Prólogo
Tres meses después...
Londres, Inglaterra.
Era la decimoquinta vez que rechazaban a Aurora en una entrevista de trabajo. Tres meses de llamadas, currículums enviados y puertas cerradas la habían dejado exhausta. A veces sentía que tenía tatuado en la frente un aviso en tinta roja: “A todos menos a ella.”
Cada día era más difícil levantarse y buscar un nuevo empleo. Vivía con su mejor amiga para compartir gastos, pero las deudas no se detenían. Solo necesitaba una carta de recomendación para recuperar la vida que tanto añoraba.
Si tan solo aquel idiota de su exnovio no la hubiera arruinado de la peor forma posible, su presente no sería un desastre... o eso quería creer.
—¿Cómo pudiste hacernos esto, Aurora? Confiábamos en ti y así nos pagas —le gritó aquel día, señalándola con el rostro deformado por la furia—. Te amaba… Eras mi novia perfecta, y resultaste ser una vulgar ladrona.
—No… no es como piensas. Tú me dijiste...
—¡Basta de mentiras, Aurora! —la interrumpió, alzando la voz aún más—. ¡Robaste dinero de la empresa! ¡¿Y todavía tienes la cara de negarlo?! ¡Estás despedida!
—Por favor, déjame explicar...
—¡Lárgate y no vuelvas! Deberías agradecerme que no te denuncie. Por el amor que te tuve, te dejo libre, pero desaparece de mi vista. Vive como una rata escondida y no le hagas perder tiempo al mundo.
Él jamás le permitió defenderse. Aurora vivía bien: era independiente, tenía un trabajo estable y, supuestamente, un novio que la quería. Pero todo fue una farsa: humillaciones, malos tratos y, finalmente, la traición más grande. Él se lavó las manos y la convirtió en culpable de algo que no hizo. El supuesto amor se esfumó tan rápido como llegó su depresión. Perdió su departamento porque no podía pagarlo y pasó meses sobreviviendo como podía. Su nombre quedó manchado en el mundo financiero como el de una ladrona.
Aplicó en toda clase de empresas, grandes y pequeñas, pero durante tres interminables meses su currículum fue despreciado. A veces, ni bien llegaba a una entrevista, ya percibía las miradas de rechazo.
Aurora sentía que, para todos, era una peste.
—Ladrona...
—Oh, miren quién llegó: la reina de los pecados capitales...
—La innombrable ha aparecido...
Cada susurro se clavaba como un aguijón. Ya no tenía fuerzas para defenderse. Aprendió a callar porque, de todas formas, nadie escuchaba y nadie le creía.
Una llamada de un número desconocido la arrancó de sus recuerdos. Salía justo de otra entrevista fallida.
—¿Sí? Buenas tardes —respondió, con voz apagada.
—¿La señorita Aurora Evans?
—Sí, soy yo.
—Llamamos del Hospital Central. Queremos informarle que la señorita Jessica Carson tuvo un accidente automovilístico y está gravemente herida. Usted figura como su contacto de emergencia. Necesitamos que venga de inmediato.
—Entiendo… voy para allá ahora mismo.
Colgó con la garganta cerrada y, sin pensar más en su desgracia, salió rumbo al hospital. Jessica era lo único que tenía en Londres.
Si algo le pasaba...
[...]
Aurora llegó casi una hora después, atrapada en un tráfico insoportable. Avanzó a paso apresurado por los pasillos, sintiendo un nudo en el pecho. Su corazón se encogía de culpa: ni sus padres sabían por todo lo que estaba pasando; ellos aún creían que su hija triunfaba en la ciudad.
Se sentía egoísta por ocultarles la verdad. Perdida en esos pensamientos, no vió venir a la figura que apareció frente a ella. Chocó de lleno con el pecho de un hombre.
—Oh, por Dios… lo siento mucho —se disculpó de inmediato. Su cartera se soltó de su mano y se abrió, esparciendo todo por el suelo.
Se sintió ridículamente torpe.
El hombre ni siquiera la miró. Discutía por teléfono con tal ferocidad que parecía estar a punto de lanzar el celular por la ventana.
Aurora se arrodilló para recoger su desastre. Por primera vez en tres meses, sintió que solo quería sentarse a llorar ahí mismo, en mitad del pasillo.
Maldición, con su cartera favorita y su cierre roto. Otro desastre para su lista interminable.
Al alzar la vista, alcanzó a observarlo mejor. Alto, de porte imponente, traje azul impecable y una expresión fría y dura. Parecía uno de esos hombres que no necesitaban levantar la voz para dejar claro que era mejor no contradecirlos.
Mordió su labio y bajó la cabeza para guardar las últimas cosas. No quería escuchar la conversación privada de nadie, pero los gritos del hombre la obligaron.
—¡El doctor acaba de decir que la niñera de Damian está muy grave y estará de reposo por meses! ¿¡No lo entendiste hace tres minutos!? Necesito a alguien para mañana a primera hora. ¡Consígueme una niñera para mi hijo, Sebastian! Si no, puedes darte por despedido.
Aurora tragó saliva. Se puso de pie justo cuando recogió su celular. Intentó ignorar todo y buscó la recepción para pedir información sobre Jessica.
Sintió, sin embargo, la mirada de alguien a su espalda. Se giró, y ahí estaba él. El hombre del traje azul. Ahora sí la miraba. Su expresión era gélida e impenetrable. Le hizo un leve gesto de asentimiento antes de volver a su llamada.
Por un instante, Aurora pensó que quizás él también estaba teniendo un día tan miserable como el suyo.