundos, hasta que dejó los vasos en la barra y se acercó a mí para rodear mi cintura con sus brazos, me tense un instante, como si me hubiera tomado por sorpresa. Y luego acaricié su cabello, aspirando su aroma con sutileza.
Lo siento tanto... Sabes que es nuevo para mí esto de una relación...- murmuró, me contuve para no sonreír, bese su frente con ternura.
Tranquila, se que haces lo que puedes.- acaricié su Mejía con delicadeza, ladeo su rostro a mi tacto cerrando sus ojos, sus hombros estaban tensos, lo notaba.
¿Qué tal si mañana tenemos una cita?- propuso, perfecto.
Así ella no vería a ese policía cuando viniera a ver a Amel.
Tome su mentón con delicadeza y bese sus labios con ternura, lentitud, de forma honesta. Lo poco honesto que obtenía de mí, asentí y uni mi frente con la suya.
Me encantaría- susurré contra sus labios, una pequeña sonrisa se dibujo en sus labios y sus hombros se relajaron, se puso de puntillas y me dio un corto beso. Se separó de mi y me sonrió.
Está vez me encargaré yo, ¿Sí?, solo te avisaré a qué hora.- prometió, asentí a ella con calma, escuchamos la voz de Amel, se disculpo conmigo y se fue afuera otra vez con la charola y los vasos de jugo.
Sonreí y salí de ahí otra vez.
Había hecho lo que quería, otra vez.